Hermesiana. Jose María Matás
durante dos años. Ahora, como tres décadas atrás, había que liberar de nuevo Europa, aunque el precio de combatir el fascismo cara a cara terminase fortaleciendo al temido Stalin, ahora su aliado. Muchos de aquellos jóvenes soldados se habían preparado para asistir a los desastres de la guerra, para ser protagonistas de la mayor deflagración en la Historia. Nadie les había avisado sin embargo de que los mismos ojos que habían visto morir al amigo y al enemigo a su lado, se verían reflejados en los ojos sin fondo ni dimensión de los hombres, mujeres y niños de los campos de concentración y de exterminio nazi.
Trato de comparar a este Bayard viejo y cansado que me da cálidamente la mano con aquel que entró en Mauthausen, donde tantos españoles dejaron también su vida al pie de una escalera interminable. Y busco en su mirada agrietada, muy al fondo, lo que entonces contempló. No la barbarie, sino el corazón mismo de las tinieblas palpitando en carne viva, la imagen de la especie asomada a su propio abismo.
No hay posibilidad de diálogo. El viejo soldado rehúye el tema sumido en un monólogo interior con el que no aspira ni siquiera a hablar con Dios un día. Mientras mira la Serranía de Ronda desde el balcón, pareciera que el aliento se le quedara suspendido en el arco que forman nariz y boca. Apostado sobre un manantial de luz, sus ojos expelen grisáceos reflejos, como en cámara lenta. Sin darse cuenta, se evade de la conversación a la que vuelve pudoroso instantes después avisado por su mujer, una exiliada cubana que luchó junto a Fidel en la Sierra Maestra y que entrevera, verbosa y risueña, la historia de su particular concubinato con la Historia. ¿Lo he soñado o cogido de otro sitio que saltó de un helicóptero en compañía de los «barbudos» estando embarazada?
Tras la guerra, Bayard ejerció distintos trabajos pero muy pronto se declinó por su verdadera vocación: las bellas artes, entregándose a la pintura, el dibujo, el grabado, la escultura... Múltiples manifestaciones con un mismo tema motor: el Horror.
A solo unas décadas de aquellos acontecimientos da la impresión de que aún estamos despertando de una pesadilla. Los ilustrados, que tantas cosas nos legaron, no previeron algo: que las luces del entendimiento no evitaban la barbarie, que el conocimiento podía ser compañero de la destrucción.
Dentro de apenas unos años esa tenue luz que emana de los ojos de Bayard, de todos sus compañeros, de los testigos y sobre todo de las víctimas de la Shoah se habrá apagado para siempre. Y daremos por bien invertido el dolor, sin dejar de recordar la catástrofe, si en el futuro evitamos tener que encontrarnos de nuevo cara a cara con esos heraldos negros en los que, como en el poema de Vallejo, “todo lo vivido/ se empoza, como charco de culpa, en la mirada”.
[28 de enero de 2005]
La desbandá
Ocurrió en febrero. O en julio del año anterior, un día 18, o mejor, estaba ocurriendo desde antes. Desde hacía siglos. Desde que la Historia empezó su permanente lucha de contrarios, su dialéctica de vida y muerte, de cambio y permanencia, de existencia y destrucción.
Todas esas fuerzas en tensión que pugnaban entre sí buscando su propio espacio (todo el espacio) terminaron estallando a principios del mes de febrero de 1937. La deflagración en forma de «desbandá» produjo un eco que aún hoy llega hasta nosotros. Está recogida en los libros, entre cuyas páginas aún puede sentirse la convulsión. Se encuentra vívida también entre los testigos: víctimas que callan y lloran, o buscan culpables; verdugos que callan y que acaso también lloran. O no. Quién sabe.
No se trató de dos Españas enconadas, aunque el esquema se ajuste bien a nuestra visión polémica de la vida. Aunque es cierto que fue una guerra y como tal, se enfrentaron dos bandos. El uno, aperturista, desclasado, ateo (excepción hecha del PNV). El otro, conservador, militarista, ultracatólico. Pero en medio y dentro de ellos, qué diferencias, qué matices qué complejidad. A un lado, republicanos, socialistas, comunistas, trotskistas, anarquistas... En el otro, monárquicos, carlistas, falangistas, religiosos... La enumeración no agota los móviles de ninguno. Ni el porqué de sus adhesiones. Lo único palpable es que todos, en algún momento, tuvieron que tomar partido. A lo mejor simplemente, por haber caído –sido arrojados, diríamos con Heidegger– en un pueblo y no en el de al lado.
