Apenas lo que somos. Eduardo Bieger Vera

Apenas lo que somos - Eduardo Bieger Vera


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perfecto que constituían su barrio, su casa y el inconfundible olor de la misma, junto con la compañía de su gata Lorea, cuya presencia durante el día y su respiración rítmica y pausada, encaramada a su cadera, durante la noche ponían coto a la soledad.

      Una vez más, como cada domingo a la hora de comer, venía a verla su hijo Ernesto. De él ya no recordaba su última sonrisa espontánea y le perturbaba su extraña forma de mirar a través de ella, como si no estuviera allí. Lorea respondía con un bufido al siempre brusco intento de acariciarla por parte de este, antes de salir corriendo y esconderse debajo del sofá, refugio que abandonaba cuando escuchaba cómo se cerraba la puerta de la calle, finiquitándose de esta manera la visita. Como cada domingo desde hacía unos meses, la habitualmente breve y en ocasiones inexistente sobremesa se alargaba más de la cuenta. Durante ella, Isabel escuchaba en silencio con gesto paciente y asentía con la cabeza en respuesta a cada afirmación acerca de la venta de su casa –«ahora es el momento, antes de que empiecen a bajar los precios, y te quedarías con un buen remanente en el banco»– y su futura y placentera estancia en la residencia. Tan solo desviaba la mirada levemente para observar el retrato de Antonio, colocado estratégicamente en una balda de la librería a la espalda de Ernesto; conectaba con su rostro regordete, apelotonado en torno a sus gafas, y con aquella sonrisa que no casaba con un uniforme militar que pretendía, sin lograrlo, condicionar de alguna manera su expresión amable. Resultaba imposible encontrar en él un atisbo de ferocidad o de disposición bélica. En aquella foto mostraba un gesto similar al que le regaló el día en el que se despidieron, si bien entonces fue acompañado de un adiós imposible de eliminar de sus ojos que seguramente no era más que un fiel reflejo del que albergaba en los suyos. La imagen de Antonio le recordaba a las que componían los antiguos fotógrafos ambulantes que se colocaban en la plaza durante las fiestas portando unos aparatosos paneles de madera en los que habían dibujado a grandes trazos personajes en poses divertidas con vestimentas extravagantes, y en los que se podía meter la cara por un agujero hecho a la altura de su cabeza, ofreciendo una estampa la mar de cómica. A pesar de no estar allí, cuando fijaba su mirada en él sentía una complicidad que le ayudaba a soportar la charla y a no discutir. Sabía que su hijo era mucho más hábil que ella en el uso de la dialéctica y bajo ningún concepto debía dejar que asomase la niña frágil que escondía dentro de su cuerpo de anciana y a la que solamente permitía salir a jugar a la calle cuando no había peligro. A los comentarios sobre los jardines –disfrutaba sentándose en un banco del parque para ver pasar a la gente y acariciar a los perros que se acercaban a olisquearla–, el gimnasio –nunca había ido a ninguno, agradecida con poder caminar más o menos erguida, aunque en ocasiones los dolores le mordieran los riñones como si de un gozque furioso se tratara–, el restaurante –le encantaba comprar en el mercado, bromear con los tenderos y conversar con Charo, la joven dueña del herbolario que le regalaba velas con aroma a mimosa y flor de azahar, y después cocinar, tareas que la mantenían viva–, las actividades programadas, incluyendo baile de salón –¡menuda payasada, ella que era más torpe que un elefante con chanclas!–, la capilla privada –Isabel creía en un Dios al que no adoraba y cuyos silencios temía–, y el lujo de las instalaciones, siempre les seguía el mismo colofón adornado con un desagradable atiplamiento de la voz: «…Y lo mejor de todo, mamá, es que no tienes que hacer absolutamente nada: te levantan, te asean, te visten, te peinan, te hacen el cuarto, te lavan y planchan la ropa… lo que se dice, nada».

