La Reina Roja. Victoria Aveyard

La Reina Roja - Victoria Aveyard


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       A mamá, papá y Morgan, que querían saber qué pasó

       después, a pesar de que ni siquiera yo lo sabía.

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      UNO

      Odio el Primer Viernes. La aldea se llena de gente, y ahora, en pleno calor del verano, eso es lo último que uno necesita. Desde el lugar donde estoy sentada en la sombra, la cosa no es tan grave aunque el mal olor de los cuerpos, sudorosos por el trabajo de la mañana, basta para horrorizar a cualquiera. El aire vibra de calor y humedad, y hasta los charcos de la tormenta de ayer están calientes, con remolinos veteados de aceite y grasa.

      El mercado se vacía; todo el mundo cierra su puesto por hoy. Los comerciantes están abrumados y distraídos, y a mí me resulta fácil robar todas las mercancías que quiera. Para cuando termino, mis bolsillos están repletos de baratijas y tengo una manzana para el camino. Nada mal para unos minutos de trabajo. Mientras la multitud prosigue, yo me dejo llevar por la corriente humana. Mis manos vuelan como flechas, siempre en movimientos rápidos y fugaces. Unos billetes de la bolsa de un hombre, una pulsera de la mano de una mujer: nada muy llamativo. Los lugareños están demasiado ocupados arrastrando los pies para notar que hay una carterista entre ellos.

      Las construcciones altas y espigadas a las que la aldea debe su nombre (Los Pilotes, qué original) se elevan a nuestro alrededor, tres metros por encima del terreno lodoso. En la primavera los bajíos se cubren de agua pero estamos en agosto, cuando la insolación y la deshidratación arrasan con el pueblo. Casi todos esperan anhelantes el Primer Viernes, día en el que las clases y el trabajo terminan temprano. Pero yo no. Preferiría estar en la escuela, sin aprender nada, en un salón lleno de jóvenes.

      Esto no quiere decir que vaya a estar mucho tiempo ahí. Estoy a punto de cumplir dieciocho años y cuando eso ocurra tendré que alistarme. No soy aprendiz ni tengo trabajo, así que me mandarán a la guerra, como a los demás holgazanes. No es de sorprender que no haya empleo; todo hombre, mujer y niño quiere evitar el ejército.

      Mis hermanos partieron a la guerra cuando cumplieron dieciocho, y los tres fueron enviados a combatir a los Lacustres. Sólo Shade sabe escribir medianamente bien y me manda cartas cuando puede. De los otros dos, Bree y Tramy, no he sabido nada desde hace más de un año. Pero no recibir noticias es una buena señal. Las familias pueden pasarse años sin saber nada y un día hallar a sus hijos e hijas esperando en la puerta, con un permiso para quedarse, o felizmente dados de baja. Aunque lo común es recibir una carta en papel grueso con el sello real debajo de un agradecimiento escueto por haber entregado la vida de tu hijo. A veces hasta se reciben botones de su uniforme roto y desgarrado.

      Yo tenía trece años cuando Bree se fue. Me besó en la mejilla y me regaló unos aretes para que los compartiera con mi hermana menor, Gisa. Eran unas cuentas de vidrio del tenue color rosa del atardecer. Nosotras mismas nos agujereamos las orejas esa noche. Tramy y Shade siguieron la tradición al marcharse. Ahora Gisa y yo tenemos engastadas en una oreja tres piedras que nos recuerdan que nuestros hermanos combaten en algún lugar. Yo no creí que tuvieran que irse hasta que apareció el legionario con su brillante armadura y se los llevó, uno tras otro. Este otoño vendrá por mí. Ya empecé a ahorrar (y a robar) para poder comprar unos aretes para Gisa cuando me vaya.

      “No pienses en eso”. Esto es lo que mamá dice siempre, sobre el ejército, sobre mis hermanos, sobre cualquier cosa: Qué buen consejo, mamá.

      Calle abajo, en el cruce de las veredas del Molino y el Caminante, la muchedumbre aumenta y más vecinos se suman a la marcha. Un grupo de chiquillos, ladrones en ciernes, revolotean entre el gentío con dedos pegajosos y escrutadores. Son demasiado jóvenes para ser buenos en esto, y los agentes de seguridad intervienen en el acto.

