100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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en evidencia alguno de sus defectos, ante la risa de los espectadores que veían retratadas a personas conocidas.

      Teddy fue Mercurio; Bess, Diana cazadora; Nan, Minerva defendiendo los derechos de las mujeres; Apolo, con un parche en la frente, John, y así, sucesivamente, a todos los dioses se les encontró la debida réplica terrenal. La gente gozó tanto por los humorísticos disfraces como por las posturas estatuarias que adoptaban. Los jocosos comentarios del profesor aumentaron la diversión.

      Después de la fiesta se celebró una animada y suculenta cena a la que todos hicieron honor.

      La única excepción fue Jossie, que esperaba el veredicto de la insigne señorita Cameron. Cuando la vio acercarse hacia ella y su madre sintió desfallecer de temor.

      ―La felicito, señora Brooke. Es usted una actriz formidable. Lo digo de corazón. Sabiendo eso no me extraña que sus hijos hayan heredado tan grandes dotes para la escena.

      Jossie abrió la boca para hablar sin conseguirlo. Al fin, con un hilo de voz preguntó:

      ―Así cree usted que yo…, que yo… puedo ser…

      ―Sí. Creo en tus condiciones. Tanto es así, señora Brooke, que le pido ya ahora que el próximo verano me la confíe. Las dos en la playa podremos hacer grandes progresos.

      Desde aquel momento, Jossie no pareció ser de este mundo, tan y tan contenta estaba.

      De regreso a casa, Jo se apretujó a su esposo, más afectuosa que de ordinario.

      ―En el juego de las estatuas se me ha retratado muy Bien. Pues bien; te prometo que procurará contener mi impaciencia. Te lo mereces.

      Y prosiguieron su camino más unidos que nunca. Eternamente enamorados…

      CAPÍTULO XV

      INQUIETA ESPERA

      El profesor Bhaer entró en el salón donde estaba Jo. Estaba pálido. Lentamente, procurando dominarse, le habló:

      ―Tengo una mala noticia, Jo.

      Ella se sobresaltó. En seguida pudo advertir que la cosa era grave, pues el profesor tenía gran dominio de sus sentimientos y en aquella ocasión se le veía demudado.

      ―¿Qué ocurre, Franz? ―preguntó alarmada.

      ―Es necesario tener calma, querida. Ven; siéntate.

      Dominada por los peores presentimientos, Jo dejó que él la acomodara en un sillón y se sentase en un taburete, a sus pies.

      ―Franz me ha telegrafiado que se ha perdido el barco de Emil.

      ―¡Oh, Dios mío! ¿Y él?

      ―Verás, las noticias son escasas por ahora. El barco se hundió y algunos de los botes salvavidas han sido recogidos por otros navíos. El de Emil todavía no. Eso no quiere decir que…

      ―¡Franz, Franz! ¿No me ocultas la verdad? ¡Dímelo todo, por favor!

      ―La verdad es que no se sabe de fijo…, pero desgraciadamente los indicios son desfavorables. Los náufragos recogidos dicen que vieron a Emil con el capitán poco antes de hundirse el barco.

      Aunque se resistía a creer en un fatal desenlace, Jo estuvo a punto de desmayarse por la impresión recibida.

      Luego, pareciéndole imposible que a Emil le pudiera suceder nada grave, se aferró a la esperanza a pesar de que cada día que pasaba eran menores las posibilidades favorables.

      Las muestras de pesar que los Bhaer recibieron fueron tantas, tan sinceras y de tan variada índole, que les conmovieron profundamente. Les demostraban que habían sabido granjearse la estima de todas las personas del pueblo.

      Pero, aunque procuraron soportar la pena con resignación, les costaba hacerse a la idea de la pérdida de Emil, el jovial y cantarín muchacho, ídolo de todas las chicas.