      Y eso era exactamente lo que a Isabel le provocaba una angustia que la invadía hasta el punto de no dejarle espacio para sí misma: la idea de no tener algo de lo que ocuparse, el no tener ningún proyecto propio, por inmediato e insignificante que pareciera. Ella sabía que su equilibrio y esa paz que por fin parecía haberse instalado en su interior, el árbol al que se sujetaba en medio de la ventisca, era el convencimiento de haber hecho siempre, con mayor a menor acierto, lo que ni siquiera su corazón ni su cabeza o ambos le dictaban, sino más bien lo que su estómago le decía. En definitiva, Isabel deseaba escribir el final de la carta, el que fuera, pero, en la medida de lo posible, de su propio puño y letra.

      Ojos

      Su historia se condensó en una lágrima: la que acababa de precipitarse sobre los restos de whisky de uno de los vasos que se acumulaban sobre la mesa de aquel bar. Tan solo era una gota, pero había sido parida por su pupila humedecida por el vaho de los recuerdos, a modo de punto y final líquido de su historia junto a Carmen. Alzó el dedo índice y el camarero asintió en respuesta a su petición de una más de lo mismo, de un poco más de lo de siempre. Las ventanas de la cafetería estaban empañadas también. Pasó la mano por el cristal, percibió la frialdad de la superficie y miró a través de él inspeccionando la calle, como si estuviera a punto de aparecer una respuesta en algo o en alguien. Tuvo la sensación de que en ese preciso instante su vida acababa de detenerse, mientras que la de los demás seguía pasando. El sentimiento de oquedad, de no pertenencia, era un compañero inseparable desde que tenía uso de razón y permanecía junto a él, todavía con más presencia, cada vez que huía presa del pánico que le provocaba el abrazo perenne que le ofrecía Carmen. No obstante, la soledad nunca se había manifestado en su interior de manera tan categórica. Sí, se sentía vacío, vacío y sucio, como los vasos que comenzaban a amontonarse frente a él. Antes solía viajar en ese autobús que rugía al acelerar a la salida del semáforo, habitaba en el transeúnte que se apresuraba para evitar mojarse y en la parsimonia del que era adelantado por él, flotaba en los saludos y en las indiferencias, se proyectaba en los espacios y en las aglomeraciones; en definitiva, estaba en todo aquello que acostumbraba a reconocer como propio a pesar de su ajenidad. Pero la realidad es que hacía ya bastante tiempo que se encontraba fuera de todo. Por un momento pensó que quizá ese local fuera un gran ojo que amenazaba a su vez con llorar y dentro del cual se encontraba encerrado y sin salida.

      Mientras tanto, al otro lado de la mesa quedaba una taza, lacrada en su borde con el mismo carmín que acababa de sellar su vida con un beso de adiós. Aún podía notarlo en sus labios, esos labios a través de los cuales había escupido todo tipo de improperios, de los cuales se arrepentía profundamente. Recordó de modo fugaz la sensación que tuvo cuando habló con Carmen por primera vez; entonces supo que no había conocido a una persona, sino a todo el mundo.

      El camarero procedió a recoger los vasos haciéndolos chocar unos con otros, así como la taza en la que Carmen había dejado la mitad del café, y los colocó en una bandeja plateada. Pasó una bayeta sobre la mesa y le sirvió otro whisky junto con un cuenco de cacahuetes mezclados con gominolas, combinación de texturas y sabores que detestaba. Había perdido la cuenta de los que llevaba, pero daba igual; bebía porque quería y podía dejarlo cuando quisiera, no necesitaba ayuda, aunque en estos momentos tampoco pudiera parar. «Te has creído que estás ante un dilema moral, que representas tu versión de la escena primera del acto tercero de Hamlet: beber o no beber, esa es la cuestión, como quien elige entre el bien y el mal, entre hacerle caso al angelito o al demonio que tratan de persuadirte en una u otra dirección desde cada uno de tus hombros, pero no es así. Careces de capacidad para decidir porque estás enfermo, ¿es que no te das cuenta?». Esa era la conclusión que Carmen se había cansado de exponer y que él ya no escucharía más de su boca.


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