En Málaga, las facciones formaron, sin embargo, un entramado simbólico en el que se mostró como en un delirante crisol la neurosis colectiva de aquel tiempo. Aquí como en casi ningún otro sitio, todo se amplificó. Y la guerra «incivil» adquirió las trazas de auténtica plaga bíblica.
La persecución religiosa del 31, que más tarde se repetiría en el 36, se cobró proporciones dantescas. Málaga «la Roja» se convertiría así en símbolo de la causa republicana durante los primeros compases de la guerra ante la rendición de capitales andaluzas como Sevilla, desde donde Queipo de Llano martirizó al pueblo malagueño con su acento tendencioso y su voz de relámpago. Como Barcelona, la Ciudad del Paraíso se sumió en el caos. Mientras falangistas cautivos, religiosos y terratenientes agazapados preparaban el advenimiento de las tropas franquistas, los comunistas trataban de poner el orden entre aquellos que querían declarar la República Libertaria Independiente de Málaga.
El ensañamiento no podía ser menos que brutal. Había que dar una lección a esos rojos sediciosos. No bastaba con rendir la ciudad, con provocar la huida. La caída tenía que ser una aniquilación. Y casi lo fue.
Humillados, bombardeados, machacados por tierra, mar y aire, miles de malagueños emprendieron la desbandá. Muchos no llegaron a ese destino desconocido que ansiaban. Se quedaron en las ensangrentadas cunetas.
Ahora, el novelista Luis Melero recrea con personajes ficticios hechos reales. La desbandá propiamente dicha apenas ocupa un capítulo. Pero esto supone un acierto no solo narrativo. Melero no hace una novela de tesis y, sin embargo, ofrece toda una serie de claves para entender el período que culmina con la trágica diáspora. Y todo, a través de la mirada de un niño obligado por las circunstancias a convertirse en hombre. Un hombre desorientado y arrojado en un océano de odio, incomprensión y rencor.
La desbandá es un libro necesario que nos sitúa al borde de nuestros propios abismos. Toda una lección de inhumana humanidad que no podrán leer sin un nudo en el corazón.
[24 de junio de 2005]
Wells, el visionario
En 1894, un joven escritor aficionado a la Ciencia es instado por su editor a que reelabore un relato que recrea la posibilidad de un viaje al futuro. La historia, novelada en apenas 15 días, se convertirá en un éxito instantáneo y poblará de fantasías la imaginación de generaciones enteras. Lo anterior podría ser un fragmento de la biografía de un escritor en el momento justo en el que se produce el encuentro esencial de su vida, allí donde confluyen vocación y situación, dedicación y destino. Lo cierto es que más de un siglo después La máquina del tiempo de H. G. Wells sigue despertando admiración, no solo por los valores literarios que el libro encierra, sino por la “validez” científica de sus fantásticos postulados.
Fue Einstein quien hace un siglo ya predijo aquello de que «el movimiento afecta al tiempo». Su teoría de la relatividad sentó la base sobre la que investigadores actuales siguen devanándose sus generosos sesos. Es el caso del físico británico Paul Davies, quien manifestaba esta semana a su paso por España que el viaje al futuro «es posible». Es más, lo podría ser además de un modo no muy lejano, ya que la instalación en Ginebra de aquí a unos años de un acelerador de partículas «generará suficiente energía como para crear gusanos artificiales y poder experimentar con ellos».
La Ciencia hace tiempo que recorre el camino que en su día marcó la literatura, del mismo modo que la realidad termina convertida en una mala copia del arte.
Y en esto Wells resulta paradigmático. Y si no, que se lo digan también a otra pareja de científicos estadounidenses. Sus nombres, Andrea Alù y Nader Enghea. Su descubrimiento: haber diseñado un sistema que podría hacer «invisibles» los objetos a través de una especie de escudo que impide que la luz reflejada por los mismos llegue a ser percibida por el observador. En definitiva, que los hace imperceptibles al ojo humano. ¿Les suena? Claro, es