Los grandes placeres. Giuseppe Scaraffia

Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia


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      LARGO RECORRIDO, 86

      Giuseppe Scaraffia

      LOS GRANDES PLACERES

      TRADUCCIÓN DE FRANCISCO DE JULIO CARROBLES

      EDITORIAL PERIFÉRICA

      PRIMERA EDICIÓN: mayo de 2015

      TÍTULO ORIGINAL: I piaceri dei grandi

      DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

      © Sellerio Editore, 2012

      © de la traducción, Francisco de Julio Carrobles, 2015

      © de esta edición, Editorial Periférica, 2015. Cáceres

       [email protected]

       www.editorialperiferica.com

      ISBN: 978-84-18264-65-8

      El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

      Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.

      El que agradece que en la tierra haya música.

      El que descubre con placer una etimología.

      Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

      El ceramista que premedita un color y una forma.

      El fotógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

      Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

      El que acaricia a un animal dormido.

      El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

      El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

      El que prefiere que los otros tengan razón.

      Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

      JORGE LUIS BORGES, «Los justos»

      (La cifra, 1981)

      AMUEBLAR EL VACÍO

      Hay diferentes modos de amueblar el vacío. Si, para comprobarlo, tomamos la expresión al pie de la letra, nos encontramos con un modo de decorar las casas denominado irónicamente horror vacui. Cada uno de los más pequeños espacios está atiborrado de objetos; el ejemplo más notable en su género es el Vittoriale de D’Annunzio. Sin embargo, en el extremo opuesto, como sabía Hemingway, «un sitio limpio, bien iluminado» puede bastar para mantener los fantasmas a raya. Huelga añadir que, como saben los frailes, una celda desnuda es lo que más se aproxima a una habitación atestada.

      Pero el vacío que hemos de amueblar para que no nos absorba es mucho más extenso que cualquier pared, y cada cual se esfuerza cada segundo de su vida en amueblarlo. Una actividad mistificadora, según los existencialistas. Heidegger denuncia la charla como una de las formas más usadas para «amueblar el silencio», uno de los muchos sinónimos del vacío. Para Sartre «la autenticidad puede alcanzarse sólo en la desesperación» provocada por el cara a cara con el vacío. Mucho antes que ellos Pascal critica a quien trata de evadirse del vacío con los divertissement, las frívolas distracciones inventadas para ponerle freno.

      Pero los humanos saben hasta qué punto una empresa semejante está condenada al fracaso, hasta qué punto ni siquiera la religión consigue erradicar el horror al vacío, el vértigo, el desagradable anuncio de su presencia. Además, como sabía Stendhal, el «horrible» secreto oculto en el fondo abismal del vacío es sólo la muerte, en toda su vulgaridad.

      Todos, incluso los más inagotables interioristas del vacío, saben que la vida no tiene sentido y que se desvanece como una exhalación después de una mezcolanza indigerible de placeres y sufrimientos, negando a todos, desde los más grandes hasta los más insignificantes, el consuelo de poder pensar que han logrado realizarse a sí mismos.

      Bajo esta luz, parece evidente la engañosa posición de los pioneros de la autenticidad: aunque más sofisticada, sólo es una de las muchas formas de amueblar el vacío. «Sartre», explica Lévi-Strauss, «pensaba que realmente se podía dar un sentido a las cosas, mientras que, en lo que a mí respecta, creo que nunca se consigue y tan sólo hay que elegir entre vivir la vida del modo más satisfactorio posible –y en tal caso debemos comportarnos como si las cosas tuviesen un sentido, aun sabiendo que en realidad no tienen ninguno, y en consecuencia no perder nunca la cabeza, dejarse llevar, ir a la aventura– o, por el contrario, retirarse del mundo, suicidarse o llevar una existencia de asceta entre los bosques y las montañas. Pero vivimos un poco como eternos esquizofrénicos, sabiendo que nos comportamos del modo que mayor satisfacción puede proporcionar a nuestros sentidos, pero sin que haya otra justificación más allá de ésta.»

      Sabemos bien, como decía Renard, que «la única felicidad consiste en buscarla». Y no obstante continuamos haciéndonos ilusiones. Proyectamos sobre ese vacío un fantasma diferente cada vez, le damos el nombre de un lugar, de un premio, de una persona. Cada vez nos tomamos en serio ese material de relleno y cada vez la desilusión nos deja sin aliento. «He tratado de rellenar con la plenitud de las experiencias el vacío que nunca cesaba de hacerse cada vez más profundo», confesaba Michel Leiris. El hecho de que, cada vez, logremos dar un nombre al vacío nos libra de mirar cara a cara al dolor por lo incompleto de nuestra condición y la muerte que se avecina. Pensamos: «Si lo tuviese, me tranquilizaría», pero sabemos muy bien que, si lo tuviéramos, le daríamos otro lacerante nombre a nuestro sentido del vacío.

      Imposible dudarlo: los dioses satisfacen los deseos de aquellos a quienes quieren castigar. Quien con mil esfuerzos consiga capturar una liebre se encontrará frente a un decepcionante prodigio: la liebre ya no está y en su lugar ha quedado un ávido conejo. «En cuanto algo estaba a mi alcance, ya no lo quería: toda mi alegría se consumaba en el deseo», observaba T. E. Lawrence.

      Es el argumento de Piel de asno, ni desnuda ni vestida. De hecho, la princesa se presenta desnuda y envuelta en una red de pesca. La red es el emblema del deseo, una red arrojada sobre la nada, sobre la opacidad del cuerpo. Delimitada y por lo tanto creada, como la mano femenina que al estirarse la falda por debajo de las rodillas crea algo que hay que esconder, y por lo tanto deseada. El cuadro de Dalí El deseo es una gran superficie perforada porque, como decía Dominique de Roux: «El deseo existe sólo en función de la nada». El deseo es el rumor del viento en las grietas de la nada.

      Así que para sobrevivir al vacío no hay que «tener o ser» sino tan sólo desear. «Cuando todo se ha dicho y hecho, lo que cuenta es el deseo. Todas las cosas provienen de él y a él regresan», señalaba Claude Debussy.

      El erotismo con que Occidente –o mejor la sociedad de consumo– lucha contra el inevitable enfriamiento del deseo una vez realizado es un silencioso acto de heroísmo. De hecho, más aún que por aquello que se obtiene –y obtener algo es necesario, de lo contrario se enloquece– hay que estar agradecidos por aquello que se nos hace entrever y, por tanto, desear. No desilusionarse porque sea inalcanzable, sino desear seguir deseando: es lo único que consigue distraernos de la angustia de la muerte. Del mismo modo, no hay que responsabilizar a las personas con las que vivimos de la imposibilidad de alcanzar la luna, ya que en realidad conseguimos sobrevivir sólo porque la luna se deja rozar y luego se desplaza. Sí, los dioses saben castigar a los humanos cuando realizan sus deseos porque así sitúan al individuo frente a la nada, frente a la insensatez de la vida.

      Cierto que la lucidez da, a quien dispone de ella, una menor distracción del vacío y una mayor sensación de dignidad, que también es siempre un modo de escapar al vértigo. Por otra parte, por muchos esfuerzos que se hagan, la lucidez, al menos durante algún instante de abandono, es inevitable. Pero no hay que dejarse hipnotizar por el vacío, sino contraponerle el espejo-escudo con el que Teseo logra sobrevivir a la Medusa.

      Llegados a este punto cualquier actividad es mensurable sólo desde el punto de vista de su eficacia en distraernos del vacío. No existe pues un criterio


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