La araña negra, t. 8. Blasco Ibáñez Vicente
palcos, y desbordado, se extendía por las infinitas butacas del patio, donde los vistosos uniformes militares y los alegres trajes de las señoras, matizaban con vivos colores la sombría monotonía del frac negro.
María paseó sus gemelos por encima del patio, vasto mar de cabezas peinadas, las más en correcta raya desde la nuca a la frente, y erizadas las otras de airosas plumas y cabellos rizados que dejaban en el ambiente un grato perfume femenil.
Para completar María su examen, apuntó sus gemelos a lo alto, y entonces fué viendo los palquitos superiores para hombres solos, donde se agrupaban como pollada recién salida del cascarón los socios de los Clubs elegantes, los gomosos que a aquellas horas comenzaban su existencia diaria hasta las primeras horas de la mañana; y más arriba aún, el populacho, según decía doña Fernanda, el público anónimo, la gente sin gusto, que iba allí a oír la ópera con el silencioso recogimiento del fanatismo musical, sin fijarse para nada en aquel derroche de suntuosidad y elegancia que tenían a sus pies.
María miró al palco de la familia real y lo vió vacío, lo que no le extrañó. Sabía por las murmuraciones de salón que para el rey Alfonso la música era el ruido que menos le incomodaba, y cuando asistía a la ópera estaba siempre próximo a dormirse, si es que no le entretenían hablándole de corridas de toros o de “juergas” en las posesiones reales.
El acto primero tocaba a su fin. El tenor, al terminar su “raconto”, había ya recibido una ovación, aunque ésta había sido recelosa y en gran parte obra de la “claque”, como si el público no estuviera del todo convencido de la eminencia del artista y reservase su opinión para más adelante.
La baronesa, después de contestar a varios saludos, curioseaba con sus gemelos de un modo impertinente, sin fijarse para nada en el escenario, al cual volvía la espalda.
María por su parte, después de examinar el teatro, que todas las noches le causaba idéntica impresión de deslumbramiento, miraba a la escena deseosa de distraerse y olvidar aquella idea fija que la martirizaba.
¡Ay, Dios! Aquel Raúl, que tan melancólicamente expresaba su tristeza al no ver la mujer que se había apoderado de su corazón, a pesar de que físicamente, con su abdomen algo hinchado y su aspecto maduro, no tenía la menor semejanza con Zarzoso, forzosamente le hacía recordar al joven médico, que a aquellas horas, mientras ella encontrábase en un lugar de diversión, era arrebatado por el veloz “exprés”, y en el interior del vagón iba sin duda llorando, desalentado por la larga ausencia que veía en su porvenir.
Y luego aquella música de Meyerbeer, que cual ninguna sabe interpretar con exacta verdad los diversos estados del alma humana, en vez de producirla placer, causaba en su corazón el efecto de una lluvia de fuego que todavía aumentaba sus sufrimientos.
La joven se sentía molesta, y casi deseaba que dejase de sonar cuanto antes aquella música que, sin que ella pudiera explicarse la causa, la entristecía hasta el punto de que en los pasajes más vivos y alegres la acometían deseos de llorar.
Cuando terminó el acto no faltaron visitantes en el palco.
La platea de la baronesa era una de las mejores del teatro, y doña Fernanda, para adquirirla, había tenido que dar una prima de algunos miles de pesetas a sus anteriores poseedores que tenían prioridad en el abono. Esto parecía dar alguna distinción a la actual dueña del palco y a los que la visitaban, lo que, unido a la hermosura de María y a su fama de millonaria, hacía que se considerase como un gran honor el ser admitido en la tertulia del palco, y el que fuesen muchos los que durante los entreactos dirigían a él los gemelos con insistencia.
El primero que entró aquella noche fué el viejo señor que en la vetusta tertulia de la baronesa hablaba de Donoso Cortés y el cual, entre la aristocracia anticuada, era respetado como un genio literario, porque en su juventud había escrito dos sonetos y cinco romances, méritos, que con el de tener un título de marqués, habían sido considerados suficientes para hacerle sentar en un sillón de la Academia Española.
