Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
cuantas horas por día y el lunes volvería a su casa.
—La novedad, tía, es que arreglé con la señora de la limpieza para que venga todo el día.
Mónica se sobresaltó un poco. ¿Cómo le iban a pagar tantas horas? Pero su sobrina había hecho un arreglo por mes que no era tan terrible y le ofrecía pagarle la diferencia. Mónica tenía un poco de miedo de que la señora de la limpieza se creyera la dueña de casa y la empezara a mandonear, pero no se lo quiso decir a Quita, que parecía tan contenta. En la primera salida fueron a la peluquería.
El día en que volvió a su casa se sentía de fiesta y a la noche siguiente organizó un cafecito para después de la cena con Elisa y María Elena.
—¿Qué tal las vacaciones? —preguntó María Elena
—El paisaje no valía nada —dijo Mónica—. Pero conocí mucha gente interesante y, sobre todo, descansé.
—No tomaste nada de sol —comentó Elisa.
—¡Claro que no! Una locura, a nuestra edad. Hasta para andar por la calle me ponía pantalla total.
—¿La pasaste bien? —preguntó María Elena.
Mónica reflexionó un momento, tratando de que las escenas de la Antigüedad grecorromana interfirieran lo menos posible con las imágenes de Teresita y ella del bracete, caminando de un lado al otro por el pasillo verde del pabellón psiquiátrico.
—Es lindo cambiar de aire —les dijo, con mucha sinceridad—. ¡Pero también es muy lindo volver a casa! Una vez, ya les voy a contar, ayudé a salvar a un ahogado.
Bronda
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Apareció el gran desfile, el desfile esplendoroso, colmando la calle entera. La muchedumbre fluía desde las callejuelas y se aglomeraba en las esquinas. Los jóvenes iban con atuendos de colores y las muchachas llevaban vestidos de verano. Se movían como siguiendo el compás. El acto estaba a punto de comenzar y el tráfico se dirigía hacia el norte, por debajo de los arcos luminosos.
El coro de niños, vestidos de azul, entonó la canción «Jerusalén Celestial» y los ancianos que los contemplaban desde los balcones suspiraban a escondidas como si los tocara el espíritu de la extinción. A continuación, apareció la banda, los tambores, las trompetas doradas. El séquito de autoridades ya había pasado por la calle principal. La gente los aclamaba y las fanfarrias anunciaban su llegada.
Qué abandonadas estaban las cafeterías. La gente se amontonaba junto a las máquinas de espresso, apretujados unos con otros, como si acabaran de descubrir el secreto de su temporalidad. El prestamista Kandel sintió de pronto que todo a su alrededor era grandioso y que él se escondía en sí mismo como un topo. Sólo de noche, cuando todo se silenciaba, salía de su escondite. También en las noches claras la gente huía de él como de la mala sombra.
Tiempo atrás encontraba solaz con Bronda, la ciega. Ella lo metía sigilosamente en su habitación, en el sótano, y él se atrincheraba en su ceguera. Era un cuarto estrecho, iluminado con una oscuridad tenue, con una mesa a lo largo junto a un banco de madera que parecía robado de una iglesia abandonada. La amplia cama era bajita. Ella salía poco de su alcoba. Los vecinos le habían puesto un grifo con el que solía bañarse en una gran batea de madera.
Hace años, él le había prometido que la haría su esposa, le compraría una casa y que podría sentarse en la terraza. Y cada vez que él le hacía esas promesas, Bronda lo ridiculizaba, no le creía. Él se quejaba: los comerciantes lo estaban agotando. Cuando él se acercaba, le cerraban las tiendas. No sabía qué hacer.
Bronda no se lo creía. Solía decirle que Dios se había extinguido en sus entrañas, que se había vendido al diablo. Kandel le juraba que todo se le había destrozado. Los comerciantes huyen hacia sus casas, cierran las persianas. Con el paso de los días cesaron sus promesas y ella dejó de ofenderlo. Ahora lo martirizaba diciéndole que era un pecador sin perdón.
