El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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por el que habían venido. Durante unos segundos permaneció inmóvil escuchando, olfateando el aire como un animal.

      Luego se volvió hacia el muchacho y clavó los ojos en él. Más que una mirada, era una orden muda. Por su actitud, Javier comprendió al fin que el guerrero se había preparado para volver a la lucha. Y que esperaba que el chico hiciera lo mismo.

      Eso le hizo acordarse de sus compañeras de aventura. Tenían que rescatarlas. Debían encontrar a esos pigmeos, si querían salvar a las chicas. Según dijo Miles, no podían demorarse mucho o perderían sus oportunidades; cada segundo resultaba crucial.

      No es que quisiera convertirse en un héroe por culpa de la Bocazas, precisamente. Habría preferido salir corriendo en dirección contraria. Pero aún le atraía menos la idea de quedarse solo en ese mundo extraño.

      Así que se incorporó y, sin decir palabra, se cubrió él también el rostro y el cuerpo con barro. Con la banda de tela en la frente y el barro, ahora parecía un indio del salvaje oeste antes de una escaramuza. Torció el gesto y vaciló ante el montón de boñigas frescas; la idea de rebozarse en ellas no le seducía en absoluto; pero ante la orden categórica del errante —«¡hazlo!»— no tuvo elección. ¿Qué sería peor, revolcarse en mierda o terminar devorado por una de aquellas mantis gigantes? La mierda al menos se la podría quitar después con una buena ducha, se dijo para consolarse. Pinchó resignadamente un par de pegotes, lo más pequeños posibles, con la punta de un palo y se los aplicó con muchos escrúpulos en los bajos de la capa y en el pantalón. Tan lejos de su nariz como pudo.

      Por fin procedió a revisar lo que llevaba encima, igual que había hecho Miles. Había logrado a duras penas conservar la espada con su funda y ahora se alegró por ello, pero decidió no ponerse el jersey mojado ni tampoco la camiseta, le estorbaban más que otra cosa. Enroscó juntas las dos prendas y se las colgó de la cintura anudándolas por las mangas del jersey. Solo tardó un minuto.

      El guerrero aprobó el camuflaje de Javier con un asentimiento de cabeza y, clavando la vista río arriba, exclamó en tono duro y resuelto:

      —¡Es hora de salir de caza! Y desde ahora te digo que ¡no habrá tregua! ¡No, hasta que las encontremos a ellas! ¡No, hasta que la última de esas bestias caiga!

      Las dos cosas parecían ir unidas en sus pensamientos.

illustration LA PERSECUCIÓN

      Javier descubrió muy pronto la cruda realidad que se escondía detrás de la promesa del guerrero.

      Las caminatas de los días anteriores resultaron paseos domingueros en comparación con el feroz galope que emprendió el errante por peñascales abruptos y bosquetes sin sendas, insensible al dolor e indiferente ante los obstáculos. La maleza crecía espesa allí por donde pasaban, era imposible soslayarla. En ocasiones formaban muros que debían franquear a golpes de hacha abriendo brecha mientras las espinas de algunas zarzas les arañaban sin piedad. Eso retrasaba su avance pues no siempre era posible dar un rodeo. Las zonas con matorrales se alternaban con otras más boscosas. Miles apartaba las ramas con el brazo, sin dejar de caminar ni un segundo. Javier le seguía de cerca aprovechando la senda que había abierto el guerrero y así se evitaba problemas.

      De ese modo desanduvieron, a marchas forzadas, parte del camino que antes habían recorrido por el río a lomos de la corriente. No bordearon la orilla, como el chico pensaba que harían, sino que siguieron un camino paralelo, remontando el curso del torrente a una distancia prudencial. El guerrero pretendía ocultar así sus huellas en la espesura. Pero de eso se daría cuenta Javier mucho más tarde.

      Llevarían recorridos unos dos kilómetros, cuando el hombre frenó en seco la marcha.

      —¡Nos detendremos aquí!

      Y, en efecto, se quedó parado como si de pronto le sobrara todo el tiempo del mundo.

