El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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obligado a llevar encima y las fue arrojando con asco a sus pies.

      El guerrero intentó impedírselo:

      —¡Consérvalo! El peto, al menos. Está hecho con piel dura de serpiente de los pantanos y va forrado con anillas de hierro. ¡Te protegerá! —Como el muchacho no le hacía caso, levantó más el tono y le soltó feroz—: No es una sugerencia. ¡Es una orden!

      El chico tuvo que obedecer y volver a colocarse el peto, muy a su pesar. Miles recogió el capacete de hierro que el muchacho había arrojado al suelo y se lo puso también sobre la cabeza, con fuerza, después de quitarle las plumas. Con ese casco y la tela anudada alrededor de la frente mostraba un aspecto curioso, también más combativo; sus amigas se habrían echado a reír al verlo, pero ahora no estaban con ellos y Javier no tenía humor para reír.

      —Tendrás que acostumbrarte, «niñato». —El Ad-whar usaba intencionadamente el odioso apelativo que Nika le dedicaba a veces—. A esto y a mucho más, mientras sigas a mi lado... ¡Ya no te encuentras en las faldas de tu dulce madre! Y si esto no es el infierno, no le falta mucho, te lo aseguro.

      Se sacudió el barro de las botas y exclamó con cara de tormenta:

      —¡Sigamos! Aún no hemos terminado el trabajo.

      Un violento escalofrío recorrió la columna vertebral del chico. La tenacidad del guerrero le parecía admirable y terrible a la vez. Daba auténtico miedo.

      Estaba empapado, fatigado y herido en el brazo, pero continuaba adelante con tal determinación que Javier sintió lástima por sus enemigos. Le invadió además un profundo desaliento que no se paró a analizar. En el fondo era cansancio, pero también el temor o más bien la certeza de no estar a la altura de lo que se esperaba de él.

      No tuvo demasiado tiempo para compadecerse de sí mismo, porque su compañero echó a andar de nuevo y le obligó a seguirlo a trote largo.

      Mientras retomaban el sendero, río arriba, Miles lo examinó de reojo sin que se diera cuenta. Había que reconocer que el muchacho empezaba a sacar por fin algo de rasmia, pensó satisfecho para sus adentros. Tenía un aspecto bastante bronco, no solo debido al barro que le cubría, ni por las ropas de cuero y hierro que le tapaban casi hasta las cejas, sino más bien por su actitud. Caminaba con expresión reconcentrada y con los puños firmemente apretados. Estaba dejando de ser el chico inseguro de su primer encuentro y empezaba a mostrar su verdadero carácter. Tenía espíritu, madera de luchador.

      Una sana dosis de mal genio era algo que Miles podía comprender y manejar. Lo prefería mil veces a la apatía o la pereza. Porque en su opinión, si algo le faltaba a aquel chaval era un poco más de mordiente. La rabia que ahora veía asomar en él le vendría bien más adelante, le daría fuerzas adicionales para llevar a cabo la tarea que les aguardaba. Por su parte, solo tenía que mantener encendida aquella rabia para que pudiera servir al muchacho de acicate cuando llegara el momento.

      Ninguno de los dos sabía que, varios kilómetros torrente arriba, los otros darkos huían por el monte arrastrando consigo a sus compañeras de viaje.

illustration TRAS LAS HUELLASDE LOS DARKOS

      Ni Miles ni Javier volvieron a cruzar una palabra entre sí y la última galopada por la orilla del torrente les llevó sin más interrupciones hasta el punto del bosque donde les habían atacado los darkos. Se habían acercado sigilosamente, adoptando precauciones por si alguien les esperaba, pero lo encontraron desierto.

      Les fue fácil reconocer el lugar porque la tierra y la vegetación de la orilla estaban fuertemente pisoteadas y los cadáveres de las skrugs y duendes abatidos por el Ad-whar seguían tirados allí. Sus compañeros no se habían molestado siquiera en cubrirlos con piedras o tierra para ocultarlos a los carroñeros. El olor a muerto había empezado a extenderse por los alrededores y las moscas y buitres acudían en tropel para alimentarse de su carne.

