Episodios Nacionales: La estafeta romántica. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La estafeta romántica - Benito Pérez Galdós


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aniquilamiento? No te rías… Yo aplico mi oreja a la raza, y la oigo decir: «Puesto que ya no sirvo para nada, quiero darme a la tierra». Si no piensas como yo, no me importa, ignaro capellán.

      Pues sabrás que las niñas de Maltrana, a quienes sus padres no niegan ningún esparcimiento de buen gusto, han dado ahora en la flor de representar en casa una comedia o drama, distribuyéndonos los papeles entre todos, según las aptitudes escénicas de cada uno. Se me ha encargado de dirigir la construcción del teatro en la más grande pieza de la casa, y asistido de un carpintero y pintor de brocha gorda, daré hoy comienzo a mi tarea de armar bastidores y el tablado, y la batería de luces, y todo lo demás que constituye una perfecta escena. La obra elegida por las niñas es El Trovador, ¡ay de mí! Están locas con ese drama. Lo han leído no sé cuántas veces, y se lo saben de memoria. De Nicolasa, me ha dicho su madre que se despierta a media noche declamando con sonora entonación los famosos versos del ensueño. Lo terrible es que se empeñan en que yo he de hacer el Manrique, creyendo que en este papel dejaré tamañito a Carlos Latorre. No sé cómo salir de paso. Trato de quitarles de la cabeza la idea de estrenarnos con obra tan difícil; no me llega la camisa al cuerpo pensando que tengo yo que salir vestido de trovadorcito, con mi laúd y todo, y soltar la andanada:

      En una noche plácida y tranquila

      que recuerdo, Leonor: nunca se aparta

      de aquí, del corazón: la luna hería

      con moribunda luz tu frente hermosa,

      y de la noche el aura silenciosa

      nuestros supiros tiernos confundía.

      No, no me llama Dios por ese camino: lo haré muy mal. Ya les he dicho que debemos elegir El sí de las niñas, y Maltrana y Valvanera me apoyan en este juicioso consejo. Pero las chiquillas no conocen la obra, y, por más que les explico el argumento, no se dan a partido. No sienten la sencillez ni la prosa en el teatro, que para ellas, o es verso patético o no es tal teatro. Desgraciadamente no he podido encontrar ningún ejemplar de la comedia, aunque para ello hemos revuelto todo Villarcayo. Se pidió a Bilbao, y contestaron que ningún despacho de libros lo tiene. Espero que nos lo facilitará un amigo de Medina de Pomar, moratinista furibundo. Si lo encuentro, haré los imposibles por convencer a las niñas, enseñando a la más pequeña el papel de Paquita, y a la mayor el de Doña Irene. Yo seré el Don Diego; es mi papel… Pues te aseguro que lo haré con gusto, y aun que lo haré bien. Hay dentro de mí mucho que ha envejecido. Me siento Don Diego… Pero en este instante, ¡oh mi dulce mentor! lo que prevalece en mí, ahogando todo sentimiento y toda idea, es un sueño intensísimo. Obediente a la naturaleza, pongo fin a esta carta deseándote lo que no tiene tu triste. – Telémaco.

      VI

      Del mismo al mismo

      Sin fecha.

      Hoy, cuando más contentos estábamos armando bastidores, y vigilando las copias de El sí de las niñas, que al fin he impuesto a mis discípulas del arte escénico, llamaron con recio golpe al portalón de esta casa palacio. Era un huésped fúnebre, la nueva tristísima de la muerte de D. Beltrán de Urdaneta en el Maestrazgo. ¡Y qué desastroso fin el del noble y simpático viejo! No te quiero decir la que se armó aquí. Valvanera cayó con un síncope, y las niñas, afectadas de súbita pena y de cierto terror, sufrieron desmayos de menor cuantía, que afortunadamente fueron de corta duración. Todo lo tienes ya revuelto en la casa, suspendidos los trabajos de arquitectura teatral y de estudio de papeles, la vida de todos amargada y descompuesta, los pequeños recaídos en sus enfermedades, un trasiego continuo de medicinas de la botica a la casa, alteradas las horas de comida y cena, y sobre esto el chaparrón de visitas de pésame. Maltrana y yo hemos tenido que vernos enfrente de innumerables caras compungidas, de levitones negros, y de manos que se llevaban el pañuelo a los ojos. Me ha causado inmensa pena el fin desgraciado del gran prócer y libertino, que no se decidía, no, a una jubilación honrosa. Ha sido preciso que le fusilen para hacerle soltar el papel de caballero pródigo, de viejo galán incorregible. Le quería yo de veras, y él a mí mucho más de lo que merezco. Me tomó un afecto semejante al tuyo; fue también mi Mentor, y me dio consejos sapientísimos que no seguí. ¡Pobre D. Beltrán! Gozó setenta y ocho años de vida. Lástima que no haya dejado Memorias escritas, que serían el más ameno libro del mundo: infinitos ejemplos que no te digo sean ejemplares, pero sí divertidísimos, rebosantes de humanidad, de gracia, de aroma de flores, de incienso cithereo… no sigo, por no enfadarte…

