Feminista y cristiana . Lucetta Scaraffia
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Una paradójica victoria
El abuso de las religiosas es un problema grave, es un problema grave; soy consciente de ello. También aquí, en Roma, son conscientes de los problemas, de las informaciones que llegan. Y no solo el abuso sexual de la religiosa: también el abuso de poder, el abuso de conciencia. Debemos luchar contra ello. Y también el servicio de las religiosas: servicio, no servidumbre. No te hiciste religiosa para convertirte en la criada de un clérigo, no. Pero, en esto, ayudémonos unos a otros. Nosotros podemos decir que no, pero si la superiora dice que sí... No, todos juntos: servidumbre no, servicio sí. Tú trabajas en los dicasterios, en este, en el otro, incluso administrando una nunciatura como administradora, fenomenal, así está bien. Pero doméstica, no. Si quieres ser empleada doméstica, haz lo que hacían y hacen las hermanas del padre Pernet de la Assomption, que son enfermeras, empleadas domésticas en los hogares de los enfermos: sí, porque es servicio. Pero la servidumbre, no. En esto, ayudémonos unos a otros.
Con estas palabras, el papa Francisco, en su encuentro del 10 de mayo de 2019 con las superioras generales de todo el mundo reunidas en asamblea, reconoció y afirmó que los males que hay que combatir para dar a las mujeres un puesto digno en la Iglesia son principalmente dos: el servicio doméstico, al que tantas religiosas se ven relegadas aún hoy, y los abusos sexuales, de las que muchas de ellas han sido o siguen siendo víctimas por parte de miembros del clero. Al escucharlo pensé que habíamos ganado, porque se habían reconocido nuestros argumentos.
Es cierto que, unas semanas antes, como directora de Donne Chiesa Mondo –el suplemento mensual, desde 2012, de L’Osservatore Romano, el periódico oficial de la Santa Sede– me vi obligada a dimitir, y conmigo dimitió todo el comité de redacción. Pero, en cualquier caso, nuestro trabajo había llevado a resultados tangibles: las que hasta ese momento habían sido realidades ocultas y negadas se habían convertido en vergüenzas visibles, ahora denunciadas por el mismo papa.
A partir de ese momento parece que no ha cambiado nada, pero, en realidad, el hecho de que el papa Bergoglio lo haya admitido públicamente ha allanado a las religiosas el camino para denunciar y para reaccionar. La primera vez que el papa habló de los abusos contra las religiosas había sido tres meses antes, durante la conferencia de prensa celebrada en su vuelo de regreso de Abu Dabi. Unos días antes había salido el número de Donne Chiesa Mondo de febrero de 2019, donde se hablaba abiertamente de estos abusos. Naturalmente, la denuncia ya se había hecho antes en periódicos americanos y franceses, pero se trataba de denuncias desde fuera, a las que el Vaticano había respondido siempre con el silencio. Y, además, ya algunas voces, como suele ocurrir a menudo, habían comenzado a criticar a los periodistas, siempre en busca del escándalo y poco dispuestos a contar las miles de cosas buenas que, sin duda, hace la Iglesia. Pero el hecho de que en esta ocasión la denuncia surgiera desde dentro cambiaba las reglas del juego, no podía seguir siendo ignorada.
Nuestro artículo sobre abusos sexuales retomaba un tema, el de las condiciones de opresión y menosprecio a las que se veían reducidas muchas religiosas, que ya habíamos mencionado un año antes, con la denuncia de las condiciones de las hermanas, reducidas a ser las criadas de los clérigos, en condiciones salariales y laborales muy alejadas de las que se recogen en los contratos. Ese artículo, y probablemente no solo en el Vaticano, donde este tipo de servidumbre está muy extendido, nos granjeó la ira de muchos clérigos, curiosamente más numerosos que aquellos que después se indignaron por la denuncia de los abusos. De hecho, estos mismos clérigos a quienes les es imposible no reconocer que los abusos sexuales son actos criminales, consideran al mismo tiempo que la servidumbre de las religiosas es algo normal, algo inherente a su estatus.
Es una paradoja, pero, al marcharnos, ganamos. Lo que parecía –también nos los parecía a nosotras– una derrota concluyó en realidad con la victoria sobre el terreno, en la Iglesia, precisamente en los temas que más nos interesaban, es decir, el respeto y la dignidad de las mujeres, y de las religiosas en particular. No es muy frecuente que un periódico transforme la realidad, y, por tanto, podemos sentirnos orgullosas de ello. Y, naturalmente, hemos de pensar en cómo continuar con nuestro empeño.
