Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
veces aunque vayan tan aína pueden atisbarse las caras de los que viajan dentro de las máquinas, ora son pelaos en grupo con cervezas en la mano pa soportar la calor y muertos de risa por lo que se dicen o por lo que van a encontrar cuando lleguen a donde van (seguro una hembra bonita y limpia, con luz en los ojos y unos chamacos alegres y gordos que huelen bien), ora son familias completas que hacen visajes risueños como si fueran cantando mientras se reparten tacos unos a otros y se mira que no sudan ni se abochornan detrás de los vidrios con ese aire fresco que los acompaña a todos lados, ora son tipos solos con cara pensativa y cigarro en la mano, atentos al camino como si de repente se les fuera a mover, y muy pocas veces pasan también mujeres solas que tras el volante lucen más decididas que los hombres, fuertes y tranquilas como si vinieran de otro mundo, y uno no deja de preguntarse si allá donde termina la carretera todas las hembras son iguales a ellas, con pelos de distintos colores flotando sobre sus cabezas, boca roja y trompuda, con esos colguijes brillantes y ropa llamativa, y dan hartas ganas de ora sí acercarse más y respirar el aire que sueltan a su paso nomás pa saber a qué carajos huele una mujer así, pero en menos de lo que se piensa todos acaban perdiéndose en la distancia y el camino se queda tan solo, tan abandonado de la mano de Dios por horas o hasta por días, como el llano de más adentro, que comienza a crecerle a uno la pregunta de si de veras habrá Dios como nos enseñaron los viejos o si nomás es un invento de quienes nos trajeron aquí pa que nos quedáramos por los siglos de los siglos a cuidar de esta tierra que no tiene nada pa cuidarle, luego oscurece y con las oscuridades llega el frío y esa sensación miedosa de estar siendo vigilados por muchísimos ojos, y uno piensa en las bestias de ponzoña, en los murciélagos chupasangre, en los coyotes que rondan las sombras, y como aquí en el camino ya no se mira nada, si acaso y con tantita suerte un par de luces muy de vez en cuando, pero a nadie dentro igual que si las máquinas vinieran solas, entonces uno recoge sus pasos con el desánimo que da la certeza de que otro día se fue y nadie de los que pasan por el camino lo vio, y regresa allá adonde quienes lo trajeron al mundo le dejaron el refugio de un techo, que es el rincón en el que la hembra y los hijos lo esperan enteleridos y engarruñados de miedo y frío y hambre… pero pa qué contar todo esto, ¿no?, si a ustedes no les importamos, nunca les hemos importado ni les importaremos, será nomás pa llenar el silencio de palabras, con eso de que este lugar es tan callado… una vez hace años hubo harto ruido cuando comenzaron a pasar máquinas gigantes, mucho más grandes que una casa, tanto así que los pelaos con casco que llevaban al volante parecían niños escondiéndose de alguien, avanzaban despacio como si les costara trabajo moverse y de tanto en tanto se detenían, luego el hombre se apeaba, se quitaba el casco y miraba el desierto buscando algo, una señal o una piedra, marcaba el piso con polvo blanco, se encaramaba de nuevo y volvía a arrancar pa hacer todo otra vez más adelantito, luego venían otros y las cosas se repetían, y como en esos días no pasaba nadie más que ellos empezamos a preguntarnos si el tiempo no se habría vuelto loco y giraba igual que trompo también pa quienes transitaban el camino y lo que veíamos era lo que ya habíamos visto y en vez de varios hombres y varias máquinas se trataba del mismo que pasó por aquí la primera vez, eso nos dio miedo y tristeza porque si así hubiera sido ya no habría tenido caso venir hasta acá a ver cosas diferentes, aquí en la orilla sería igual que adentro, pero entonces un escuincle se animó a acercarse al hombre del casco y le preguntó quién era, y sin voltear a mirarlo el hombre respondió que era el gobierno que venía a traernos progreso y que el progreso nos iba a dar una vida mejor, luego se subió a su máquina y se alejó despacio, el motor jadeaba y las llantas parecían arranadas hasta que desapareció, pero no fue el último, todavía pasaron muchos iguales haciendo lo mismo por varias jornadas hasta que dejaron de venir ellos y poco a poco regresaron las máquinas de siempre, las de ustedes, no volvimos a verlos sino hasta mucho tiempo después cuando se detuvieron todos juntos con sus máquinas y sus cascos a un lado del camino y pegando de gritos unos bajaron montones y montones de bultos y otros apilaron hartos fierros por ai mientras los que parecían mandar contaban los pasos que hay de un lado a otro y alzaban los ojos hacia lo alto, no al cielo ni al sol sino al aire arriba del suelo, nosotros nos arrimamos a ver qué hacían, a mirarles las caras de cerquita y a ver si ellos nos miraban, pero ni cuenta se dieron