Hermesiana. Jose María Matás
la versión cinematográfica en blanco y negro del clásico de Wells podría, pues, hacerse realidad antes que tarde, confirmando una vez más que no hay prácticamente sueño o delirio humano que escape a la posibilidad de realizarse.
Máquinas del tiempo, hombres invisibles, y ¿por qué no, invasiones alienígenas? En esto también se nos ha adelantado la imaginación creadora de escritores como Wells. Y justo es reconocerlo en un momento, como el actual, en el que todo parece encaminado a demostrar que la vida en el universo no es un don exclusivo de los humanos. Evidentemente, la invasión que Wells fabula en La guerra de los mundos resulta estéticamente ingenua al observador actual, más asociada a cierto cine de dudosa calidad que a un temor propio de nuestro tiempo. Piénsese que la amenaza extraterrestre fue sutilmente utilizada por la clase dirigente estadounidense para cerrar filas en torno a la unidad nacional frente a otra amenaza más definida que venía también del exterior, pero sin salirse del planeta: el comunismo.
Pero como sea, la aventura marciana que estamos viviendo –aunque a la inversa– también fue avizorada por este creador inquieto y soñador, socialista humanista que formó parte de una de las generaciones más ricas de la literatura y el pensamiento universal y que, como en la célebre máquina, siguen acompañándonos a través del tiempo.
[18 de marzo de 2005]
Forma y fondo
Con frecuencia las formas condicionan el fondo. El espacio al contenido, el material a la mano experta del artista. Juegan los poetas con palabras, el material etéreo, y los músicos y matemáticos con los astros y los hombres, que se repiten cíclicamente. Con el hierro, la madera, el marfil, el bronce, el escultor y el arquitecto inmortalizan la fugacidad del tiempo, fingiéndose inmortales. Y el pintor absorbe la realidad del mundo, y la mundanidad del sueño para atrapar un trozo de apariencia sobre la superficie rugosa del lienzo. Se mire como se mire, en el fondo, es la forma.
Cuando el periodista quiere captar lo sustancial de la información en la caja de texto del titular ha de enfrentarse en primer lugar con el número de caracteres del que dispone. Líneas, columnas, fuente, tipo, forman la celda de clausura donde el anuncio (no otra cosa es un titular) vivirá al día siguiente para expirar pasado mañana en el tanatorio de papel de las hemerotecas.
En la historia humana se han sucedido las épocas de forma con las de fondo. A las primeras se les ha llamado «decadentes»; las otras, alcanzada su cumbre, generalmente han estado marcadas con el estigma de la destrucción. Las primeras son refinadas, casi amaneradas. Son el helenismo que siguió a la época clásica, el rococó que precedió a la Revolución, el modernismo que se adelantó a la crisis de todos los valores. De profundis, la Grecia presocrática nos da el más hondo ejemplo. Al final del desfiladero se encuentra no otro que Sócrates, con Buda y Cristo, el pilar humano de la sabiduría universal, antes de convertirse ciencia (filosofía). Antes de que el mito de la razón terminara generando monstruos supo elevarse también la primera Ilustración. La del alemán Lessing. Y también, al principio, la de Kant. Luego se demostró que el Renacimiento weimariano solo era un espejismo, un disfraz. Es la perversión de forma y fondo que acompaña al primer tercio de siglo, después de que los herederos de Nietzsche y Wagner terminaran legitimando el Horror de conocer, sabiéndose (re) conocidos.
A partir de ahí, las diferencias entre forma y fondo han ido diluyéndose hasta el punto de resultar ambiguos a la hora de categorizar sobre tales conceptos. Así en nuestra era de la sospecha, un periodo de confusión ideológica y, claro está, terminológica. Con la «agonía de la palabra» como principal vehículo de conocimiento, empezaron a borrarse las fronteras. Algunos llaman a este fenómeno «transversalidad», aunque mucho tiene de pérdida de arraigo. De no saber reconocer las fuentes primigenias, lo sustancial de lo accesorio, en definitiva, la forma del fondo. Aún así, la batalla que libran una y otro se decanta hacia la primera. Así contemplamos el abandono de las humanidades en nuestro tiempo, el azote del «diferencialismo», la moral de rebaño que el aprendiz de Dionisos descubrió antes de que la base sobre la que se asentaba el saber en Occidente se nos cayera de los pies, dejando tras estos solamente el vacío, la oquedad, el desierto poblado de necesidades de la vida moderna.
