Hermesiana. Jose María Matás
lejano antecedente de la atracción que provoca en el contemplador el «espectáculo» de los cuerpos mutilados. La genealogía de esta seducción se dilataría por la modernidad. Así, en el siglo XVII Jacques Callot publicará una serie de 18 grabados sobre «las miserias y desgracias de la guerra», representando las atrocidades que cometieron las tropas francesas durante la invasión y ocupación de Lorena en lo que podríamos considerar como un claro precedente de los actuales reportajes fotográficos elaborados por los corresponsales de guerra.
Ya decía Baudelaire, como se encarga de recordar la escritora neoyorquina, que «Todos los periódicos, de la primera a la última línea, no son más que una sarta de horrores». Frase que hoy podríamos hacer extensiva al resto de soportes mediáticos que reproducen imágenes. A resultas de esto, no es difícil ver la fotografía de una serie de cuerpos con el rostro descarnado, recién vomitados del mar tras volcar la embarcación que los contenía en la primera página de un periódico, o tener acceso rápido a todo tipo de material con contenido «real» sobre violaciones, ejecuciones o cualquier abuso susceptible de causar pavor y, por lo tanto, curiosidad, en el espectador. El Mal engancha. El dolor captado a través del visor de la cámara crea adicción. Y el súmmum del delirio voyeur sería ver en nuestra televisión el plano oblicuo grabado por un cámara que resulta asesinado por el protagonista de su encuadre y que se graba a sí mismo en el mismo acto de morir. «¿Hay un antídoto a la perenne seducción de la guerra?», se pregunta la autora.
Como sabiamente llevó a la pantalla un jovencísimo Amenábar en su primera cinta, el ser humano se siente irremediablemente atraído hacia el sufrimiento ajeno. Eso que llamamos morbo no es más que una versión moderna de esa continuamente revocada sentencia que reza que «solo se mueren los otros». Nunca está uno para reconocer lo equivocado que estaba después de muerto. Pero en el otro extremo se abre tal vez la cuestión más acuciante. ¿Estamos saturados ante la reiterativa contemplación que nos infligen los medios de comunicación con los desastres de la guerra? ¿Se encuentran nuestra capacidad de compasión, de indignación y hasta de reacción ante la injusticia en peligro?
Sontag no da una respuesta definitiva. Al fin y al cabo, son las mismas imágenes que nos avisan de que tal o cual dolor se ha producido, requiriendo, por qué no, nuestra ayuda solidaria, las que a fuerza de re-reproducirse, amenazan con volvernos insensibles. De ahí que, como ya manifestó en un libro anterior, apueste por una «ecología de las imágenes» en aras de «mantener plena su capacidad de conmoción».
En un artículo anterior, “El abandono de la palabra”, ya hablábamos de la inflación verbal y me encuentro ahora plañendo en torno a la inflación de las imágenes. Tal vez me repita, aunque también puede que sea verdad que son los nuestros tiempos desmesurados, de carencias sin parangón y de no menos parangonables excedentes. Quién sabe. Al final, ante el dolor de los demás solo nos restan dos posturas. Una: mirar para otro lado. Dos: asumir el esfuerzo de ponerse en el lugar del que sufre. Aunque precisamente, eso es lo que está en juego: nuestro potencial imaginativo, esto es, nuestra capacidad de ser otro.
[5 de febrero de 2004]
De la felicidad
Pensaba Freud que «el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz». Posiblemente tuviera razón –concediendo que tal Plan existiera– el maltratado padre del psicoanálisis. Nos basta para saberlo con echar un vistazo a este mundo. Allá donde se pose nuestra vista el desamparo, el dolor, la tristeza asoman mostrándonos su más terrible faz. «Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía./ Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas», escribió Darío de las Américas celestes, uno de aquellos escasos iluminados que con mayor y herido acierto han sabido transmitirnos la precaria condición de ser humanos.
Superar las pequeñas tristezas, esas que podrían guardarse en un pañuelo de las que habló con su verso luminoso Dulce María Loynaz, se lleva así buena parte de la vida, con demasiada frecuencia hasta la parte buena de la misma. Son las pequeñas tristezas que sumadas y adheridas crean el túnel del desamparo, el corredor lóbrego, de paredes húmedas y densa oscuridad, dentro del cual la luz no llega a ser más que un concepto abstracto para uso de escapistas y endiosados.
