Isla de sirenas. Norberto Luis Romero
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Isla de sirenas
Norberto Luis Romero
© Noberto Luis Romero, 2002
© de esta edición para:
Literaturas Com Libros 2022
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
Diseño de la colección: Benjamín Escalonilla
ISBN: 978-84-124540-8-6
Índice
Para Juan Manuel Muñiz
1
Los hermanos Carnicer se acercan a la casa de la señora Adelina y echan un vistazo a través de la ventana del salón. No del todo convencidos de que haya dejado de emitirse la Hora Disney, corroboran que el televisor está apagado y el abuelo no ocupa la butaca, como siempre a esa hora. Sentada a la pequeña mesa escritorio, de espaldas a la ventana, la silueta de Adelina se perfila agotada: un codo sobre la mesa y la cabeza, extrañamente con el pelo suelto, descansando en un puño. A los pies de esta, de rodillas en el suelo, uno de los nietos hunde la cabeza en su regazo, posiblemente dormido, o llorando. En la radio, el coro del Tabernáculo del Nuevo Templo Dorado suena a todo volumen saturando de grotesco Misticismo a la escena, y los Carnicer, ante el desolador panorama, deciden reemprender camino al faro. No han dejado todavía el jardín de Adelina, cuando oyen la voz del locutor exponiendo, con impostado timbre compungido, las circunstancias de la muerte de la perra Laika, e informa que esta empresa estelar ha causado un enorme revuelo en el mundo de la ciencia. Expresa además, para tranquilidad de los amantes de los perros, que el animal no padeció ni fue consciente de su muerte, pues fue quedándose dormido por la falta de oxígeno, hasta que dejó de latirle el corazón.
¿Y no le dolió nada?, pregunta Inocencio María a su hermana mayor.
No. Murió en paz y sin dolor, como mueren los muertos, le contesta María Iluminada; y acto seguido, mientras avanza saltando a la pata coja, canturrea:
Adelina, mea en una esquina;
Serafín, mea en un...
Se interrumpe buscando una palabra que rime, y como no da con ninguna, opta por inventársela:
...tolín...
Y continúa:
Carnal, mea en un portal.
Horas más tarde, hartos de jugar en el faro abandonado, después de haber revuelto en los exvotos y sustraído algunas velas a la santa —porque a más no se atreven—, acuerdan explorar la costa en busca de restos de imaginarios naufragios. En la cumbre del acantilado, temerariamente sentados en el filo, se asoman al vacío, examinan el fondo de un vistazo y distinguen un extraño bulto sobre las rocas todavía húmedas, a pesar de haberse retirado la pleamar hace unas horas. Aparenta un fardo de tela blanca envuelto a medias con cintas verdosas de ocle. Conocedores al igual que todo el pueblo de la historia de la sirena, después de hacer disparatadas conjeturas, poseídos por una malsana curiosidad y el deseo de encontrarse con una, rodean el faro, se descalzan y descienden por el sendero estrecho y empinado, que les obliga a andar a gatas, reculando, aferrándose a las piedras y a las ramas de los arbustos laterales para no resbalar en la gravilla y precipitarse al vacío.
¿Y qué harán ahora con la