Estructura De La Plegaria. Diego Maenza
ESTRUCTURA DE LA PLEGARIA
DIEGO MAENZA
© Libros Duendes, 2020
© Diego Maenza, 2018
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www.diegomaenza.com
ESTRUCTURA DE LA PLEGARIA
PRIMERA PARTE
EN NOMBRE DEL PADRE
DOMINGO
Luz y oscuridad
Pater noster, qui es in caelis…
La oscuridad es la ceguera de los pensamientos, es el tronar del silencio. La oscuridad es una peste que deviene en mareo, una caricia de la nada, un frío que cala los huesos, una amargura que se deglute con llanto. La oscuridad es una condenación hacia los temores del pasado, una incertidumbre hacia las calamidades del porvenir, una nebulosa que compacta los sentidos. La oscuridad. Y de repente, hijos míos, pueden contemplar el mundo. Emerjo a la vigilia como si fuera excretado desde el abismo de la matriz. Me siento renacido aunque consciente del engaño de mis sentidos. Percibo mi olor mañanero de fetidez hepática adherido a mis bozos, impregnado en el paño de la almohada o simplemente integrado al ambiente del cuarto. Mientras tanto, el mundo permanece allí. Me incorporo y el destello que ingresa por la ventana me ciega y obliga a que tape mi cara. He despertado de un sueño intranquilo que mi alma ha soportado no sin sobresaltos. Observo casi asombrado, como si fuera la vez primera, la aridez de las paredes del cuarto, la tristura que destilan sus vetustas cuarteaduras, las fotos grises sostenidas en contraste en los marcos de fabricación colorida, la pintura de un mundo encerrado en una burbuja de cristal que puede ser de protección para que algún peligro externo no lastime por nueva ocasión la superficie, o puede que permanezca como contención para que no germinen los males incrustados en esa tierra devastada, para que ninguna Pandora curiosa vuelva a destapar sus hedores. Al fondo, tras el mundo, observo una vez más la imagen de Dios. Cerrando mis ojos, rezo. Padre amado, líbrame de todo pecado, que tuyo es el reino de la tierra y del cielo y tus designios son puros e incuestionables, limpia mi alma para que sea apartada de la tentación y bendice mi día.
Me incorporo e intuyo la amargura del vino instaurado en mis entrañas, en algún lugar de mis tejidos. Me deslizo hasta el baño donde el espejo muestra las legañas que mancillan mis ojos y que aparto con las yemas de mis dedos haciendo que el proceso me motive un estremecimiento. Me sacudo el rostro con jabón y agua. El dentífrico enjuaga mi boca que expide la pestilencia mañanera a la que estoy habituado. Excreto con placer y noto en la parte frontal de mi ropa interior las salpicaduras acumuladas que delatan la viscosidad de la sustancia matutina y casi cotidiana de raro fulgor. Oh, Señor, qué hermosos y crueles son los sueños. Dentro de un sueño es el único espacio donde puedo mostrarme como soy.
*
El periódico le enseña las mismas noticias de cada vez. Pero le llama la atención un titular de la página central que muestra las últimas declaraciones del santo padre. Lee su contenido impreso en letras menudas y examina la foto a todo color que ha sido ubicada junto a la reseña. Adornado por una capa y asomándose, como es tradición, al balcón principal de la Basílica del Santo, ha anunciado la víspera de la semana mayor. El padre Misael, decimos desde ya su nombre, reza y se prepara para la misa.
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No puedo aislar aquella imagen. Está en mí y no me abandona. Cuánto sufro ante el altar en los momentos de este recuerdo. Cómo soporto aquel tormento en el instante de esputar las gastadas consignas de cada misa que la feligresía recibe como palabras nuevas. Cuánto resisto segundos antes de que la sangre y el cuerpo de Dios me purifiquen. Y todo por aquella imagen. Está reticulada en mí y me domina, es una maldición surgida del averno que doblega mi espíritu, y solo puedo recurrir a la salvaguarda del todopoderoso que ilumina mi camino.
