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      Lo que dice la historia / Cartas al señor Ministro de Ultramar

ADVERTENCIA

      Imprímese este folleto por varios puertorriqueños residentes en Madrid y en él se reproducen LAS CARTAS AL MINISTRO DE ULTRAMAR que, con el pseudónimo de Casimiro Claro, ha publicado en El Clamor del País el Director de aquel periódico y Secretario general del Partido Autonomista Puertorriqueño, D. Salvador Brau.

      En ellas ha interpretado su autor con elocuente acierto el sentimiento patriótico herido en la Pequeña Antilla por el funesto error de escindir la idea de la Nación, clasificando á los españoles para el ejercicio de sus derechos en tres clases: españoles peninsulares á quienes se reconoce el llamado sufragio universal, españoles cubanos á quienes se exige la cuota de CINCO PESOS para intervenir con su voto en la vida nacional, y españoles puertorriqueños á quienes no se reconoce ese derecho sino mediante la cuota de DIEZ PESOS.

      Al imprimir el presente folleto los puertorriqueños, que con ese fin nos hemos reunido, hemos querido que el pueblo peninsular conozca esas páginas de la historia de nuestra lealtad á la causa Nacional, que ni ésta ni aquélla consienten que se pase sin protesta semejante atropello á nuestros derechos de españoles, desconocidos ú olvidados por el Ministro de Ultramar al proceder á una reforma que ha venido á agravar el error mismo que debía haber subsanado.

Varios puertorriqueños.

      Madrid y Marzo de 1893.

      Este folleto no se vende. Las personas que deseen adquirirlo pueden dirigirse al Sr. D. Mario Brau Zuzuarregui, calle de Jacometrezo, 74, principal derecha.

      I

      Excelentísimo señor:

      La calificación de españoles de tercera clase que acaba vuecencia de adjudicarnos á los puertorriqueños, háceme sospechar que – apesar de los profundos estudios coloniales que le asisten, y merced á los cuales habrá podido llegar al alto puesto que, para regocijo de cuneros, ocupa, – acaso por la grandeza de esos mismos estudios, si no por la exigüidad del territorio que ocupamos los que recibiéramos de los Reyes Católicos una ovejuela por cívico blasón, no ha llegado vuecencia á apreciar la significativa trascendencia de nuestra historia.

      No es esto de extrañarse en un Ministro de ahora, cuando alguno de los de enantes tomó á nuestra isla por una especie de Remedios ó Gibara – cuando no una isla de Pinos, – regiones de la Gran Antilla, olvidándose de que entre Cuba y Puerto Rico media nada menos que Santo Domingo, la cuna del imperio español en América, hoy convertida en dos repúblicas independientes entre sí.

      Errores geográficos de tal naturaleza son de suyo muy salientes, pero aún han de asumir carácter más grave, cuando informadas por ellos se ven surgir determinaciones que afectan á la consubstancialidad de un derecho perfectamente heredado, custodiado y ejercitado.

      Deseando que vuecencia pueda, en lo sucesivo evitarse esas caídas y evitárselas á sus sucesores, me permito dirigirle estos apuntes, que con gusto escribiría en mallorquín, si conociera ese dialecto; pero en estas escuelas jíbaras en que cursé rural enseñanza, no se enseña otra gramática que la de la Real Academia Española, y á lo poco que de sus preceptos recogí he de atenerme, para hacerme entender de vuecencia.

      Instalados en Puerto Rico algunos centenares de españoles en la primera década del siglo XVI, al eclipsarse en el sepulcro reyes como Fernando el Católico y ministros como el Cardenal Jiménez de Cisneros, que designaran á la naciente colonia un procurador en Cortes, solos, entregados á sus propios esfuerzos, se quedan aquellos fundadores de nuestro pueblo.

      La atención de los primeros Austrias se aplica á trastornar el mapa europeo; la emigración colonial se encauza hacia los ricos imperios descubiertos por Cortés y Pizarro. La población de Puerto Rico, diezmada por la viruela y el paludismo y azotada por ciclones devastadores, se ofrece como cebo fácil á las represalias de los vencidos en Nápoles y el Piamonte. Buques franceses asaltan en 1528, 1538 y 1554 las playas meridionales de la isla, y unos tras otros han de darse á la fuga, ahuyentados por el heroico brazo de aquellos Robinsones anémicos, encariñados con el terruño.