Siete años de intenso y apasionado trabajo han servido, en definitiva, para algo. Se trata, pues, de una historia, no muy breve, que merece contarse.
Siete años
Llevaba ya muchos años acariciando el proyecto de un periódico femenino. Porque pensaba que sería necesario y apasionante fundar un periódico inteligente, pero también divulgativo e interesante, para afrontar los problemas que la revolución de las mujeres –la única revolución triunfadora del siglo XX, en palabras del historiador inglés Hobsbawm– había suscitado.
Ya había revistas feministas para mujeres –que actualmente están sumidas en una fuerte crisis y que suelen estar vinculadas a los argumentos de una propuesta política específica–, sobre todo las de moda y belleza, con algunas pinceladas de cotilleo. Traté de proponerle esta nueva revista, ideada con un grupo de amigas, a un editor de publicaciones periódicas, pero me explicó que las revistas femeninas eran, en realidad, recipientes de publicidad dirigida a un público concreto, y no se podía desviar de este modelo.
Cuando en otoño de 2007 mi colega y amigo Giovanni Maria Vian fue nombrado director de L’Osservatore Romano, ya habían empezado a multiplicarse en el día a día vaticano firmas femeninas con el consenso del papa y de la Secretaría de Estado. Durante muchos años me había ocupado, sobre todo como historiadora, de las mujeres de la Iglesia, y con el paso del tiempo y el avance de la colaboración con el periódico de la Santa Sede se abrió una nueva posibilidad de revista que, ideada con varias amigas, fue sometida, a través de los canales institucionales, a la aprobación, en la primavera de 2012, de Benedicto XVI. Solo el papa en persona –y un papa como Joseph Ratzinger, que durante decenas de años había sido profesor universitario y estaba, por tanto, acostumbrado a tratar con mujeres intelectuales– podía mirar favorablemente un proyecto que parecía fuera de lugar. De hecho, si había un mundo en el que las mujeres no existían, era precisamente el Vaticano. ¿Cómo hacer un periódico de mujeres y dirigido a las mujeres precisamente allí?
Para evitar que se nos rechazara rápidamente con la excusa de la falta de fondos, desde el primer número, de mayo de 2012, decidimos dar una retribución solo a quien escribía los artículos, como era habitual en el periódico, dejando a la iniciativa gratuita y voluntaria el intenso trabajo de redacción que implicaba una revista como la que teníamos en mente y que habíamos comenzado a publicar. Y, para garantizar aún más nuestra autonomía, desde los primeros momentos buscamos, y finalmente encontramos, un patrocinador externo estable, que era el Servicio Postal italiano.
Durante los primeros años estuvimos protegidas precisamente por nuestra «invisibilidad»: estaba tan arraigada la idea de que no contábamos nada que nadie se tomó la molestia de criticarnos. De hecho, si me encontraba con un cardenal o un alto prelado y se me ocurría preguntarle si había visto el suplemento mensual, por lo general respondía distraídamente: «Sí, claro, lo ha leído mi asistente1». O, más diplomático, me dedicaba un cumplido paternalista y muy genérico.
No es casualidad que la única protesta que nos llegó durante el primer año fuera la de una religiosa ya mayor, una de las poquísimas que por entonces ocupaba un puesto de cierta relevancia en la curia romana. Encontraba humillante las divertidas viñetas que colocábamos en primera página, en las que una joven monja imaginaria con un nombre inconfundible, Sor Última, comentaba hechos y situaciones que le tocaba vivir. Y no fue casualidad, visto en retrospectiva, que precisamente la viñeta del primer número presentara a la monjita lidiando con una montaña de trabajo doméstico. Pero la religiosa, que llegó incluso a dirigirse «a las alturas», dijo e hizo tantas cosas que nos vimos obligadas a renunciar por prudencia a la viñeta. Esa misma religiosa nos aconsejó, en una afectuosa carta, que la sustituyéramos por la foto sonriente de una mujer joven. Es decir, quería hacernos regresar al espíritu falsamente sereno y alejado de los problemas que caracteriza aún hoy casi todos los boletines de las Órdenes religiosas. Con la excusa de reavivar la esperanza, este estilo, que quiere ser considerado como un pensamiento positivo y que está fuertemente arraigado en la prensa del mundo católico, sofoca