      Aparte de los cadáveres, allí no encontraron nada más. Nika y Finisterre habían desaparecido. Javier, que había esperado terminar la persecución en el mismo lugar de partida, se dejó caer sobre un asiento de piedra decepcionado. «Jamás las encontraremos», se dijo con pesimismo.

      Al contrario que Javier, el guerrero no se sorprendió. Conocía el espíritu inquieto de los reptilianos y hubiera sido el colmo de la suerte que siguieran allí sentados, aguardando pacientemente a que sus compañeros de expedición regresaran. Habrían establecido otro punto de encuentro y habían partido con las prisioneras hacia ese lugar, se limitó a decir.

      Los darkos eran cazadores avezados, pero, habían encontrado un rival a su altura en el errante.

      Mientras el muchacho descansaba, Miles rastreó rápidamente el terreno.

      Entre los restos olvidados de la lucha, halló la capa de Finisterre y el coletero con el que Nika se sujetaba el pelo, tirados por el barro y pisoteados. También su propia capa y su ballesta abandonadas y aprovechó para recuperarlas.

      No le fue difícil localizar las huellas del grupo que había partido llevando consigo a las prisioneras. Las señales del suelo resultaban legibles incluso para el rastreador más inexperto, lo que demostraba la tranquilidad de los captores.

      —Aquí está su pista. Los seguiremos —comentó en voz alta para que el muchacho lo oyese.

      Las huellas indicaban que el grupo se había internado en las montañas, en dirección suroeste. Habían dejado tras de sí un rastro bastante elocuente. Aunque les llevaban una buena ventaja.

      Después de examinar con atención las señales y explorar detenidamente los alrededores, Miles volvió a reunirse con Javier. Este se había entretenido llenando de agua su cantimplora en el riachuelo e intentaba hacer de nuevo acopio de fuerzas. No tenía buena cara. El accidentado descenso por el torrente, las carreras por el monte y el enfrentamiento con los darkos habían hecho mella en él. Su rostro reflejaba una mezcla de cansancio físico y desazón profundos, que su compañero ignoró deliberadamente. El chico necesitaba un descanso. Miles lo sabía, pero sabía también que no podían permitírselo o perderían su ventaja. Tenían que alcanzar a los darkos y sorprenderles antes de que estos echaran de menos a sus camaradas muertos.

      —Han dejado un rastro claro y fresco, fácil de seguir —le informó con gravedad—. Tus amigas van a pie. He visto algunas marcas ahí… y allá… Huellas de caídas, pero no hay señales de sus manos.

      —¿Eso es malo?

      —Para ellas sí. Significa que las han maniatado y no pueden utilizar los brazos. Y después de la lluvia, todo el monte está embarrado y resbaladizo… ¡Puedes imaginártelo, supongo! Probablemente las encontraremos bastante magulladas, espero que con ningún hueso roto... ¡Y ruega para que no sufran nada peor! Tenemos que apresurarnos… Los darkos no suelen ser anfitriones agradables, ni siquiera para los de su sangre.

      Las severas prisas con que el otro le azuzaba terminaron por desatar la irritación del muchacho, que necesitaba tiempo para mentalizarse. Comprendía las razones del guerrero y también deseaba liberar a Finisterre y a Nika de sus captores. Pero al mismo tiempo se sentía desbordado por los acontecimientos, nervioso y atemorizado por lo que pudiera ocurrir.

      —¿Qué piensas hacer cuando los encuentres? ¿Los matarás por la espalda, a traición, como a los otros? —le preguntó, empujado por aquella irritación que sentía. En realidad, estaba enfadado consigo mismo por su propio miedo, aunque lo descargara en el errante. Pero necesitaba sacarse aquella opresión del pecho de algún modo—. Yo creía que los auténticos caballeros luchaban de cara y daban una oportunidad a sus enemigos para defenderse.

      A Miles le dolió la pulla y, por una vez, el muchacho se lo notó en la cara. No obstante, el hombre se rehízo enseguida y respondió muy seriamente:

      —Cuando un perro rabioso o una víbora te atacan, no esperas a que se acerquen y te muerdan la mano.


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