Autobiografía de mi padre. Damián Noguera B.

Autobiografía de mi padre - Damián Noguera B.


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que parecen de cartón, veo cuerpos vestidos de una manera distinta que los estrictos ternos abotonados de mis tíos, una desenvoltura que contrasta con la parquedad de mis abuelos. Son otras reglas. Otros los movimientos. Como un juego en el que por primera vez no estoy jugando solo. Ya había visto espectáculos antes: las procesiones, la parada militar, las marchas de la Cruz Roja, pero nunca algo así.

      Soy un niño de seis años y pienso que toda la realidad que me rodea se construye para mí. Como si el tiempo y el espacio existieran solo en la medida en que me afectan y todo lo que excede mi percepción directa fuera simplemente una adultez soterrada que de forma secreta hace que las cosas sigan girando. Que sigan girando para mí. Pero el teatro parece sobrepasar los límites de esos adultos que pienso que me protegen. Le tengo miedo a la oscuridad porque las cosas existen en la medida en que puedo verlas, en la medida en que se estructuran como una forma que las separa del vacío. Pero las obras de teatro empiezan con un primer apagón de luz, no solo para orientar mi mirada, sino para que pueda ver que hay un mundo que se está construyendo al frente de mí, y eso lo hace un mundo aún más mío que mi propio mundo, y entonces siento que tengo un nuevo secreto que no puedo nombrar, un espacio y un tiempo que no construye mi mamá y que me da un poco de vergüenza decir en voz alta, porque esa dimensión de mi subjetividad es siempre una dimensión que tiene que mantenerse soterrada y a la cual este teatro, sin embargo, me obliga a enfrentar. Este secreto no es algo que me produzca confusión o dolor, pero sí me asusta sentir que el primer estímulo externo a la calle Londres que me afecta de verdad es esta creación que parece bordear la estridencia y la paranoia. Como si el impulso primordial fuera solo la existencia del mundo que ahora el teatro ofrece y que rebosa sentidos contradictorios que ni mi familia ni yo podemos controlar. Para mí la oscuridad no es el miedo a la acechanza de un ser desconocido, para mí la oscuridad es tan solo un mundo que deja de girar. Por eso cuando se avecina por primera vez el escenario en mí, cuando aparece esa primera luz que se creó para mí, este nuevo evento especial que espero religiosamente cada domingo, los actores, el maquillaje, los decorados, el vestuario, todo eso significa algo y entonces el tiempo de pronto se altera y yo me altero junto al tiempo, porque todos estamos aquí, sentados, atentos a un mismo sentir, con mi prima Eliana mirando algo que se siente estridente, un falso fuego que existe solo para que cada uno de nosotros pueda reafirmar en sí mismo la idea de un centro absoluto, la idea de una broma que no va a terminar nunca y que se ríe de ese otro mundo que creía firme y unívoco. El teatro no para de girar, y ese es un mundo que poco a poco me supera y me dice que la realidad que creía mía ya no lo es. Que nunca lo fue. Y creo que eso está bien.

       5

      Murió mi abuela. No sé si tengo que estar triste. Cuando mi mamá me dio la noticia lo único que pensé fue en esa indecisión.

      Sí. Tal vez debería estar triste. Pero ahora siento curiosidad. Para mí la muerte no es algo definitivo aún, es solo un estado que, cuando pasa el tiempo, mi mamá se encarga de explicar.

      Mis tíos se pasean nerviosos a lo largo del pasillo del segundo piso. Se preguntan, quizás, qué van a hacer con mi abuelo ahora que mi abuela no está y las casas de la calle Londres parecieran ser una carcaza de lo que alguna vez fueron. Se acaba de morir el único mito originario que los mantenía aquí, la imagen nostálgica de una edad dorada que parece desvanecerse. Mi mamá me toma de la mano y me saca a pasear para que no sienta la tristeza que parece invadir la casa de nuevo, o tal vez porque nosotros no deberíamos ser parte de las decisiones que esta familia va a tomar ahora que mi abuela ha muerto.

      Caminamos por el parque Forestal a lo largo de una laguna que está al frente del Museo de Bellas Artes. Puedo intuir la tristeza de mi mamá y saber que esa tristeza nada tiene que ver con la muerte de mi abuela. Lo sé porque la he visto así antes, o quizás no es tristeza y es tan solo un contraste lo que logro percibir, el contraste entre la manera en que se comporta cuando está con mis abuelos y la manera en que se comporta cuando estamos nosotros dos solos. Quizás también se está preguntando a sí misma si acaso debería estar triste o no.

