Trono destrozado. Victoria Aveyard

Trono destrozado - Victoria Aveyard


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       ¡No puedo creer que me hayáis acompañado tanto tiempo! Gracias.

      CANCIÓN REAL

      Como de costumbre, Julian le regaló un libro.

      Igual que hacía un año, y que hacía dos, y que cada celebración o fiesta que él podía encontrar entre los cumpleaños de su hermana. Ella conservaba esos supuestos regalos sobre las repisas. Algunos habían sido hechos de corazón, y otros simplemente para dejar espacio en la biblioteca que él llamaba su habitación, donde las columnas de libros eran tan altas e inestables que incluso a los gatos se les dificultaba sortear esos montones laberínticos. Los temas variaban, desde relatos de aventuras de invasores de la Pradera hasta recargadas colecciones de poemas sobre la insípida corte real que ambos se esmeraban en evitar. “Éste será más útil como combustible”, decía Coriane cada vez que él le legaba otro volumen aburrido. Cuando cumplió doce años, Julian le obsequió un texto antiguo escrito en un idioma que ella desconocía y que sospechaba él fingía comprender.

      Pese a su aversión por la mayoría de las historias de su hermano, ella mantenía su creciente colección estrictamente alfabetizada en ordenadas repisas, con los lomos al frente para que exhibieran los títulos de los libros, encuadernados en piel. La mayor parte quedaría sin tocar, abrir ni leer, lo cual era una tragedia para la que ni siquiera Julian podía hallar palabras con que lamentarse. Nada hay tan terrible como una historia que no se cuenta. Pero Coriane conservaba esos tomos de todas formas, bien limpios y lustrados, de manera que sus letras grabadas en oro brillaban bajo la brumosa luz del verano o los grises rayos del invierno. “De Julian” eran los garabatos que se leían en cada uno, y ella estimaba esas palabras sobre casi cualquier otra cosa. Sólo los regalos que él le había hecho de corazón le eran más queridos: las guías y manuales forrados de plástico, que yacían escondidos entre las páginas de una genealogía o enciclopedia. Unos cuantos tenían el honor de reposar junto a su cabecera, metidos bajo el colchón, para poder sacarlos de noche y devorar los esquemas técnicos y los estudios sobre máquinas. Cómo armar, desarmar y dar mantenimiento a motores de transporte, aviones, equipo de telegrafía y hasta lámparas y estufas.

      Su padre reprobaba esto, como era costumbre. Una hija Plateada de una Gran Casa noble no debía tener los dedos manchados de aceite para motor, las uñas rotas por herramientas prestadas ni los ojos rojos por tantas noches dedicadas a forcejear infatigablemente acompañada con libros inapropiados. Pero Harrus Jacos olvidaba su recelo cada vez que la pantalla de vídeo en la sala de la finca sufría un cortocircuito y hacía sisear chispas y mostraba imágenes borrosas. Repárala, Cori, repárala. Ella hacía lo que su padre le ordenaba, con la esperanza de convencerlo de una vez por todas, sólo para que sus modestas reparaciones fueran desdeñadas días después, y olvidado todo su buen trabajo.

      Le alegraba que él se hubiese marchado a la capital a ayudar a su tío, el Señor de la Casa de Jacos, porque así ella podría pasar su cumpleaños junto a las personas que más quería: su hermano, Julian, y Sara Skonos, quien había llegado específicamente para la ocasión. Cada día está más guapa, pensó Coriane cuando vio arribar a su más querida amiga. Habían pasado varios meses desde su último encuentro, la fecha en que Sara cumplió quince años y se mudó a la corte de forma definitiva. Y aunque era cierto que no había transcurrido tanto tiempo, la joven ya parecía diferente, más avispada. Sus pómulos sobresalían notoriamente bajo su piel, de algún modo más pálida que antes, como si se hubiera ajado. Y sus ojos grises, en otro tiempo estrellas relucientes, parecían oscuros, llenos de sombras. Pese a todo, aún sonreía con facilidad, como lo hacía siempre que estaba con los chicos Jacos. En realidad, con Julian, sabía Coriane. Y su hermano era también el mismo de siempre, con su amplia sonrisa y en posesión de una distancia que ningún muchacho, por insensible que fuera, habría pensado en mantener. Tenía una conciencia quirúrgica de sus movimientos, y Coriane la tenía de él. A sus diecisiete años, no era demasiado joven para hacer una proposición matrimonial, y ella sospechaba que la concretaría en los meses venideros.

      Julian no se había tomado la molestia de envolver su regalo; era hermoso de por sí. Estaba encuadernado en piel y tenía rayas del dorado grisáceo de la Casa de Jacos, así como la Corona Ardiente de Norta grabada en la cubierta. No había título en la carátula ni en el lomo, y Coriane supo que sus páginas


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