      Una leve presión en la cintura me hace voltear, por instinto. Atrapo la mano lo bastante torpe para querer robarme, y la aprieto para que el diablillo no pueda huir. Pero en vez de un chico escuálido, veo frente a mí un rostro con una sonrisita de suficiencia.

      Kilorn Warren: aprendiz de pescador, huérfano de guerra y tal vez mi único amigo de verdad. De niños nos molíamos a palos, pero ahora que somos mayores (y que él es treinta centímetros más alto que yo) trato de evitar peleas. Supongo que él puede serme útil. Para alcanzar repisas elevadas, por ejemplo.

      —Eres cada vez más rápida —me dice riendo, mientras se libra de mi mano.

      —O tú más lento.

      Entorna los ojos y me arrebata la manzana.

      —¿Esperamos a Gisa? —pregunta y muerde el fruto.

      —No, ella tiene permiso para trabajar hoy.

      —En marcha entonces, o nos perderemos el espectáculo.

      —¡Y eso sí que sería una tragedia!

      —¡Ya, ya, Mare…! —dice, y sacude frente a mí su dedo—. Se supone que esto es para divertirnos.

      —Se supone que es para intimidarnos, bobo.

      Pero él parte a grandes zancadas, lo que casi me obliga a trotar para seguirle el paso. Camina en zigzag, tambaleante. “Piernas de marinero”, las llama, aunque nunca ha estado en el mar. Pero largas horas en el bote de su maestro, incluso en el río, deben haberle servido para algo.

      Igual que mi papá, el de Kilorn fue enviado a la guerra, pero mientras que el mío volvió sin una pierna y un pulmón, el señor Warren regresó en una caja de zapatos. La madre de Kilorn desapareció entonces, dejando que su hijo se las arreglara como pudiera. Él estuvo a punto de morir de hambre, pero seguía buscándome para pelear conmigo. Yo le daba de comer, para no verme obligada a maltratar a un costal de huesos, y ahora, diez años más tarde, aquí sigue. Por lo menos es aprendiz y no tendrá que hacer frente a la guerra.

      Llegamos al pie de la colina, donde la multitud es más numerosa, y empuja y da codazos por doquier. Asistir al Primer Viernes es obligatorio, salvo que, como mi hermana, seas un “trabajador esencial”. Como si bordar seda fuera esencial. Pero los Plateados adoran su seda, ¿no? Hasta los agentes de seguridad, al menos unos cuantos, pueden ser sobornados con los paños que mi hermana confecciona, aunque yo no sé nada de ese negocio.

      Las sombras en torno nuestro aumentan mientras ascendemos por los peldaños de piedra hacia la cumbre de la colina. Kilorn los sube de dos en dos, casi me deja atrás, pero se detiene a esperarme. Me mira con su sonrisa de suficiencia, y hace juguetear sus ojos color verde botella.

      —A veces olvido que tienes piernas de niño.

      —Eso es mejor que tener su cerebro —afirmo, y le doy una ligera bofetada al pasar.

      Su risa me sigue escalones arriba.

      —Estás más gruñona que de costumbre.

      —Es que no soporto esta cosa.

      —Lo sé —murmura, solemne esta vez.

      Cuando llegamos a la plaza, el sol arde en lo alto. Construido hace diez años, este ruedo es posiblemente la estructura más grande de Los Pilotes. No es nada comparado con los descomunales recintos de las ciudades, pero los elevados arcos de acero, los miles de metros de concreto, bastan para dejar sin respiración a una aldeana.

      Hay agentes de seguridad por todas partes; sus uniformes color negro y plata sobresalen entre el gentío. Hoy es el Primer Viernes y ellos ansían ver qué sucederá. Portan armas o pistolas pequeñas, aunque no las necesitan. Como siempre, son Plateados, y los Plateados no tienen nada que temer de nosotros, los Rojos. Todos lo sabemos. No somos iguales, aunque lo parezca. Lo único que nos distingue de ellos, al menos en principio, es que son muy altos. En cambio, nuestras espaldas están vencidas por el trabajo, la esperanza inútil y la desilusión inevitable por nuestra suerte en la vida.


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