      Hoy estoy de malas. La murria, que había conseguido disipar dejándome querer de esta noble familia, ha vuelto a meterse en mí, negra, sofocante. La noble familia, más atenta a su dolor que al mío, me deja solo, y caigo otra vez en la cavilación tétrica que me caldea los sesos. ¿Querrás creer, mi buen amigo, que a la hora presente no he podido dilucidar el punto más obscuro de aquel desenlace funestísimo? Todavía ignoro si la traición fue consumada por la propia voluntad de la persona en quien creía yo como en Dios, o si debo ver en ello una tenebrosa conjura doméstica seguida de catástrofe, en la cual hay dos víctimas: ella y yo. No es la primera vez que ocurren estas coacciones monstruosas, confabulándose diversas personas para someter el albedrío de un ser débil, sin escatimar ningún medio: la mentira, el terror, las promesas falaces… Esta idea me hace llevadera mi desdicha. Pensando constantemente en ello, reconstruyo con segura lógica el plan y conducta de los Arratias: les veo desarrollando su odiosa maquinación con astucia mercantil, tan parecida a la diplomática. Maestros en el engaño, ávidos de absorber el patrimonio de Aura para restaurar su decaído crédito comercial, basan su horrible intriga en la impostura de mi muerte, que ellos propalan y atestiguan no sé por qué procederes indignos. Conseguido el objeto capital de mandarme al otro mundo, prosiguen en éste su designio, ejerciendo sobre la desgraciada niña una sugestión infame. Imagino mil modos y estilos de engañarla, a cuál más extravagante y malicioso. No te los refiero, porque te horripilaría la fecundidad de mi entendimiento para estas hipótesis de la humana perfidia. Prefieres, sin duda, que me atenga a los hechos, a lo que me ha pasado, a lo que he visto, a lo que me han dicho, y así lo haré, aprovechando este anhelo de confidencia que ahora siento en mí. Desde aquel tremendo día me ha repugnado hablar de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramente circunscrita a la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el placer muscular de la lucha, ni el goce amarguísimo de manifestar con violencia la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un drama por el vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixiándola inicua y estúpidamente.

      ¡Mi entrada en Bilbao, mi aparición en la casa fatal! ¿Quieres saberla? En Portugalete, un anónimo me anticipó la verdad terrible. Alguien debió de prevenir a los Arratias de mi llegada, porque huyeron, y cuando llamé a la casa no había en ella más que una criada anciana que me saludó por mi nombre antes de que yo se lo dijera. A mis preguntas respondió empujándome suavemente hacia la puerta de la tienda: «Los señores se han ido… Casaron ayer… Si quiere saber más, avístese con D. Apolinar». Y me dio las señas. Salí furioso del local obscuro, lleno de clavazón y rollos de cabos, apestando a brea, y, en medio del delirio con que aclamaba el pueblo mártir a su libertador, emprendí mi Via crucis por calles jamás por mí pisadas, buscando al clérigo que debía darme la clave de aquel nuevo misterio de mi existencia. No podría lanzarme en peor ocasión a la cacería de un sujeto desconocido, en un pueblo que yo veía por primera vez, entre aquel remolino de entusiasmo, forcejeando con el oleaje de un vecindario loco que invadía las calles. Las canciones patrióticas retumbaban en mi cerebro como un eco de las tempestades de la noche de Luchana. Gracias a Pedro Pascual Uhagón, cuyo auxilio solicité y obtuve, di con el dichoso D. Apolinar a la caída de la tarde, en su propia casa, cuando volvía de la calle, ronco de perorar en los cuarteles y en los grupos callejeros. Demostrándome, sin faltar a la cortesía, que mi visita le era enojosa, me notificó, como autoridad eclesiástica, que el día anterior, previa manifestación de la libérrima voluntad de la niña de Negretti, y comprobada por diferentes testimonios la noticia de mi fallecimiento, había casado a la expresada señorita con Zoilo Arratia. Los cónyuges se habían ido, después de la boda, a un pueblo de la costa, donde se embarcarían para Francia. «¡Pero ya estoy vivo!» exclamé sin poder refrenar mi enojo, perdido


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