La Fe. Armando Palacio Valdés

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      Armando Palacio Valdés

      La Fe

      I

      No cabía en la iglesia una persona más. Hablando con verdad, tampoco cabían las que estaban dentro si ocupase cada cual el espacio que por derecho natural, el que la naturaleza enseñó a todos los animales, le correspondía. Pero en aquel momento no sólo se infringía este derecho, pero se violaba descaradamente también la ley de impenetrabilidad de los cuerpos. D. Peregrín Casanova, persona que hacía viso en la villa, y que hasta entonces había guardado rigurosamente la ley en todas las solemnidades, lo mismo profanas que religiosas, tenía ahora metidas en los riñones las rodillas de otro bípedo racional de seis pies de alto, lo cual le producía algunos movimientos convulsivos en el epigastrio y un vivo desasosiego acompañado de sudor copioso. D.ª Teodora, señorita de cincuenta años, castísima, limpísima, pulquérrima, que había huido toda su vida cualquier contacto, fuere cual fuere, se vio obligada a sentarse sobre los pies del jorobado Osuna, sujeto de malísimos antecedentes, que no se estaba quieto un momento. D. Gaspar de Silva, poeta famoso en la villa, tanto por sus versos como por sus callos, sufrió la operación cesárea de uno de éstos que le hizo con gran destreza el chico mayor de D.ª Trinidad. De igual modo otra porción de vecinos respetables experimentaron molestias sin cuento en aquella mañana memorable en que por vez primera cantaba misa un joven de la villa.

      Como siempre pasa, había bulas para difuntos. En sitio privilegiado, entre la verja de madera y el altar, no sólo estaban la madrina y las señoras que habían pagado la carrera al preste, sino otras a quienes no asistía derecho alguno; y lo que es aún más digno de censura, unos cuantos hombres. El nuevo presbítero era casi un niño por la apariencia: los ojos azules, profundos y tristes, la tez blanca y nacarada como la de una dama, los cabellos rubios, el cuerpo delgado y esbelto. La emoción le tenía ahora muy pálido: esto hacía aún más interesante su fisonomía espiritual. Asistíanle como diácono y subdiácono el párroco de Peñascosa y D. Narciso, un capellán suelto procedente de Sarrió, establecido hacía algunos años en la villa.

      En la iglesia sonaba murmullo sordo originado por el cuchicheo de las comadres, que se disputaban el sitio o se comunicaban sus impresiones, por las exclamaciones y suspiros de malestar de los hombres. El calor se iba haciendo por momentos intolerable. D. Peregrín dejaba escapar por sus narices de trompeta unos bufidos semejantes a los de las locomotoras, y se alzaba sobre las puntas de los pies, sin lograr enterarse de nada. ¡Si al menos tuviera la estatura de su hermano Juan! Pero éste, que muy bien pudiera haberse quedado atrás, estaba perfectamente acomodado en el presbiterio entre los curas, el alcalde y varios concejales, lo cual levantaba en su corazón una ola de envidia que le sofocaba aún más que las rodillas del jayán que tenía detrás. Tal era su destino. Aunque se considerase mucho más inteligente que su hermano, y sirviera largos años a la Administración pública en varias provincias de España, y hubiese leído la Historia universal de César Cantú y la de España de Lafuente, sin faltar un tomo, y poseyese los mismos bienes de fortuna, con más la jubilación de 2.500 pesetas anuales, lo cierto es que D. Juan, sin haber salido jamás de Peñascosa ni haber leído en su vida más que el periódico a que estaba suscrito, gozaba de mucho mayor prestigio en la villa. Esto, en concepto de D. Peregrín, no procedía más que de la estatura. En efecto, D. Juan Casanova era hombre alto y seco, de rostro aguileño, ojos grandes de párpados caídos y mirar imponente, calva venerable, cortas patillas blancas y marcha acompasada y majestuosa. Estas dotes extraordinarias, unidas a un hablar mesurado y prudente, le habían captado el respeto y hasta la veneración de sus convecinos. Así que fue grande el estupor de éstos cuando a la llegada de D. Peregrín de Andalucía, donde había estado empleado últimamente, le oyeron llamar ignorante y majadero a su hermano en una discusión que con él tuvo en el casino a propósito de la renta de tabacos. Vivían juntos, ambos solteros y entregados al cuidado despótico de D.ª Mariquita, ama de llaves y dueño absoluto de sus vidas y haciendas.

