Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
Me esforcé por escuchar y sentí que mi padre se estremecía y se sentaba. Me di cuenta de que en algún momento del viaje habíamos pasado ante la casa de algún amigo y que la voz había llamado a mi padre para que descansara en el porche. Estuvimos allí por cinco minutos, tal vez más, con mi padre sosteniéndome en su regazo y yo, aún medio dormido, escuchando la risa gentil del amigo de mi padre, que comentaba nuestra extraña odisea.
Al cabo, la risa gentil cesó. Mi padre suspiró, se levantó, y mi medio sueño continuó. Mitad en sueños y mitad no, lo sentí cargarme durante el último kilómetro, hasta la casa. La imagen que conservo, setenta años después, es la de mi buen padre, sin hacer nada más que algún comentario seco, llevándome por las calles oscuras; probablemente es el recuerdo más hermoso que un hijo ha tenido de alguien que lo cuidaba, y lo amaba, y a quien no le importaba hacer esa larga caminata hacia su casa, de noche.
Con frecuencia he llamado a esta imagen, de modo un tanto extravagante, nuestra Piedad: el amor de un padre por su hijo. Su caminata por esa larga banqueta, rodeado de casas a oscuras, mientras los últimos elefantes se desvanecían por la avenida principal hacia la estación de trenes, donde silbaba la locomotora y el convoy, rodeado de vapor, se alistaba para lanzarse hacia la noche, llevando un tumulto de sonido y luz que viviría en mi memoria por siempre.
Al día siguiente desayuné dormido, dormí toda la mañana, almorcé dormido, dormí toda la tarde, y finalmente desperté a las cinco y fui, tambaleándome, a cenar con mi hermano y mis padres.
Mi padre estaba sentado en silencio, cortando su bistec, y yo estaba sentado frente a él, examinando mi comida.
—Papá —lloré de pronto, con lágrimas cayendo de mis ojos—. ¡Oh, gracias, Papá, gracias! Mi padre cortó otro pedazo de bistec y me miró. Sus ojos brillaban.
—¿De qué? —dijo.
Traducción de Alberto Chimal
Adsum
angélica gorodischer
argentina
La primera vez que vio a ese hombre en su jardín se asustó muchísimo. Voy a llamar a la policía, pensó. Pero después se imaginó el diálogo hay un hombre en mi jardín ¿lo conoce? pero no no lo conozco es un intruso en mi jardín ¿le robó algo? no ¿la amenazó? no ¿estaba armado? no sé ¿intentó entrar a la casa? no ¿y qué hizo? nada pasó nomás ¿y qué quiere que hagamos? no sé son ustedes los que saben lo que tienen que hacer señora si no hay delito la policía no puede actuar bueno está bien gracias buenas tardes. Después fue acostumbrándose: el hombre pasaba, sólo pasaba, no estaba armado, no lo conocía, no intentaba entrar. Lo estudió, poco a poco lo estudió. Descubrió que tenía un pequeño lunar marrón claro acá, cerca del ángulo del ojo izquierdo. Descubrió que era ancho de hombros y que siempre iba impecablemente vestido; y que no usaba anteojos y que miraba invariablemente al frente y que no apuraba ni disminuía nunca el ritmo del paso. Descubrió además que se le había pasado el miedo, que ya no pensaba en llamar a la policía y que casi esperaba que pasara, todos los días. Y pasaba. Pasaba, no faltaba nunca: todos los días, verano e invierno, buen tiempo o lluvia, pasaba por su jardín, tranquilamente, sin dar vuelta la cabeza para mirar hacia la casa o hacia el cerco del fondo.
Si llovía, se mojaba; o no se mojaba; o mejor dicho, parecía no mojarse: no le resbalaba el agua desde los hombros, no le caía por la espalda del traje gris oscuro, no se despeinaba, no entrecerraba los ojos contra las gotas de lluvia. Sólo pasaba, seguía pasando. Lo que sí cambiaba era la hora. La primera vez había sido, ella se acordaba muy bien, a las nueve y cuarto de la mañana. Y en los días sucesivos, a las diez y media, a las ocho y cuarto, a las once, hasta que ella dejó de contabilizar el tiempo. Pasaba, el hombre pasaba y ella lo esperaba y una vez que pasaba podía dedicarse a la casa o salir o hacer lo que se le diera la gana; pero hasta que el hombre no pasaba, ella esperaba. Lo esperaba y él pasaba. Nada cambiaba nunca.
O sí.