      Tras los franceses vienen los ingleses, guiados en 1595 por el célebre Francis Drake, quien, á pesar de su flota de veintitrés velas, no logra posesionarse del puerto de la capital.

      Siguen á los ingleses los holandeses que en 1625 á las órdenes del general Boudoin Henry, se apoderan de la ciudad, la incendian y acorralan al gobernador D. Juan de Haro con su fuerza en el castillo del Morro. Los campesinos del interior corren á San Juan y acosan al invasor, que cogido entre dos fuegos huye vergonzosamente.

      En este último año se apoderan los franceses de la Dominica y más tarde de la Guadalupe, islas orientales próximas; los holandeses se adueñan de Tórtola y luego de Curazao; en Santómas y Santa Cruz se da al viento el pabellón dinamarqués; en 1655 los ingleses arrebatan á Jamaica; San Cristóbal, San Martín, Barbada, todo el archipiélago descubierto por Colón en su segundo viaje se aparta de la soberanía española; hasta Santo Domingo, la colonia primada, ve arropada en 1640 la mitad de su territorio por las lises de Francia; en tanto Puerto Rico, la colonia pastoril, el peñón estratégico, el feraz cuanto olvidado terruño, mantiene inalterable, en medio de esas transformaciones, su sagrada nacionalidad. Y la mantiene por la voluntad de sus moradores.

      Los reyes han levantado una fortaleza junto á un puerto, para que puedan hacer cómodas escalas sus galeones; pero los cañones de esa fortaleza no bastarían á amparar las playas desmanteladas y accesibles á cualquier rapacidad extranjera, si no estuviera pronto á oponer barrera inexpugnable á la codicia de los intrusos el temerario valor de los rudos colonos.

      Para sostener la escasa guarnición de esa plaza fuerte destinan los reyes corto situado, que proveen las rentas del virreinato de Méjico; para fomentar el desarrollo de la colonia, siquiera materialmente, no se estima necesaria ninguna asignación. Puerto Rico es un presidio americano, no una sociedad civil, ni una plaza mercante, ni una factoría agrícola. Ni procedimientos administrativos le dan vida, ni estudios económicos revelan que en su porvenir productivo haya parado mientes la Corona.

      Cuando en 1765 emergencias de la política internacional aconsejan á Carlos III enviar al general O'Reilly para reconocer el estado de la isla, el caudillo se asombra del acrecimiento de la población, de su esparcimiento por los campos y de la actividad mercantil que se desarrolla por sus costas.

      La ley económica del cambio es ineludible; no acudiendo á llenarla la metrópoli, los colonos de San Juan, solicitados por los extranjeros adueñados de las islas vecinas, restablecieron comercialmente el equilibrio entre el consumo y la producción, entregando á buques ingleses, daneses y holandeses sus maderas y ganados á trueque de artefactos de labranza, telas para cubrir sus desnudeces y armas y proyectiles para su personal defensa.

      Ese comercio ninguna utilidad reportaba á las rentas nacionales, mas no tenían culpa de ello los colonos, que en sus relaciones llegaban, en bien del acrecimiento de la colonia, á procurar la selección de la raza europea, por medio de enlaces conyugales entre sus hijas y los tratantes marítimos, atrayéndolos á residir en el país, pero no dispuestos á transigir jamás con pretensiones rapaces nocivas á la nacionalidad que, como sagrada herencia, recibieran de sus progenitores.

      Si por ventura alguna vez se les consideraba débiles para mantener ese empeño leal, y los soldados extranjeros invadían las costas, como aconteciera en 1703 por Arecibo, surgían criollos como Antonio de los Reyes Correa, cuya bravura hubo de reconocer Felipe V.

      Y si más tarde, en 1797 – recordando acaso la hazaña de 1762 en que la bandera inglesa sustituyó á la española arriada en las fortalezas cubanas del Morro y la Cabaña, – se presentaba ante los muros de Puerto Rico una escuadra británica de treinta buques, con seis mil hombres de desembarco, á la carencia de tropa de línea suplía la exaltación del paisanaje, atacando, machete en mano, sin vacilaciones, blancos y negros, propietarios y esclavos, las trincheras enemigas hasta lucir aquella alborada de un Dos de Mayo que iluminó la fuga de los sitiadores, lanzados sobre la isla de Trinidad, española como Puerto Rico, pero cuyos habitantes no supieron ó no quisieron, como los puertorriqueños, mantener inalterable en su territorio la bandera de España.

      Eso


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