En su fuero interno la engañaba: ella no podía ver. Si los comerciantes le devolvieran lo que le debían, huiría de ella. Pero la realidad era lo más amargo de todo: no le pagarían nada. Kandel solía acecharlos en los callejones. Se abalanzaba sobre uno de ellos requiriendo la devolución, pero casi siempre volvía maltrecho y con las manos vacías.
A veces se quedaba retenido en Tel Aviv por alguna festividad. Ahí tampoco lo querían. Cuando regresaba extenuado, quemado, Bronda le decía que era su merecido. Que nadie es castigado por nada que no fueran sus pecados. De sí misma no le contaba nada, como si hubiera nacido del olvido.
—Cada uno con su carga de pecados —le dijo en una ocasión—. Y tú, Kandel, vas por la vida como si la justicia no existiera.
Otros comerciantes lo hacen todo a través de los bancos. Van a las cafeterías y ahí esperan. Kandel mantenía los hábitos antiguos y arriesgados. Los comerciantes huían de él como de un incendio. Bronda le decía que probablemente había errado y ahora tenía que subsanar esos errores.
Llevaba el dinero en efectivo cosido dentro de las mangas, que se veían pesadas. Por la noche, Bronda rebuscaba en ellas y él pellizcaba sus manos ciegas. A veces la lucha continuaba, generalmente entre sueños, durante toda la noche. En alguna ocasión conseguía deshacer una costura, pero siempre se trataba de poca cosa. Él distribuía el dinero por todo el largo de las mangas, para no gastar demasiado y especialmente para que ella no lo descubriera todo. Algunas veces las manos de ella vagaban por debajo de la camisa y él se sometía al sueño como quien cae en la profundidad del mar.
La idea de tener una tara no le daba tregua. Bronda le decía que tenía que pedir misericordia y perdón. Al oír esas palabras, él intentaba recordar. Había nacido en Lodz. Durante la guerra se había escondido en casa de una gentil. Inmediatamente después huyó a Alemania, donde comenzó sus negocios. Bronda barajaba los pocos datos que le había contado. Cuidaste siempre de tu madre. Tenías hermanos. Por qué no los cuidaste. Dices por ellos kadish. Cada una de esas palabras le cortaba las carnes. Quién sabe qué más hiciste.
En Yom Kipur lo echaba de su madriguera. Él recorría las calles ruidosas, iluminadas, pegado a las paredes. Volvía por la tarde. ¿Has pedido perdón de Dios?, arremetía contra él. Este año te perseguirán los comerciantes como a un perro. Más de una vez se prometió a sí mismo que no volvería a esa casa. Sería más fácil dormir en un banco, que someterse a los reproches de Bronda. Pero volvía. Ella abandonaba su cuerpo ciego en sus manos. Él la sobaba a escondidas. Pero ella era tacaña en cumplidos. Envenenaba el escaso placer con su crueldad.
De esa manera iban pasando los días difíciles. Los comerciantes no saldaban deudas y por las noches él los seguía persiguiendo. Los niños le arrojaban piedras. Y cuando volvía, al amanecer, a atrincherarse junto a Bronda, ella le gruñía entre sueños, Otra vez has venido. Te lo mereces. Si hubieras dejado el dinero en mis manos, ya serías rico.
Como no sabía a quién pedirle clemencia, se la pedía a Bronda. Ten piedad de mí, Bronda.
—Yo te puedo absolver de todo. A mí no me lo tienes que pedir.
—¿Entonces a quién?
—A Dios.
No tenía duda: era malvada. Y su maldad tenía fuerza. Como si no fuera ella, sino algo que ella albergaba. Al lado de su ceguera, era minúsculo como un topo. Si pierdes la vista te enterarás de lo que es, le decía. Le parecía como si ella abarcara algo más que este mundo.
Absorbía su voz en silencio, como una droga. No le daba tregua la idea de que todo a su alrededor, los comerciantes, las personas, eran fruto de la imaginación, y que sólo Bronda era real. Si sólo le dijera Dame tu dinero, se lo daría. Pero ahora se había vuelto a quedar sin nada. Por las noches, Bronda le revisaba las mangas, mas no encontraba nada. Aún le quedaba una pequeña suma cosida dentro de los zapatos.
Pero Bronda no se apiadaba de él. La noche del Día de la Independencia, mientras todos