Desde aquel día a las nueve y cuarto de la mañana algo había cambiado y ella no se daba cuenta de qué. Es que no podía, no podía eso, eso de darse cuenta y no podía porque esperaba atentamente a que el hombre pasara y la atención se le iba en eso, se ocupaba en eso de esperarlo a que pasara y, cuando pasaba, mirarlo atentamente a ver qué otra cosa descubría y entonces no le era posible ver, saber, hasta que vio y supo por ejemplo que la mañana parecía siempre nublada, siempre todos los días en los que el hombre pasaba que eran todos, y que aunque hubiera sol y ella lo hubiera comprobado, cuando el hombre pasaba estaba nublado, se nublaba el cielo. Eso era distinto, aunque otros aspectos del día no lo fueran.
O tal vez sí, pero no el día.
Fue en ella y no en él en donde descubrió que algo más había cambiado y ese algo era las fechas. Cómo puede ser que una confunda las fechas. Un pequeño tropezón puede ser hoy es miércoles ah no hoy es jueves, eso sí. Pero confundir los meses y, peor aún, los años, eso era por lo menos llamativo y tenía que ver con el hombre que pasaba por su jardín; ella no estaba segura de dónde estaba el vínculo, pero sí estaba segura de que la presencia del hombre, por mínima que fuera, corta como era, sostenía la trama difusa de los años y los días. Estamos en 2015; no, en 1768. ¿Seguro? Seguro. ¡Pero no! Es el año 1919. Claro, sí, de eso sí que estaba segura. Pero al día siguiente era 1497. El diario, se le ocurrió: el diario, tengo que ir a ver la fecha en el diario. De modo que fue a ver la fecha en la parte de arriba de la página del diario y era el 14 de diciembre de 1911. Claro, por supuesto, diciembre de mil novecientos once, cómo podía haberse confundido, qué raro.
También, fechas aparte a las que ya sabía aceptar y era un día de lluvia, se fijó en las vestimentas. El hombre pasaba siempre vestido de oscuro, elegante, discreto, con el mismo traje y la misma corbata y la misma camisa o eso parecía, pero ella cambiaba, no sabía en qué momento, cambiaba de vestido. Segundos antes de que el hombre pasara ella tenía puesto un chemisier gris con cuello y puños blancos y ah un cinturón de cuero blanco. Cuando el hombre desaparecía por detrás del parante derecho del ventanal, ella tenía puesta una túnica de gasa celeste y un turbante plateado y así seguía hasta el fin del día. Al siguiente se ponía pantalones negros y una remera rosa de mangas largas, pero después de que el hombre pasaba se veía vestida con falda floreada hasta los tobillos, botas cortas de color café y un top de raso beige. Y así de seguido pasando por mamelucos, trajes de baño, uniformes del Ejército de Salvación, burkas, bikinis, trajes sastres, vestidos de novia, trajes de buzo y negros hábitos de monja.
Cuando ya no le preocupaban los cambios de ropa, cuando ya estaba acostumbrada y el único inconveniente era que no podía salir a la calle con traje y casco de astronauta, por ejemplo, en esos días empezaron a aparecer los personajes. El hombre que pasaba no estaba solo. O sí lo estaba pero rodeado de gente. A veces eran dos o tres personas, a veces era una multitud. El hombre no los miraba, seguía pasando indiferente al clima y a las sombras a veces quietas, pero siempre animadas que estaban allá un poco más atrás, silenciosas. Indiferente a ella, a la casa, al jardín, a todo lo que no fuera el ritmo de su paso.
Ella dejó de mirar el paisaje y de mirarse a sí misma y volvió, como el primer día, a fijarse intensamente en el hombre que pasaba por su jardín. Pero ya no tenía mucho para descubrir; de hecho, no tenía nada nuevo. Era el mismo hombre que el primer día la había asustado tanto. Tal vez, se le ocurrió un día vestida con toga blanca y sandalias doradas, tal vez descubriera algo más si saliera y caminara con él. Pensó que era una excelente idea. Pero al día siguiente los personajes de allá en el fondo eran muchísimos y estaban uniformemente vestidos de marrón oscuro, enormes hábitos con capuchas todos hechos de telas bastas y pesadas, y andaban con las cabezas gachas mirado al suelo, las manos juntas, los labios moviéndose apenas en oración o conjuro y temió que las sombras se le echaran encima y la ahogaran y no salió. Durante muchos días alimentó esa fantasía de salir al jardín y acompañar al hombre en su camino. Sabía que no lo haría, ni en 1376 ni en 2001 ni en 1623 ni nunca y sin embargo no se permitió pensar en nunca. Vistió sedas y arpilleras, polleras y shorts, sweaters y perramus pero no salió.
El