      D. Juan, a fuerza de pasear su mirada severa y majestuosa por el mar de cabezas que se extendía desde la valla hasta la puerta del templo, tropezó con la calva reluciente del pigmeo de su hermano. Viendo la congoja pintada en su semblante, se apresuró noblemente a hacerle señas para que avanzase, ofreciéndole sitio en el banco que ocupaba. Pero D. Peregrín, por ventura notando la imposibilidad de dar un paso, o sofocado por la cólera, que se le había ido aumentando poco a poco, respondió con una mueca de ira y desdén que sobrecogió a su infeliz hermano y le quitó por completo las ganas de insistir.

      – ¿Qué es eso?– preguntó D. Martín de las Casas, que estaba sentado a su lado.– ¿No quiere venir D. Peregrín?

      – Es que lo ve imposible. ¿Quién rompe esa muralla de carne?

      – Pues cualquiera. Verá usted cómo voy allá y lo traigo en seguida— replicó D. Martín, hombre de carácter enérgico y expeditivo, disponiéndose a levantarse.

      D. Juan le retuvo por la manga de la levita.

      – No; déjelo usted… Acaso no quiera venir… Ya conoce usted su carácter.

      – ¡Pues hombre, no es plato de gusto estarse ahí sudando café con leche!– repuso con aspereza, alzando al mismo tiempo los hombros.

      La iglesia es de las más espaciosas que pueden verse en una villa. Verdad que Peñascosa, con tener de siete a ocho mil almas, no cuenta con más templo que éste. Quizá por ser demasiado espaciosa, el sacristán y sus ayudantes no quieren encargarse de limpiarla a menudo. Su aspecto es lóbrego y sucio. De las paredes, que no se enjalbegaron hace ya muchos años, penden cadenas, cuadros sombríos y borrosos, una muchedumbre de piernas, brazos, cabezas de cera amarilla y otra mayor aún de barquitos y lanchas que la fe de los marineros o de sus familias han llevado allí en recuerdo de algún peligro milagrosamente evitado. Mas para la función que se celebraba habíanla adornado cuanto les fue posible. Guirnaldas de flores circundaban los altares principales cubiertos de paños blancos planchados de fresco. Se habían colgado algunos cortinones en los lienzos de pared cercanos al altar mayor y tapizado una parte del suelo con la alfombra, sucia ya y desgarrada por varios sitios, que salía a relucir hacía cuarenta años, en los días solemnes. D.ª Eloisa, la madrina del nuevo presbítero, y las damas que la habían secundado en la noble empresa de darle carrera, habían añadido algunos pormenores delicados al adorno tosco y rutinario del sacristán. Grandes macetas de flores colocadas en artísticos floreros sacados de las mejores casas de la villa, algunas cortinas de damasco formando pabellón sobre los altares, candelabros, arañas. Donde, como es natural, había recaído particularmente su atención y esmero era en el arreo del joven sacerdote. Alba finísima de batista bordada con primor, estola, casulla del más rico tisú de oro que pudo hallarse en la capital, cáliz, de oro también, con algunas piedras preciosas. Las bondadosas señoras no habían escatimado el dinero para dar remate o coronar la obra de caridad que hacía algunos años acometieran.

      Todo el mundo lo recordaba en la villa; unos por haberlo presenciado, otros por haberlo oído contar frecuentemente. Hacía poco más de veinte años había en Peñascosa un pescador de altura llamado Mariano Lastra, a quien todos sus compañeros apreciaban por sus sentimientos honrados y carácter apacible. Este pescador pereció con otros ocho tripulantes de la lancha en que iba, a consecuencia de una galerna de poca importancia. Sólo aquella embarcación había zozobrado. Mariano se había casado hacía dos años y dejaba un niño de pocos meses. La viuda era una joven buena y honrada, pero de escasa disposición para el trabajo, y que sobre esto gozaba de poca salud. Viose gravemente apurada para poder subsistir. El niño le estorbaba mucho en cualquier trabajo. Dedicose a asistir por las casas desempeñando los oficios más bajos y penosos, traer agua o fregar suelos, llevar recados; lo único que era capaz de hacer, pues no tenía oficio alguno. Pero llegó un momento al parecer en que las fuerzas la abandonaron; su salud, cada día más vacilante, la iba dejando inútil para el trabajo. Fue despedida de algunas casas. Otras por caridad la siguieron empleando, aunque con menos frecuencia. Comenzó a pasar hambre y su hijo también.

      Un día fue despedida también de la única casa en que ya asistía.

      – Basilisa— le dijo la señora— Usted no puede ya traer agua y fregar suelos. Se está usted matando y no consigue cumplir como es debido. Necesito buscar otra asistenta… Bien quisiera seguir manteniéndola… pero no soy rica, como usted sabe… tenemos muchos gastos…

      – Sí señora, sí, ya lo comprendo— respondió la infeliz con sonrisa humilde y


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