Y me sangran las manos. Laura Roa

Y me sangran las manos - Laura Roa


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      Roa, Laura

       Y me sangran las manos / Laura Roa. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

       Libro digital, EPUB

       Archivo Digital: online

       ISBN 978-987-87-1117-1

       1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

       CDD A863

      Editorial Autores de Argentina

      www.autoresdeargentina.com

      Mail: [email protected]

      La eternidad es una de las

      raras virtudes de la literatura.

       Adolfo Bioy Casares

      Prólogo

      Primero la alegría del reencuentro a través de las redes sociales con aquella jovencita de figura desgarbada, sonrisa fácil y voz dulce que una vez hace varios años apareció en los ensayos de teatro para niños que realizábamos con Piriri teatro en Asunción.

      Ella se incorporó inmediatamente. Con su aire de duende travieso no le fue difícil ser aceptada por la platea infantil y por nosotros. Se trata de Laura Roa. Laurita, como la llamábamos, y yo sigo con ese hábito. Luego de intercambios de saludos y biografías familiares, un buen día me pide que le escriba un prólogo para la publicación de su primer libro de cuentos literarios.

      Sorpresa, alegría infinita por la aparición de una novel escritora.

      A leer los cuentos me encontré con descripciones tan bien detalladas que me introducían de cabeza en la trama y veía las situaciones y personajes como si estuvieran en una película.

      Laurita tiene una escritura atrapante.

      No deja distracción hasta terminar la historia, y en realidad muchas de ellas no terminan: tienen final abierto. Eso obliga a seguir pensando en la trama y en los accionantes por mucho más tiempo que solamente durante la lectura.

      Utiliza la historia desde una perspectiva recreativa, donde la imaginación moldea los hechos reales: con la grandiosidad del Barroco de la época, por ejemplo, en la conquista de América.

      El patriarcado en su álgida expresión procura la sumisión a sangre y fuego de mujeres guerreras. La ambición del oro, las necesidades perentorias. El hambre, pasión y sexo desmedidos de los conquistadores hasta llevar a la muerte a sus víctimas. De hecho, la pasión y muerte unidas es una aura que cubre transversalmente las historias desde el inicio de los tiempos hasta nuestros días.

      Las falsas necesidades despertadas y glorificadas por el consumismo desaforado y la publicidad inmisericorde traspasan las vidas de los personajes que se apresuran a concretar negocios y asesinatos como estrategia para escalar más alto y dejar de ser ellos mismos, borrar su identidad de migrantes y ganar dinero, aunque eso signifique soledad de afectos

      Ganar dinero, comprar la máquina para ser feliz. ¡Sé feliz! ¡Sé feliz! ¡Sé feliz!

      Situaciones terriblemente absurdas: la búsqueda desesperada de la tarjeta de crédito para pagar cuentas durante la explosión de una bomba que tira heridos y muertos por doquier.

      La humanidad moderna. ¿Y el amor? Humillado, asesinado, olvidado y tal vez reencontrado.

      Son los desafíos que nos tira Laura al dejar alguno de sus finales abiertos. Que los lectores nos empapemos para encontrar el subtexto de las ideas lanzadas y elaboremos nuestro propio final.

      Saludo calurosamente la aparición de este primer libro, con la seguridad de que otros irán naciendo al calor de la imaginación y el esfuerzo de Laura Roa.

      Erenia López Giménez

      Asunción

      Enero de 2020

      Y me sangran las manos

      Fuimos dos amantes casi afortunados durante muchos años.

      Todo el mundo llegó a ser nuestro enemigo y nadie sospechó hasta que mi hijo me vio. A él nunca lo pudo reconocer.

      Solo puedo ver el polvo debajo de mis pies.

      El suelo que pisé desde que nací ahora es mi única visión del mundo.

      Lo sabía, esto se paga con la muerte.

      Mis hijos lloran desde el fondo, no guardo rencor. Y aunque no quiero, en segundos la capucha que me cubre la cabeza va a caer, y el cielo que amo va a ser lo último que mire porque a mis hijos no los voy a mirar.

      No quiero verlos como jueces, prefiero verlos tal y como los traje al mundo: míos, desnudos, libres.

      Mi esposo solo lloró durante el juicio. No preguntó, no pidió clemencia para mí.

      El tribunal sentenció: lapidación.

      Fue un alivio. En el fondo, aquel pecado que cometí era el peor de los pecados: fui egoísta y mezquina, pero sobre todo fui débil.

      No recé, no lloré.

      Nada vino a mi mente hasta que vi a mi amante tomar la primera piedra. Claro, no podía levantar sospecha.

      Lo miré, y toda nuestra historia apareció como una llamarada de fuego que me quemaba el rostro.

      Por fin me di cuenta de que el dolor que iba a sufrir inmediatamente era todo lo que esperaba.

      La primera piedra me dio directo en la frente y caí, toqué las botas de los soldados sintiendo el calor del cuero. Y otra y otra piedra, hasta que no sentí otra cosa que el perdón de Dios sobre mí.

      Hombre sin ángeles

      Noche tras noche, en la cocina del peor restaurante del pueblo, escuchaba a las camareras decir:

      “Es extranjero, huele bien, es tan guapo y tiene ese acento, ¿de dónde vendrá? Es tan buen mozo. ¡Me encantaría tener una noche con ese hombre!”.

      Era cierto, todos los extranjeros que entraban al restaurante eran interesantes, educados, algo bohemios y siempre parecían tener dinero. Los paisanos los invitaban con tragos, conversaban con ellos largas horas, reían, todo era perfecto.

      Casi siempre terminaban los fines de semana con alguna pueblerina en su cama. Después, sin más, se iban en el mismo tren en que llegaban, llevándose consigo todo lo que este pueblo miserable puede dar.

      Toda mi vida había vivido aquí, mis padres habían sido también extranjeros, pero en la época en que ellos vinieron todos los despreciaban.

      No había nada de glamour en ser migrante, los trataban (y lo eran) de sucios e ignorantes. Les costó mucho aprender el idioma y comer la comida de aquí, nunca tuvieron amigos y no aparecían por la escuela. Eso a mí me facilitó dejarla en el tercer año.

      Mi padre cortaba madera para los Hercman, una familia rica del pueblo. Mi madre, sin tener otra alternativa, les lavaba la ropa, y yo siempre hacía algunos trabajos insignificantes para todos los que pudieran pagarlos, incluyendo algunos delitos.

      No podía ser de otra manera con el que llamaban “el hijo del ruso”.

      Y ahora que estaba solo en la cocina del restaurante, empecé a soñar. Y aunque eso no era habitual en mí, esa noche encontré algo en mí que era favorable: yo sabía hablar ruso e inglés, como mis padres.

      Solo me faltaba ropa, zapatos y un poco de ingenio para ser un extranjero


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