Patagonia a sangre fría. Gerardo Bartolomé

Patagonia a sangre fría - Gerardo Bartolomé


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      Gerardo Bartolomé

      PATAGONIA A SANGRE FRÍA

      Cuentos criminales en el lejano Sur

      www.EdicionesHistoricas.com.ar

      [email protected]

      Bartolomé, Gerardo Miguel

      Patagonia a sangre fría: cuentos criminales del lejano Sur / Gerardo Miguel Bartolomé. - 1ª ed. adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Gerardo Miguel Bartolomé, 2019. 160 p.; 20 x 14 cm.

      ISBN 978-987-783-989-0

      1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos de Suspenso. I. Título.

      CDD A863

      Primera edición © 2011 ZAGIER & URRUTY

      Primera edición adaptada © 2019 Gerardo Bartolomé

      ISBN 978-987-783-989-0

      Todos los derechos reservados por Gerardo Bartolomé para esta edición en español. Este libro no puede reproducirse, total o parcialmente, por ningún método gráfico, electrónico o mecánico, incluyendo los sistemas de fotocopia, registro magnetofónico o de alimentación de datos sin expreso consentimiento por escrito del titular de los derechos, excepto por un periodista, quien puede tomar cortos pasajes para ser usados en un comentario sobre esta obra para ser publicado en una revista o periódico.

      Al emprender cualquier actividad mencionada en este libro el lector debe asesorarse en entidades reconocidas acerca de los riesgos y obligaciones inherentes a su práctica. Los editores no asumen responsabilidad alguna por posibles perjuicios ocurridos por accidente, negligencia o cualquier otra razón. Aunque el autor y los editores han investigado exhaustivamente las fuentes para asegurar exactitud en los textos e ilustraciones contenidos en este libro, no asumen responsabilidad alguna por errores, omisiones o cualquier inconsistencia incluida. Cualquier agravio a personas, empresas o instituciones es completamente involuntario y no compromete a los editores, quienes se limitan a la publicación de esta obra sin responsabilizarse ni solidarizarse con las aseveraciones vertidas en el texto por el autor y sus entrevistados.

      Conversión a formato digital: Ricardo A. Dorr.

      Índice

       Dedicatoria

       Marea alta

       El último milodón

       El faro

       Río de hielo

       El testimonio

      Dedicatoria

      Como siempre, dedico este libro a Paula y Francisco, a mis padres Lely y Felipe y a mis hermanos María Alejandra y Jimmy, que siempre me alentaron y soportaron.

      Pero también quiero dedicarle este libro a mi suegro, amigo y maestro: el escritor recientemente desaparecido Aníbal Ford, cuyos trabajos me alentaron a escribir cuentos, esa enorme tradición literaria argentina. Gracias Aníbal.

      Marea alta

      —¿Alguna novedad? —le preguntó Francisco a su sobrino Carlos.

      —Nada tío. ¿Qué dijo el contador?

      —Que alguien me está robando —respondió Francisco de muy mal humor.

      El “me” le molestó a Carlos ya que demostraba que su tío consideraba que el Almacén de Ramos Generales le pertenecía cuando en realidad lo habían sacado adelante entre los dos, más de veinte años atrás. Claro que como, en aquel entonces, Carlos era menor de edad siempre figuró todo a nombre del tío. Ya lo habían discutido un par de veces, pero Francisco nunca le había dado ninguna importancia. —¿Para qué vamos a discutir esto si a la larga todo va a ser tuyo? —decía. Es que Francisco había enviudado mucho tiempo atrás sin hijos. Cuando su hermano, también viudo, murió en un accidente el “nene” quedó huérfano y se lo llevó a vivir con él como si fuera su hijo. Pero hacía poco la situación cambió totalmente. Aunque Francisco ya orillaba los setenta años Carlos sabía que su tío tenía “algo” con Moria, la atractiva misionera empleada del almacén. Si bien no había nada formal en esa relación Carlos temía que Moria se embarazara y que, por lo tanto, nada del almacén pasara a sus manos.

      —¿Quién puede ser el ladrón? —preguntó Francisco de una manera que a Carlos le sonó a acusación.

      —¿Moria? —arriesgó Carlos.

      —¡Claro que no!

      —Eso sólo nos deja al Chino o al Chileno —aclaró Carlos.

      —Al Chileno no le da la cabeza y a mí el Chino nunca me gustó.

      —Lo que voy a hacer, tío, es seguirlo de cerca y probarlo. Seguro que lo voy a pescar.

      —Hacé eso y contame. Si es el Chino yo lo arreglo —contestó Francisco, y se fue a su oficinita del fondo.

      * * *

      —Confirmado tío, es el Chino —dijo Carlos con absoluta certeza, tres días más tarde.

      —Me imaginaba, siempre le desconfié —contestó su tío—. Además hace tiempo que lo veo que la mira a la Moria.

      El Chino era un correntino que había venido a pedir trabajo hacia cinco años, poco después de que Yrigoyen asumiera la presidencia. A Francisco nunca le había gustado. —Ahora cualquier granuja se cree que tiene todos los derechos del mundo, —había dicho. Pero en Puerto Santa Cruz, como en toda la Patagonia, hacía falta gente. El almacén crecía y a Francisco no le quedó otra alternativa que tomarlo al Chino. La verdad es que, salvo por su afición a la ginebra, no tenían nada que recriminarle… hasta ahora. —¿Y qué hacemos? ¿Lo echamos, no? —preguntó Carlos.

      —¡Ni borracho! A ver si después ese juez radical me hace pagarle un montón de plata. Dejámelo a mí.

      Por la tarde Francisco le pidió al Chino que el domingo lo acompañara al campo de los Holmberg. Tenían dos caballos para vender y a Francisco le interesaban. Al Chino no sólo le gustaban mucho los caballos sino que también era todo un experto en ellos, así que, aunque fuera día de descanso, no se negó a acompañarlo.

      Ese día, como todos los domingos, el almacén estaba cerrado, no había nadie. Francisco y el correntino ensillaron sus caballos en silencio y salieron al paso. —Por ahí no —le dijo Francisco al Chino que ya rumbeaba hacia la calle principal—, vamos por la costa.

      —Es más largo —se quejó el correntino.

      —Sí pero tenemos tiempo, tampoco es cuestión de llegar demasiado temprano —respondió Francisco con tono de pocos amigos.

      El campo de los Holmberg estaba camino hacia el mar. Desde Puerto Santa Cruz se podía ir por el camino de “arriba”, más corto, o por el camino viejo que iba bordeando la costa del estuario del río Santa Cruz. Era poco más de una hora hasta lo de los Holmberg.

      La marea estaba bajísima, la playa se veía muy ancha y desolada hasta el horizonte. Los dos avanzaban al trote por donde la mezcla de arena y pedregullo era más dura. No se hablaban.

      Al cabo de media hora Francisco se detuvo y sacó una botellita de ginebra. —¡Qué ganas de tomar un trago! ¿Querés? —Al Chino le sorprendió que Francisco fuera tan amable y aceptó gustoso. Tomó un trago y siguieron al trote. Al rato Francisco


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