      Volvemos a la calle Londres. Subimos las escaleras de la puerta principal y cruzamos el gran pasillo. Las puertas del salón dorado se abren por primera vez. Todos los muebles son dorados. Huele a una pieza que no se ha abierto en mucho tiempo, huele a humedad, a polvo atrapado en todo el terciopelo. Se desplazó el brasero de bronce y se colocó allí el ataúd con el crucifijo junto a los faroles de pie y las flores de la pérgola. Algún tío desconocido me toma de improviso de la cintura y me alza para ver el rostro muerto de Manuela.

      Mis abuelos tenían la costumbre de rezar el rosario cada mañana aún acostados en sus camas contiguas. Cuando mi mamá está ocupada, voy al segundo piso y veo a mi abuelo solo. No me acostumbro a esa escena, como si algo en todo esto no calzara. Escucho el eco solitario de su voz cuando al final de cada plegaria dice: «Ya voy, Manuela».

      Mis tíos se están mudando poco a poco del tercer piso para vivir con sus matrimonios en casas particulares en el sector oriente de Santiago. Toda la calle parece querer irse. Ya nos dimos cuenta que las frágiles razones que justificaban nuestra estadía en la casa de Londres se desvanecieron con la muerte de mi abuela. Mi mamá y yo nos mudamos a un departamento en Teatinos 20. Es uno de los edificios del barrio cívico que rodean el Palacio de la Moneda. Es un edificio moderno. Tiene ascensores. Nuestro departamento tiene un refrigerador. Se puede hacer hielo ahí dentro. Eso significa que también se pueden hacer helados.

      Todas sus ventanas dan hacia un patio interior en donde se ven las paredes oscurecidas de los otros edificios que muestran cocinas o piezas de servicio. Por eso salgo hacia los pasillos comunes, me siento entre los pilares de la baranda de bronce que rodean las escaleras y miro hacia abajo desde el quinto piso. Veo mis piernas colgando y siento el vértigo en mi estómago. «A don Alfredo no le gustó el departamento», me dijo mi mamá cuando mi abuelo nos visitó. «No le gustó que no tuviéramos vista». Su presencia se sintió sorpresiva y extemporánea a pesar de que la calle Londres quedara solo a un par de cuadras. Quizás porque el mundo de mi abuelo, o mi percepción de su mundo, siempre lo sentí muy pequeño. Demasiado señorial en este entorno tan republicano.

      Al final mi abuelo fue trasladado al barrio El Golf, obligado a habitar el mismo terreno que habitan los nuevos advenedizos. Falleció pocos meses después.

      La calle Londres, a medida que pasaba el tiempo, empezó a llenarse de moteles parejeros y prostíbulos. A fines de los años setenta, cuando hacía clases de Historia del Teatro en la Universidad Católica, supe que una de las casas antiguas de la calle Londres, construida a principios de los años veinte, era ahora un centro de tortura.

3. Ver y ser visto

       1

      San Ignacio, el primer general, me recibe con sus manos abiertas. El patio principal es una cancha de fútbol con piso de maicillo. Las dos torres de la iglesia ignaciana se asoman con una presencia temible y su fuerza escolástica parece contrastar con nuestro cansancio mañanero. Algunos compañeros se jactan de haber subido sus escaleras estrechas a pesar de que estuviera prohibido y haber visto toda la ciudad desde su cúpula más alta sobre los relojes de cuatro esferas. No hay nada que interrumpa ni el fútbol ni la devoción. Yo nunca me atrevería a subir esas torres de la misma manera en que nunca podría hacer un gol.

      Un corredor de arcos cruza el patio y sostiene los dos pisos del nuevo edificio. Ocupo el antiguo abrigo de mi papá que me queda grande, pero que aun así mi mamá me obliga a ponerme cada mañana. Pongo mis pies paralelos a los cuadrados que forman las baldosas para estar en formación con mis otros compañeros, todos con nuestras chaquetas encima del overol. El padre Gunbayer, un alemán valdiviano, gordo, rubio y colorado, se pasea entre las filas con un pito chillón y un llavín que sirve para abrir puertas y repartir coscorrones en nuestras cabezas cuando la división no está bien alineada. El edificio antiguo persiste a mi izquierda, más lóbrego, más oscuro, el recinto en donde nos dicen con orgullo que estudió el padre Hurtado y nos omiten que allí también se formó Vicente Huidobro. Yo lo único que pienso es que son los mismos corredores en los que mi papá alguna vez fue niño como yo.

      Nos


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