El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

El Señor del Gran Ulmen. Las tres gemas - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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      EL SEÑOR

      DEL GRAN ULMEN

      Las Tres Gemas

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      ÓSCAR HORNILLOS

      EL SEÑOR

      DEL GRAN ULMEN

      Las Tres Gemas

      EXLIBRIC

      ANTEQUERA 2021

      EL SEÑOR DEL GRAN ULMEN. LAS TRES GEMAS

      © Óscar Hornillos

      Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

      Iª edición

      © ExLibric, 2021.

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      ISBN: 978-84-18230-59-2

      ÓSCAR HORNILLOS

      EL SEÑOR

      DEL GRAN ULMEN

      Las Tres Gemas

      A mi padre

      Índice

       Capítulo 1 - Bajo la lluvia

       Capítulo 2 - Primero el rey Blanco, luego la familia

       Capítulo 3 - De lo que acaeció en el bosque

       Capítulo 4 - La partida hacia las tierras obscuras

       Capítulo 5 - El duro camino hasta el frente

       Capítulo 6 - Las montañas Viejas, la fortaleza Este y el estrecho del Nak

       Capítulo 7 - Las tropas obscuras

       Capítulo 8 - Más allá del Nak

       Capítulo 9 - Egon

       Capítulo 10 - Los juegos del rey Ágamon

       Capítulo 11 - La gema o la libertad

       Capítulo 12 - Una llegada inesperada

       Capítulo 13 - Desde el lado obscuro

       Capítulo 14 - La ciudad Inmaculada

       Capítulo 15 - Roca Gris

       Capítulo 16 - Lord Mork

       Capítulo 17 - Las sogas de Henry Littleovens

       Capítulo 18 - La recompensa de White

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      Capítulo 1

      Bajo la lluvia

      Los dos niños avanzaban bajo la espesa lluvia de aquella tarde de octubre. Llevaban ya casi media hora de intensa huida. La tarde era sombría, como si la noche quisiera llegar antes de tiempo. Los altos cipreses que adornaban ambas caras de un riachuelo se agitaban violentamente ante la mirada de los chiquillos. Al fondo podían ver el bosque de Brancos. Byron, el pequeño, temblaba de frío. A sus siete años, apenas había salido del abrigo del palacio y de los cuidados de sus dos hermanas y su madre. Mientras, Egon, de 12 años de edad, tiraba literalmente del menor. No muy a lo lejos podían oírse los ladridos de los perros rastreadores que los perseguían, y, tras ellos, los niños intuían a los hombres de Mork, los cuales les iban a dar muerte a buen seguro.

      La tierra parecía tan espesa como lo era la lluvia, y a cada paso que daban les resultaba más y más difícil avanzar. Cuando los ladridos de los perros se empezaron a hacer cada vez más evidentes, los jóvenes llegaron a Brancos. Egon sabía que el espesor de sus árboles les brindaría la única posibilidad de salir vivos de allí; su padre le había dicho, un día, que la corteza de ciertos nogales que habitan allí emite un hedor que a los perros les resultaba insoportable, y les dejaba fuera de sí.

      Ahora avanzaban más rápido, ya que la lluvia no les caía sobre el cuerpo de forma tan intensa, y el suelo que pisaban ya no era barro espeso, sino una mezcla de tierra húmeda, helechos y hierba fresca. Egon buscaba como poseído un nogal rojo, pues eran estos árboles los indicados para la empresa que quería desempeñar. El nerviosismo de oír a los perros de Mork cada vez más próximos no le dejaba pensar. Ahora, su amigo Byron podía caminar de forma más independiente gracias a la protección que les ofrecía el bosque; seguían una estrecha vereda que solía servir de camino improvisado a los cazadores del reino. En el momento exacto y el emplazamiento adecuado, Egon se desvió del sinuoso camino, asiendo a su pequeño amigo de su brazo izquierdo y llevándole para sí. Al tiempo, una flecha pasó cerca del pequeño Byron, gastando un poco de su suerte. Ya tenían encima a los hombres de Mork, con sus armaduras de escamas negras y sus yelmos ocres. Llevaban varios perros atados para no perderlos durante la persecución, y uno de los soldados gritó:

      —Ahí están esas pequeñas ratas.

      Mientras, el grupo de hombres a pie y a caballo avanzaba hacia ellos tras sus canes. Egon y Byron se adentraban tan rápido como podían a una zona de gran espesor. Al llegar allí sus perseguidores, el capitán que iba al mando sentenció:

      —¡Malditas sabandijas! Aquí nuestros caballos no pueden


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