El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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le faltaban el escudo y la ballesta, también la capa. Pero aún tenía el hacha y el cuchillo de monte, y la daga a salvo dentro de su bota. Por supuesto conservaba la espada, jamás se separaba de ella. La desenvainó y examinó la rectitud de la hoja. Pasó el dedo con suavidad por el filo y comprobó, satisfecho, que ningún golpe la había mellado; luego batió el aire con su hoja para pulsar su equilibrio antes de devolverla a la funda y depositarla cuidadosamente sobre la hierba.

      Sus movimientos hicieron que Javier despertara de su letargo y abriera los ojos.

      —¿Qué… qué eran esas ‘cosas’? —preguntó con un escalofrío aterrorizado. No hacía falta que describiera a las mantis gigantes para que el guerrero supiese de qué hablaba.

      —Skrugs. ¡Los caballos del diablo! Son bestias de la Región de Penumbra. Unas depredadoras implacables.

      —¿De la Región de Penumbra? —repitió el chico a lo tonto. Ignoraba qué lugar sería aquel—. ¿Y esos enanos horribles?

      —¡Ellos son el diablo! —declaró el guerrero sin vacilar—. Reptilianos. Seres oscuros. ¡Darkos!, así los llaman. Una raza subhumana de caníbales y cazadores de cabezas.

      El niño tragó saliva mientras el guerrero dirigía sus ojos pensativos hacia la montaña, aguas arriba.

      —Es raro verlos por aquí. Muy raro… —Hablaba para sí mismo.

      Conforme volvía a recuperar las fuerzas y también a recobrar la memoria de todo lo que había pasado, Javier sintió que una garra helada le apretaba el corazón. Cinco días atrás, él estaba tranquilamente de vacaciones en un campamento de verano en la Montaña Alavesa con pantalón corto, zapatillas deportivas y camiseta. Habían ido de excursión por la tarde al despoblado de Ochate incitados por uno de sus monitores, Mikel, que era un friki de Cuarto Milenio y un cazador de misterios, como a él le gustaba decir. Habían ido hasta el pueblo maldito de Ochate, que en la lengua vasca significaba «puerta del frío», por la fama que tenía de avistamientos de ovnis. Y he aquí que de pronto se había formado aquella niebla extraña, cuando regresaban al autobús, y una columna de energía había caído sobre él cuando caminaba por el descampado con Mónica Ramos, esa bocazas, y con Finisterre, la mejor de las monitoras.

      Por más vueltas que daba al asunto, no podía entenderlo. Cómo ellos tres habían podido ser abducidos por aquel flujo de energía, y habían aparecido de pronto en una plataforma del espacio delante de una máquina en forma de rueda giratoria que, en realidad, era una puerta interdimensional que conducía a otros universos paralelos, planetas y mundos.

      Y ahora estaban allí, en esa tierra desconocida y salvaje, en un reino feudal donde la gente se vestía y actuaba como si hubieran regresado a la Edad Media, rodeado de bárbaros y de bestias peligrosas que les acechaban. Un puñado de esas bestias les había perseguido a través de la montaña, para cazarlos como si fueran animales; habían capturado con redes a sus amigas Nika y Finisterre y él había tenido que escapar a nado por el río de aguas bravas en compañía de aquel sujeto moreno de ojos penetrantes, un guerrero Ad-whar con cara de malas pulgas y peor genio. Algo muy excitante para vivirlo a través de un videojuego, pero nada divertido, más bien angustioso, cuando uno se veía obligado a sufrirlo de verdad en sus carnes con todas las consecuencias.

      Se tocó torpemente con los dedos un chichón que le había salido en la cabeza.

      —¿Qué va a pasar con ellas, con Finis y Nika? ¿Qué crees que les harán esas cosas y... los darkos? —se atrevió a preguntar al fin, temiendo escuchar la respuesta.

      —No las matarán, tranquilo. Tienen que entregarlas vivas a quienquiera que les haya pagado por cazarlas o no cobrarán la recompensa... Aun así, no las tratarán muy bien…

      —Pero… pero… ¿por qué nos persiguen a nosotros?

      El ceño de Miles se acentuó aún más. Por su frente cruzó una sombra.