Fondo y forma. Siempre en litigio, siguen pugnando hoy por hacerse con el control de nuestras realidades y deseos. Qué precede a su par, sigue siendo una pregunta válida. Si el soneto al sentimiento de amor despechado, o el impulso poético de cantar llorando a la soledad a las once sílabas mágicas.
Con frecuencia, las formas condicionan el fondo hasta tal punto que provoca que nazcan artículos como este. Circulares.
[23 marzo de 2005]
Un hombre bueno
«Después, uno se arrepiente de haber sido tan bueno». Así reflexionaba Hitler en el ocaso de su vida, mientras tres frentes del Ejército Rojo sitiaban Berlín. «Bueno». Qué tipo.
Eran ya los tiempos en los que la guerra hacía mucho que se había dado por perdida, la propaganda nazi carecía de toda credibilidad para los alemanes, pero en los que aún el dictador trazaba imaginarias batallas con ilusorios ejércitos antes de lanzar la última ofensiva que le granjearía la victoria al III Reich. Hitler, el visionario, el cruel hombre enfermo consumido por el párkinson y por su fiebre imperialista y antisemita, daba –como dicen gráficamente los taurinos, de los que cabe salvar al menos alguna metáfora– las últimas boqueadas.
Pero aún así, ningún síntoma de culpa le asaltó. De hijo del Destino había llegado a convertirse en su máximo pontífice y Señor. Había llevado sobre su espalda la labor ciclópea de poner a la Gran Alemania en el carril de la Historia que por su origen divino le correspondía. Los judíos no fueron en esa tarea más que una cabeza de turco, el polo opuesto y bien reconocible de su dialéctica de la Destrucción. El delirio antisemita del Reich es el polo más visible de la neurosis colectiva del país durante aquellos años, pero no su único causante ni, en definitiva, su exclusiva consecuencia. Historiadores recientes han analizado el factor económico a la hora de explicar la pervivencia del nazismo durante nada menos que 12 años, la escasa resistencia a la que tuvo que hacer frente a nivel interno. En una Europa en crisis, en una Alemania asolada económica y moralmente (humillada), la figura de Hitler fue más que la de un loco iluminado. El Führer, el guía, no hizo más que canalizar la heterogeneidad de sentimientos e intereses de toda una nación. Incluyendo, cómo no, los intereses económicos. «Yo no he obligado a nadie a ser mi colaborador, lo mismo que no hemos obligado al pueblo alemán. Es él quien ha delegado en nosotros –dijo Goebbels en 1933 para añadir a continuación–: ¡Pero cuando nos marchemos, temblará el orbe terrestre».
El orbe terrestre, sin embargo, ya había temblado antes de que la primera bandera soviética ondeara sobre el Berlín liberado. Había empezado a hacerlo mucho antes de que un Hitler cansado se paseara por su búnker atiborrándose de chocolate y tarta ante el estupor de sus escasos fieles. Cincuenta millones de muertos forman un nada desdeñable temblor. Y Hitler lo sabía. La gran purificación, el Holocausto, no podía ser sino un colosal baño sangriento. Para la retórica nazi, los alemanes recogían el testigo dórico de sus padres grecolatinos. Un cuadro que completaba la rica y compleja mitología nórdica. Griegos, romanos, celtas, un batiburrillo mítico que sumado a un evolucionismo darwinista distorsionado y a la concepción del hombre-masa fue capaz de engendrar centauros ideológicos de consecuencias insólitas en la historia de la Humanidad. Hitler se presentaba a sí mismo como un liberador, lo que es norma general entre todos los grandes tiranos, con la particularidad de que poseía una contagiosa y perversa visión del mundo que encandiló en sus inicios a millones de personas de toda condición. Del obrero al mayor filósofo del siglo XX: Martin Heidegger.
En la última semana de abril del año 45 –Joaquim Fest lo cuenta muy bien en El hundimiento– Hitler aún no había tirado la toalla. Su visión pangermánica convertida en pesadilla ilustrada había visto desfilar a las legiones del futuro por las calles de media Europa. En muchos casos, sin apenas resistencia. No es de extrañar que en sus últimas horas se acordase de sus hermanos ingleses para maldecir a ese demócrata fanático de Churchill, el único, con el permiso de Stalin, capaz de superarle en obstinación