El aristocrático académico, que para sostener su fama de poeta creía necesario mostrarse galanteador y pegajoso como un cadete, dirigió algunos floreos a Fernandita, asegurando, bajo palabra de honor, que la encontraba cada día más joven y distinguida (afirmación que repetía todas las noches), y después le disparó a María unos cuantos requiebros mitológicos mostrando al hablar así la facha más deplorable, con su tupé teñido, su dentadura postiza que le hacía cecear y su chaleco bordado, de moda veinte años antes, y que no quería abandonar, porque, según afirmación propia, le sentaba muy bien.
El fué quien se encargó de toda la conversación, pues su charla incesante nunca dejaba meter baza; comenzó a hablar del tenor, repitiendo su biografía y sus anécdotas que ya conocían todos por haberlas publicado la Prensa días antes.
La conversación duró hasta que los timbres eléctricos dieron la señal de que iba a comenzar el acto segundo.
El académico se levantó dando su mano a tía y sobrina, con el mismo extravagante ademán de los gomosos cuyas costumbres imitaba.
– Adiós, baronesa; vuelvo a mi butaca. Hasta luego.
– Adiós, marqués; y no olvide usted el presentarme a ese joven de quien me habló. Tendré mucho gusto en que sea nuestro amigo: basta que sea presentado por usted.
– Paco Ordóñez también tiene deseos de conocer a ustedes. En el entreacto vendremos.
Y el aristocrático poeta, al ver que comenzaba el acto, salió del palco con toda la ligereza que le permitían sus gotosas piernas.
Transcurrió el segundo acto sin incidentes. El tenor hacía esfuerzos por agradar al público que le aplaudía, pero a pesar de las demostraciones de agrado con que era acogido su canto, notábase en el entusiasmo general cierto fondo de frialdad; era el convencimiento de que aquello no valía seis mil francos, reflexión justísima que acomete al público en presencia de todos esos hijos del arte, que al par son hijos mimados de la fortuna.
En el otro entreacto se presentó en el palco el marqués académico, seguido de un joven alto, enjuto de carnes, con una fisonomía a primera vista agradable, y que llevaba con una soltura sobradamente graciosa para no ser estudiada, su frac cortado tan mezquinamente como aconsejaba el último figurín.
– Baronesa. Presento a usted a mi amigo don Francisco Ordóñez, hermano del senador del reino duque de Vegaverde.
El presentado se inclinó haciendo una reverencia ceremoniosa, copiada sin duda de algún galán amanerado de comedia.
María le examinó con esa curiosidad pronta e instintiva de las mujeres, que con una sola mirada aprecian a un individuo desde la cabeza hasta los pies.
No era mal mozo, pero encontraba en él algo que le desagradaba. Parecíale algo fatuo, y, además, demasiado viejo para los treinta años que representaba. Iba peinado según la moda favorita de los gomosos, y su cabeza relamida y charolada tenía algo de bebé. Olía toda su persona a tonta insubstancialidad, pero a su rostro asomaba en ciertos momentos una expresión maliciosa que le hacía antipático.
Había algo en aquellos ojos negros, moteados de pintas doradas, que no era una expresión de astucia, sino de despreocupación canallesca, y en sus facciones cuidadas y un poco embadurnadas por afeites de tocador mujeril notábanse ciertas placas violáceas que eran como el indeleble sello de placeres buscados en los postreros estertores de la orgía y en las últimas capas del vicio.
María no comprendía el verdadero significado del exterior de aquel hombre, pero adivinaba en él algo repugnante y le resultaba antipática su presencia.
Atraída por la fuerza del contraste, hizo mentalmente un parangón entre aquel hombre, fiel representación de la juventud aristocrática, y el que a aquellas horas marchaba en el “exprés” de Francia, y se sintió próxima a maldecir en voz alta a la fatalidad, que dejaba a su lado tipos como Ordóñez, mientras alejaba al joven doctor Zarzoso.
El hijo segundo del difunto duque de Vegaverde era bien conocido por toda la aristocracia de Madrid.
Su hermano mayor, el heredero del título de la casa, prócer sesudo, que en el Senado llamaba la atención