Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez
VI lo dejaba entrever en su carta descubriendo a Luis XV que se le habían hecho «sugestiones», «con bien ventajosos partidos para que me apartase de V. M.», y que las había rechazado «debido a nuestra sangre, amistad y alianza». El rey declaraba su orgullo al decir a Luis XV que él también podía haber logrado lo mismo por separado: «se quisieron ajustar los ingleses conmigo si yo hubiera querido dejar a V. M.», le espetaba.
Carvajal debió trabajar lo suyo para hacer reaccionar a Fernando VI con tanta dureza, pues, en realidad, se esperaba ya algo parecido de la actitud de los franceses. «Sobre viles, son menguados», decía el ministro, al que lo que más le dolía era que «si de veras hubieran querido y aún si quisieran nos hubieran librado de la maldita espina». Era «el maldito artículo 10 [de los preliminares] que me ha irritado hasta el cielo», decía Carvajal el 14 de mayo, en referencia a la «espina» de Utrecht: el navío de permiso, el asiento de negros y Gibraltar. El ministro prometía «si no tengo forma de vengarme, me moriré con desconsuelo», repitiendo lo que había escrito dos días antes: «si yo duro y tengo poder, me vengaré a satisfacción nuestra».
En realidad, Carvajal se mostraba irritado hacia el exterior, pero estaba verdaderamente complacido porque había conseguido uno de sus objetivos: que Fernando VI no volviera a pensar en una alianza con Francia y que Bárbara, en perfecta sintonía con su padre, viera en esta nueva humillación francesa la disculpa para aproximarse a Inglaterra en el futuro sin temer las reacciones —el «soy Borbón»— de su marido. Además, la paz en sí misma —el fin de los gastos— y el establecimiento del infante que quedaba confirmado en los preliminares suponían una enorme alegría para el rey y sus ministros.
Carvajal, al fin, se sinceraba así con Huéscar: «si tus cartas y las de Massa [Masones de Lima] no hubieran venido tan calientes, yo hubiera apretado menos arriba [al rey] y hubiera sido aplaudido [el tratado]». Aunque no le importaba mucho que el rey hubiera mostrado entereza ante Francia y que Wall hubiera hecho correr por Londres 500 anónimos sobre negociaciones bilaterales con España y aun noticias de que continuaría sola la guerra contra Inglaterra. Todavía se podía negociar alguna ganancia antes de firmar la paz definitiva, lo que tendría lugar casi medio año después en Aquisgrán.
Carvajal quería aprovechar «ahora que está el yerro caliente» y, un tanto crípticamente, involucraba al rey que «si se enfría, acaso se levantarán vaporcillos de yo soy Borbón que me han desconcertado mis medidas algunas veces». Con todo se acabaría haciendo de Aquisgrán un hito feliz a pesar de que no se conseguía más que Parma, Plasencia y Guastalla para el hermanastro, lo que, sin embargo, era suficiente para que, pasado un tiempo, la Corte celebrara por todo lo alto el gran logro del rey pacífico.
Aquisgrán era una «paz a la espera», una tregua antes de una nueva guerra que todos creían segura. Pero, para los ministros de Fernando VI era el mejor regalo que podían hacer al rey y el mejor fundamento para sus proyectos. No hay más que leer la carta del 28 de octubre de 1748 remitida por Carvajal a Huéscar: «Amigo querido. Sea mil y más veces enhorabuena, que ya estamos en paz y libres de fatigas y de asechanzas. Ella [la paz] es excelentísima atendidas las circunstancias y en sí sola mirada es mejor que todas las de este siglo y que las últimas del pasado».
Fernando VI podía exhibir un primer triunfo. Solo había una sombra, aunque ahora pasó desapercibida: Carlos de Nápoles no había firmado el tratado. Siempre recriminó a su hermanastro que se había despreocupado de él y ya los recelos entre la dispersa familia de los Borbones españoles no cesaron.
Pero la paz, que pronto sería uno de los bienes ilustrados por excelencia, permitía al rey convertirse en «padre de vasallos», tal como Ensenada le requería. Hasta ahora los cambios se habían producido en el plano internacional y en el interior de la Domus Regia; venía ahora el tiempo de aplicar el remedio a la «nación enferma», el símil que se empleaba abiertamente para designar los males de España a la llegada de Fernando VI al trono.
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