Desde la Antigüedad y Oriente, pasando por San Agustín, Moro, Kant o Marx, hasta nuestros días, la filosofía ha hecho de la felicidad uno de sus grandes temas. El diseño de la ciudad ideal, del Estado igualitario fueron sendas manifestaciones de un mismo empeño por tratar de implantar el reino de las ideas sobre el revolutum de este mundo. Luego, la Historia se encargó de demostrar, como afirma Marina en su último libro, que «la mejor excusa para la opresión ha sido siempre la pretensión de un hombre para decidir sobre la felicidad de los demás». Instalar la felicidad dentro de la Carta Magna de los padres fundadores norteamericanos fue solo un paso, pero la política ha demostrado con el tiempo no ser un absoluto. Aunque habría que decir de ella como del dinero, que bien administrado puede ayudar bastante a que la existencia sea menos lastimosa.
Para algunos, como Russell, el «entusiasmo» demostró ser el verdadero secreto de la felicidad y del bienestar. No otra cosa es la depresión: una cruel ausencia de entusiasmo. Para el pensador británico, frente al Sartre que ve en los demás el infierno de existir, la felicidad sería además una especie de conquista personal que nunca podrá ser efectiva sin la mirada benevolente hacia el otro.
La cuestión, llegados a este punto, nos llevaría a preguntarnos: ¿cómo tener confianza en los demás mientras la esclavitud, la ignorancia o la necedad se sigan perpetuando –¡y con qué brío!– desde el propio ser humano?
Frente a la barbarie, afirmar que el dolor es condición sine qua non de la propia vida, no parece un gran consuelo. «¡Dios mío, soy una niña...! No puedo sufrir todavía...», exclamaba entre el candor y el delirio un joven personaje de Mauriac. ¿Pero no es el acto de creación el cénit del dolor al tiempo que máxima expresión del amor?
«El amor humano –dice Gurméndez– rescata al hombre de su pérdida en un mundo objetivo». Frente a la soledad del Darío de las primeras líneas, el amor, mezcla de carne y sueño, se convierte en un acto de conciliación, porque «cuando somos amados nos sentimos reconocidos». Mientras el dolor nos aleja del mundo, es en la contemplación amorosa donde se produce la comunión con el propio hecho de estar vivos. De esa agua clara nacen las palabras de María Zambrano: «Quien mira al mundo como enamorado, jamás querrá separarse de él, ni cultivar las barreras que le separan ni las distinciones que le distinguen».
Es este un amor amable, parte de esperanza, parte de afán por no creer en el corazón como desierto, como fuente seca, que pese a la sinrazón o la ignominia es capaz de mantener firme el deseo de que, como en el poema de Celan, «la piedra pueda florecer».
Lúcido, luminoso, combatiente, Sísifo redivivo, por encima de silogismos y métodos, volvemos a Camus. No en vano fue toda su obra un intento por dar respuesta a los grandes enigmas de la existencia. Es casi al final de La peste, ¿lo recuerdan?: «Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también, como él, pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón».
[7 de abril de 2004]
Retrato
Es más que la mirada del superviviente. Mucho más. Son los ojos del testigo. El brillo que ninguna cámara puede captar bajo las cejas de cerdas enconadas. Sabemos que muy pronto su testimonio directo, personal, habrá desaparecido. Es ley de muerte. Por eso apuramos el milagro de su prodigiosa permanencia. Sesenta años después. ¡Siguen vivos!, exclamamos admirados al leer o ver por televisión sus crónicas del inframundo. Vivos, acarreando la condena de existir a cuestas. Y nos hemos prometido a nosotros no olvidar. Porque sabemos que una vez sucedido el crimen ontológico por antonomasia tenemos muchas más posibilidades de que pueda volver a suceder. ¿O acaso está sucediendo ya?
Nunca olvidaré la primera y única vez que hablé con un testigo del Holocausto. Bayard era un joven idealista que se enroló en el ejército