      Habían llegado junto a un altozano soleado y rodeado de espinos desde el que se veía perfectamente el curso del río durante un buen trecho. Javier comprobó jadeando que ese no era el lugar del que habían partido. Ni siquiera habían llegado al punto donde se juntaban los dos ríos. Todavía debía quedar un buen trecho hasta regresar al punto de partida donde habían dejado abandonadas a sus compañeras, en manos de aquellos demonios horribles.

      —¿Por qué nos paramos? No podemos detenernos ahora —exclamó el chico en un tono apremiante inusual en él. Pero es que la carrera entre la maleza le había irritado e insuflado a la vez un ardor combativo.

      —¿Por qué no?

      —¡Tú mismo has dicho antes que había que darse prisa si queríamos salvarlas!

      —Tal vez haya cambiado de idea —respondió Miles, levantando una ceja ante la mirada imperiosa del muchacho. Parecía que le divertía esa actitud.

      —Pero... pero... ¡no puedes cambiar de opinión así como así! —insistió Javier, desconcertado por su cambio de planes y a la vez furioso. Aquella situación empezaba a desbordarlo y no sabía cómo reaccionar—. ¡Están en peligro! Tú mismo has dicho que...

      —¡Ahora digo que nos paramos aquí! —El guerrero cortó bruscamente sus comentarios, sin gastar saliva en explicaciones. Acto seguido, se puso en cuclillas y se dedicó a analizar el terreno que les rodeaba.

      El chico malinterpretó su gesto. Pensó que había perdido interés por la persecución, que se desentendía definitivamente de sus amigas. Y sintió rabia y temor también ante la idea de tener que continuar solo. Pero en lugar de decirlo con sinceridad, estiró el cuello y exclamó:

      —¡Ya veo! Eres un rajado. Entonces, ¿no te importa lo que les pase a Finis y a Nika?

      —¿Y por qué habría de importarme? —preguntó el Ad-whar con voz cargada de intención—. ¿O por qué tienes que importarme tú? Que yo sepa, no somos «colegas».

      Lo subrayaba con mayor intención todavía.

      El chico se quedó parado ante semejante análisis, cruel y despiadado, de la situación.

      —No debería sorprenderte lo que hago. Sería de tontos querer jugarse la vida por unos forasteros desconocidos como vosotros. Y tú ya sabes que soy un cabrón con cara de cemento, ¿no es así? —recalcó el hombre, impasible.

      El rostro de Javier enrojeció intensamente al darse cuenta de que el errante repetía algunos de los calificativos y frases que Nika y él habían empleado horas antes refiriéndose al guerrero, cuando creían que este no podía oírles. Era evidente, por el retintín, que Miles sí había escuchado esos comentarios y ahora los volvía en contra suya. ¿Por qué habrían dicho esas tonterías?, pensó con desesperación.

      Bajó la cara avergonzado. No tenía argumentos para su defensa. Pero había un hecho que no podía soslayar, Nika y Finisterre estaban en algún lugar de aquel extraño mundo y él no podía dejarlas abandonadas allí. Debía encontrarlas como fuese, para poder regresar todos juntos a casa.

      —¡Está bien! Iré solo —dijo al fin, arrastrando con cansancio las palabras. E hizo ademán de continuar andando.

      El guerrero Ad-whar se encogió de hombros con indiferencia.

      —¡Adelante! —le animó, con la misma ironía dura—. Puedes continuar solo si te empeñas... Y lo más probable es que entonces también tenga que sacarte a ti de las garras de los darkos. En el caso de que no te hayan matado antes, claro.

      Javi se detuvo temeroso.

      —¿Por qué dices eso? —preguntó con recelo. Quería creer que Miles simplemente pretendía asustarle, pero en su interior algo le decía que tras las palabras del errante había una razón y eso le puso más nervioso. Era inútil disimular. Seguro que ese tipo adusto se daba cuenta de cómo le temblaban las piernas.

      Si lo veía, Miles


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