      —Eso me gustaría saber a mí también —murmuró pensativo. Después bajó la cabeza, miró de frente al muchacho y aclaró—: Ya os dije que soy un proscrito. Mi cabeza tiene un precio en Arn-Goroth que el rey pagará con gusto a cualquiera que se presente con esa cabeza en un saco. Os lo advertí. Pero además… ¡hay un hombre que me busca para matarme!... Alguien que con el tiempo se ha vuelto muy poderoso… con mercenarios a su servicio… ¡Yo también le persigo a él!, por eso he vuelto… Para cobrarle una deuda de sangre que tenemos pendiente, él y yo…

      Hablaba entre jadeos, mientras se recuperaba del esfuerzo casi sobrehumano de aquella accidentada huida. Se paró unos segundos más para tomar aire, apoyado sobre las rodillas, y esperó a que su corazón dejara de latir a mil.

      Luego reflexionó y dijo para sí:

      —Pero es raro… —Él ya esperaba un ataque, sabía que sus enemigos intentarían interceptarlo a toda costa, tenderle una trampa. Lo esperaba, pero no tan pronto ni con esa clase de mercenarios—. Estamos en la frontera… No pueden haber enviado tan rápido, tan lejos a sus sicarios contra mí… Y esos darkos venían de las Tierras Ásperas…

      De nuevo clavó sus pupilas aceradas en el chico extranjero con el que había compartido la ruta y al que había tenido que proteger durante los dos últimos días, desde que se habían tropezado con el broncotauro que él pretendía cazar en el Middle Umbra o Bosque Umbrío.

      —Venían a por nosotros, por los cuatro… No solo me buscaban a mí… —razonó.

      Alrededor de las botas del Ad-whar se había formado un gran charco y seguía chorreando agua, aunque a él eso parecía no importarle. Un poco más calmado y habiendo recuperado el resuello, por fin se puso en acción. Se despojó del peto de cuero y de la camisa, empapada, y examinó un tajo que le sangraba en el antebrazo izquierdo. Tenía un aspecto feo.

      —¿¡Estás herido!? —exclamó entonces el chico, alarmado, sentándose de golpe.

      —No es nada —le informó el hombre con indiferencia. Se enjugó la sangre, cogió un pellizco de barro fresco y unas hojas verdes cercanas, y se los aplicó sobre la herida. Luego se ató una pequeña venda alrededor del corte con un pedazo de tela arrancado de su propia camisa, para impedir que siguiera sangrando—. ¿Y tú? ¿Estás herido?

      El muchacho se repasó bien; tenía moratones por todo el cuerpo e incluso los pantalones desgarrados, pero todos los huesos seguían en su sitio. Lo único digno de resaltar era el corte abultado en la frente que goteaba sangre sobre la ceja izquierda. Había tenido mucha suerte, sí. Su compañero le recomendó que se pusiera barro como había hecho él. En cuanto lo hizo, Miles apretó sin miramientos con el pulgar sobre la herida para cortar la hemorragia.

      —Ay —se quejó el chico—, ¡ten más cuidado!

      El guerrero no le hizo el menor caso. Rasgó otra tira de la tela de su camisa y se la tendió diciendo:

      —¡Tápalo con esto! Las skrugs tienen un olfato del demonio. Pueden oler la sangre a distancia. Y si olfatearan la nuestra, estaríamos perdidos.

      Miles volvió a ponerse el peto de cuero directamente sobre la piel, sin las mangas. Rasgó una parte de la camisa rota y se la guardó en el saco, luego hizo una bola con los restos manchados de sangre y la lanzó al río. Contempló cómo flotaba la tela sobre la corriente y, al alejarse, se hundía.

      No solo el olfato, las skrugs también tenían el oído fino y sus ojos compuestos eran capaces de distinguir los objetos incluso en la oscuridad de la noche. Así que el guerrero siguió tomando sus precauciones. Esa orilla del río debía ser un abrevadero de animales porque se veían rastros de excrementos por doquier y Miles se restregó a conciencia los pantalones con un puñado de boñigas frescas que encontró.

      —¿Nunca has visto a un animal revolcarse en los excrementos de otro para camuflarse y disfrazar su olor? ¿A un perro, a un zorro? —preguntó ante la cara de extrañeza del chico.

      —Yo no tengo perro.

      El Ad-whar movió la cabeza de un lado a otro con incredulidad,


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