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Sentado a la mesa, apartando uno de los platos con legumbres, considero que he preparado un almuerzo excesivo. Contemplo con atención inmerecida la limpieza de los muebles, del piso, de la repisa ya sin polvo, de la imitación de porcelana imperial que destella con un brillo fuera de lo común y muestra a los querubines desnudos con sus pálidos rostros espectrales. Tomás, disciplinado, resopla desde lo bajo, haciendo con su cola una imitación de saludo. El muchacho sorbe el jugo de naranja que se derrama a gotas por la comisura de sus labios y sonrío por su torpeza. Solo ingiero la ensalada y medio vaso del zumo de la fruta y aparto el pescado que no me apetece, como he apartado el resto del alimento. Mi ojo derecho ha vuelto a segregar lagaña que retiro con pudor y con un poco de fastidio, ya que el chico me ha dirigido una cara de asombro mientras me comenta algunos pasajes de la Biblia. Tomás me sigue hasta la cocina ostentando un paso marcial, implorando con su jadeo alguna satisfacción que mitigue el vacío de su estómago y le impida correr la saliva.
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Subo las escaleras y me dirijo a la recámara. Intento reposar. Es en vano. Retorno al sueño que pesa sobre mí como una roca sisífica que cuando despierto creo desechada. La oscuridad. Y de repente se muestra la imagen recurrente, repitiéndose una y otra vez como si tuviera la mirada dentro de un caleidoscopio cuyas refracciones me llevaran a cada instante a la única imagen sin distorsión. Le ruego a Dios que me libre de este tormento y que mi espíritu descanse de estos sobresaltos. Ciclópeas orejas hendidas por el filo de un cuchillo. Es la imagen y sé de dónde proviene. De mis recuerdos de la pintura que está en mi alcoba, no hay que dudarlo. Del permanente y nunca cansado estudio vespertino que como es frecuente efectúo al contemplar la pintura cada vez que permito que sus puertas se abran. Es una imitación bastarda, y casi derruida, del célebre tríptico del gran pintor, que costeé con los ahorros de toda una vida. Hay que reconocer que resulta un objeto fútil en comparación con el original, sobre todo en arte, pese a ser una copia fiel, de iguales proporciones. Contemplo el mundo. Consiento que se abran las puertas de la obra matizada sobre la tabla de roble y me fijo en otro mundo paralelo: el del paraíso, el jardín y el infierno. Me maravillo como cada tarde. El arte del pintor es tan impoluto que me estremece incluso a través de un mal intérprete. Frecuento el fresco en los atardeceres, explorando los engranajes de su constitución, intentando descifrar la alquimia que propició el ahora devastado paraíso, el arte de demiurgo que forjó el infierno, y pretendiendo conocer, porque solo conociendo se está en la capacidad de rechazar, el camino de la perdición que conduce a este calvario.
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Abandono el sueño con el cuerpo adolorido, con el sopor que ruboriza mi carne y me incita al pecado. Me sobreviene la sensación de no seguir siendo el mismo, de querer escapar hacia algún destierro sin que me preocupe el acarrear en mi frente el estigma que me delate ante los hombres. Huir de la mirada de Dios, que sus ojos no se posen más sobre mí y poder, de esta forma, satisfacer mis delirios. El pensamiento sacrílego me sobreviene cada día. Rezo para que el demonio se aparte de mí y siento que Dios me reanima en la fe, que aparta a Luzbel de mis carnes que se empiezan a enfriar. Y rezo, no puedo hacer otra cosa que no sea suplicar a los cielos para poder escapar de la trampa de mi cuerpo, para aplacar las perfidias que urdo en mi felonía, para huir de las inclinaciones hacia las que me tientan los sentidos. Recurro a alguna introversión que me salva, al menos por el momento. Rezo y me preparo para la misa.
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El muchacho cruza frente a mi puerta y se detiene un instante, inclinándose, acomodando algún desperfecto en sus pantuflas. Su pijama blanco le transparenta las carnes y le otorga a su figura el aspecto de un efebo voluptuoso. Pero en su rostro hay inocencia, castidad. La luz artificial hace que sus mejillas reverberen con un pálido rosa que destella en el claroscuro de la entrada. Desconoce por completo sus poderes de seducción, la peligrosa atracción que produce a su paso. Se incorpora, dirige la mirada hacia el interior de mi habitación y en su timidez eterna intenta despedirse de mí con una reverencia que se me antoja lejana y molesta. Con un gesto lo incito a acercarse. Le brindo una bendición y demarco la imaginaria señal de la cruz sobre sus ojos. Desciendo mi mano casi transformada en un puño a la altura de su boca, viendo sus labios acariciar mis dedos, contemplando su cara cerca de mí y logrando que un temblor me invada, pues por el aspecto de sus facciones se asemeja al rostro de un arcángel. Lo tomo de los