de nuestra presencia, y al oscurecer en vez de largarse por donde habían llegado levantaron unas casitas blancas de lona, encendieron lumbres, se repartieron cervezas y comenzaron a platicar y a reírse de sus cosas hasta que nosotros nos fuimos ateridos de frío y de cansancio a nuestras chozas, así varios días con sus noches, los pelaos trabajaban igual que hormigas en construir el mentado progreso que nos traían, y cuando una semana después se fueron yendo el mismo escuincle que se les había acercado primero volvió a agarrar valor y le preguntó al mandamás qué era eso que habían dejado, ¿no lo ves?, es un puente, le respondió viendo al fondo del llano, ¿un puente?, dijo el escuincle, pero si aquí no hay río, el hombre entonces hizo un visaje de cansancio, se levantó el casco, miró al cielo y como si lo regañara dijo que gracias a ese puente los habitantes del lugar iban a poder cruzar la carretera sin poner en peligro sus vidas, o algo así dijo, y el chamaco, que era de los más listos de nosotros, se rio del gobierno y de su puente, de que llamara «habitantes» a los tres o cuatro gatos que andan por aquí y del peligro de atravesar un camino por el que pasan máquinas cuando mucho tres veces al día, pero el pelao del casco no lo oyó porque ya se había trepado a la última de las maquinotas y con el motor bufando se alejaba pa no volver jamás, y ai sigue el puente aunque el escuincle aquel ya no está con nosotros, él tenía inteligencia, sus pensamientos sí acabaron de tomar forma y, cuando ya fue muchacho, una tarde que vino hasta la orilla decidió no detener sus pasos y poco a poco se fue perdiendo a lo lejos, allá donde se pierden también todos ustedes los que pasan por aquí… la verdad ni lo echamos en falta, por estos rumbos los hombres, las mujeres y los niños desaparecen seguido sin que nadie se pregunte cuál fue su suerte porque, sin ellos tragando, los nopales y biznagas, los quiotes y las flores de palma, las ratas y las cascabeles acabalan pa llenar más bocas, y además es seguro que luego de un tiempo uno se encuentre lo que quedó de ellos medio enterrado en la arena, seco, en pedazos, o los puros huesos blancos desperdigados aquí y allá, que es como quedan cuando los coyotes hacen lo suyo con un cadáver o con un moribundo, y es que en el llano lo más fácil que hay es morirse, ya de un piquete de ponzoña, ya porque uno se aleja mucho del pozo y le gana la sed, ya porque el espinazo se le acabó de quebrar por el hambre, ya porque se topó con un cristiano de esos malhumorados que no le piensan pa sacar el filo, o nomás porque ya le tocaba, tan simple, así que cuando un fulano que antes estaba de pronto ya no está los demás ni siquiera se preguntan si se habrá ido por el camino negro hacia el norte o hacia el sur, o si tomó el otro, el invisible, el que lleva de este mundo al otro donde si Dios quiere habremos de encontrarnos todos algún día… pero a ese escuincle tan listo que después era muchacho sí hubo quien lo miró alejarse paso a paso hasta volverse un puntito lejano que se confundió con los arenales al pardear el día, luego dicen que más adelante alguien lo vio subir a una máquina llena de chivos que se detuvo a su lado y que en ella llegó muy lejos, hasta la ciudad, donde le dieron trabajo y prosperó y con el tiempo tuvo su propia máquina y con ella vino a pasar ante nosotros como cualquiera de ustedes, con trapos distintos y llenos de colores, fumando su cigarro tras el volante, muy sonriente, como si ya tuviera también su hembra limpiecita y chula y unos escuincles listos y gordos que huelen a flores, eso dicen por aquí las lenguas, unos lo creen y otros aseguran que no es más que chisme, leyenda, pero sea lo que sea el cuento algo nos alborota por dentro cuando venimos a la orilla igual que si esperáramos de repente reconocer al escuincle ese trepado en una de las máquinas, sobre todo cuando miramos el puente que no se usa nunca porque no sirve pa nada resquebrajándose al sol y nos acordamos de los hombres con casco que dijeron que nos traían el progreso y una vida mejor, ¿será?, casi nadie lo creyó y la mayoría dejó de arrimarse al camino por donde está, prefieren irse a plantar más lejos, nomás unos pocos venimos todavía acá, al mismo lugar de siempre, a lo mejor porque el cuento del escuincle listo y la visión de ese como camino de cemento en el aire nos despierta algo que no sabemos entender pero que nos impulsa a seguir viniendo, y luego sin apenas darnos cuenta comenzamos a pararnos debajo, a la sombra, moviéndonos de lugar conforme el sol cambia en el cielo, con lo que la espera resulta menos trabajosa y la sed nos atonta menos, ¿será ése el mentado progreso del que habló el hombre?, si no, por lo menos así resulta menos cansado estar aquí… ya sin el sol ardiendo en la coronilla como que los impulsos y las ocurrencias dejan de