      Especialmente Jossie llegó a estar casi enferma, obsesionada día y noche por la escena del naufragio. Una carta de la señorita Cameron, diciéndole que esa primera tragedia en su vida había de tomarla como una lección, la hizo reaccionar favorablemente.

      Pasaron unas semanas. Plumfield seguía anonadado por aquella inesperada desgracia cuando llegó un telegrama, que ya nadie más que Jo esperaba:

      «Todos salvados. Pronto recibiréis cartas.»

      La alegría fue indescriptible. Jo pareció salir de un infierno y derrochó vitalidad.

      ―¡Izad la bandera del colegio! ¡Que repiquen las campanas!

      Los escolares más pequeñines entonaron un cántico de acción de gracias, que conmovía por la pureza de las voces y la sinceridad de su sentir.

      Las cartas anunciadas no tardaron en llegar también. En una de ellas, Emil daba cuenta del incendio y naufragio, de una manera casi lacónica. En otra, la señora Hardy escribía con elocuencia en términos tan elogiosos para Emil, que enorgullecieron a la entusiasmada comunidad. El capitán ponderaba el valor, pericia y espíritu de sacrificio del muchacho y se expresaba con gran agradecimiento. En cuanto a María escribía con palabras que conmovieron a todos.

      Entonces empezó otro tipo de espera. Febril, impaciente, pero alegre y bulliciosa. Todo Plumfield quería festejar a su héroe.

      Rob compuso un poema épico, inspiradísimo, al que John puso música con objeto de convertirlo en himno de bienvenida.

      Pero la espera se alargaría aún. Porque los salvados náufragos regresaban vía Hamburgo, donde pensaban asistir primero a la boda de Franz, retrasada como consecuencia del luto que había llevado por el resucitado Emil. Eso saldrían ganando todos, porque Franz y su esposa los acompañarían a América en su luna de miel.

      Los otros ausentes vivían diversas visicitudes, que vamos a analizar antes de la llegada de Emil a Plumfield.

      Nath seguía fielmente el camino trazado, muy distinto del de los primeros tiempos de su estancia en Alemania. No le importaba soportar privaciones. Quería seguir adelante, pese a todo, por respeto a quienes habían confiado en él y que estuvo a punto de defraudar.

      Durante el día daba lecciones y por la noche tocaba el violín en un teatrucho de los arrabales. Se abstenía de cuanto no fuera indispensable, incluso en lo más crudo del invierno, y estudiaba todo cuanto podía.

      El profesor Bergmann estaba muy contento de él y empezaba a distinguirle como alumno predilecto. Tanto es así que al llegar la primavera le propuso:

      ―¿Deseas formar parte del conjunto que actuará en un festival musical en Londres? Yo creo que te será conveniente en todos conceptos.

      ―¿Usted cree que estoy preparado para ello, profesor?

      ―Lo afirmo categóricamente.

      ―Entonces, por mi encantado. No sé cómo expresarle mi agradecimiento. ¡Es tanta mi alegría!

      ―Hay un modo de agradecer las oportunidades: haciéndose digno de la confianza de quien nos las proporciona.

      Nath comprendió perfectamente el alcance de estas palabras. Serenamente, pero con una firmeza de la que antes no parecía capaz, contestó:

      ―Seré digno de esta confianza.

      La excursión a Inglaterra y la ocasión que le brindaba en su carrera parecieron a Nath una dicha insuperable. Sin embargo, la vio aumentada aún con la visita que le hicieron Emil y Franz, y sobre todo cuando se enteró de lo del naufragio.

      Los tres «hermanos», como se llamaban entre sí los muchachos de Jo, vivieron horas de feliz camaradería, y Nath tuvo la íntima satisfacción de demostrarles que se había superado a base de sacrificios, de modo que su mal principio era cosa olvidada.

      Emil y Franz lo celebraron y le felicitaron efusivamente. Franz le invitó a su próxima boda, a celebrar en junio, y Emil, quieras que no, le llevó a un sastre para encargarle un magnífico traje con que sustituir la


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