La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette


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Mc Laine era un suicidio. Y yo no tenía veleidades de kamikaze. ¿Verdad? Era una chica con sentido común, práctica, razonable, incapaz de soñar. También con los ojos abiertos. O al menos lo había sido hasta ese momento, me corregí.

      —¿Melisande?

      —¿Si, Señor? —Me giré hacia él, sorprendida de que me hubiera dirigido la palabra. Cuando empezaba a escribir se apartaba de todo y de todos.

      —Tengo ganas de rosas —dijo, mientras señalaba el florero sobre el escritorio—. Pida a Millicent que lo llene, por favor.

      —Como no, señor. Aferré el vaso de cerámica con ambas manos. Sabía que era pesado.

      

      

      —Rosas rojas —especificó—. Como tus cabellos.

      Enrojecí, si bien no había nada de romántico en lo que había dicho.

      —Está bien, Señor.

      Sentía su mirada que me traspasaba la espalda, mientras abría con cuidado la puerta y entraba en el pasillo. Descendí a la planta baja, con el jarrón apretado entre mis manos.

      —¿Señora Mc Millian? ¿Señora..?

      No había rastro de la anciana ama de llaves; luego, un recuerdo afloró en mi mente, demasiado tenue para aferrarlo. La mujer, en el desayuno, me había dicho algo, a propósito del día libre... ¿Se refería a hoy? Difícil de saberlo. La señora Mc Millian era un hervidero de información confusa, y rara vez lograba escucharla de principio a fin. Tampoco en la cocina había rastro de ella. Desconsolada, apoyé el jarrón sobre la mesa, junto a una cesta de fruta fresca.

      ¡Lo que faltaba! Me di cuenta de que debía yo elegir las rosas en el jardín. Una tarea más allá de mis capacidades. Más fácil coger una nube y bailar un vals.

      Con un zumbido insistente en las orejas, y la sensación de una catástrofe inminente, salí al aire libre. La rosaleda estaba delante de mí, ardiente como un fuego de pétalos. Rojas, amarillas, rosas, blancas, azules incluso. Lástima que yo vivía en blanco y negro, en un mundo donde todo era sombra. En un mundo en el que la luz era algo inexplicable, algo indefinido, prohibido. No podía ni siquiera hacerme la idea de cómo distinguir los colores, porque ignoraba qué eran. Desde mi nacimiento.

      Di un paso incierto hacia la rosaleda, mis mejillas ardían. Tendré que inventar una excusa para justificar mi regreso arriba sin flores. Una cosa era elegir entre dos cajas, otra era llevar rosas del mismo color. Rojo. ¿Cómo es el rojo? ¿Cómo imaginar algo que nunca se ha visto, ni siquiera en un libro?

      Pisé una rosa rota. Me incliné a cogerla, estaba marchita, lánguida en su muerte vegetal, pero tenía perfume aún.

      —¿Qué haces aquí?

      Me aparté bruscamente los cabellos de la frente, lamentando no haberlos recogido en el habitual moño. Eran largos hasta la nuca, y ya estaban impregnados de sudor.

      —Debo recoger rosas, para el señor Mc Laine —respondí lacónica.

      Kyle sonrió, con su habitual sonrisa llena de segundas intenciones irritantes.

      —¿Necesitas ayuda?

      

      

      En esas palabras lanzadas al viento, vacías y ambiguas, descubrí una vía de salvación, un atajo inesperado, que cogí al vuelo.

      —En realidad deberías hacerlo tú, pero no estabas en las proximidades. Como de costumbre —dije ácida.

      Un temblor le cruzó el rostro.

      —No soy un jardinero. Trabajo ya demasiado.

      Al escuchar eso se me escapó una risa. Me llevé una mano a la boca, como para amortiguar la risa. Él me miró furibundo.

      —Es la verdad. ¿Quién crees que lo ayuda a lavarse, vestirse, a moverse?

      El pensamiento de Sebastián Mc Laine desnudo me provocó casi un cortocircuito. Lavarlo, vestirlo... Tareas que yo habría realizado con mucho gusto. Luego, el pensamiento de que nunca me habría tocado eso a mí, me hizo responder ácidamente.

      —Pero la mayor parte del día estás libre. Ciertamente, a su disposición, pero raramente eres perturbado —le dije, azuzando el fuego—. Hey, ¡ven a ayudarme!

      Se decidió, aún molesto.

      Le aferré las cizallas, sonriendo.

      —Rosas rojas —especifiqué.

      —Así se hará —gruño, poniéndose manos a la obra.

      Al final, cuando el ramo estaba listo, lo cortó en la cocina, en donde se encontraba el florero. Me pareció más práctico y fácil dividirnos la tarea. Él llevaría el jarrón de cerámica, yo las flores.

      Mc Laine estaba aún escribiendo, enfervorizado. Se interrumpió cuando nos vio entrar, juntos.

      —Ahora entiendo por qué se demoraron tanto —susurró en mi dirección.

      Kyle se despidió rápidamente, mientras dejaba con rudeza el jarrón sobre el escritorio. Por un instante temí que se derramaría. Ya había salido cuando me apresuré a acomodar las rosas en el jarrón.

      —¿Era tan difícil la tarea que tenías que hacerte ayudar? —me preguntó, dejando brotar de sus ojos destellos de ira incontrolable.

      Braceé como un pez que ha mordido estúpidamente el anzuelo.

      —El jarrón era pesado —me justifiqué—. La próxima vez no lo llevaré conmigo.

      —Muy sabio. —Su voz era engañosamente angelical. Con el rostro ensombrecido por una barba de dos días, parecía verdaderamente un demonio maligno, ascendido directamente de los infiernos para tiranizarme.

      

      

      —No encontré a la señora Mc Millian —insistí. Un pez que todavía se aferra al anzuelo, que aún no ha comprendido que se trata de un anzuelo.

      —Ah, claro, es su día libre —admitió él. Pero luego su enojo resurgió, sólo había estado temporalmente calmado—. No quiero historias de amor entre mis empleados.

      —¡Ni siquiera se me había cruzado por la cabeza! —dije impetuosamente, con una sinceridad que me hizo merecedora de una sonrisa de aprobación de parte suya.

      —Me alegro de eso. —Sus ojos eran gélidos a pesar de su sonrisa—. Pero por supuesto que eso no sirve para mí. No tengo nada en contra de tener historias con los empleados, yo. —Enfatizó sus palabras, como para reforzar la tomadura de pelo.

      Por primera vez tuve ganas de darle un puñetazo, y comprendí que no sería la primera. No libre para descargar mi ira con quien quería, mis manos apretaron más fuerte el manojo, olvidándose de las espinas. El dolor me cogió de sorpresa, como si me creyera inmune a las espinas, acostumbrada como estaba a combatir contra otras.

      —¡Ay! —Retiré de golpe la mano.

      —¿Te has hincado?

      Mi mirada fue más elocuente que cualquier respuesta. Extendió su mano, para buscar la mía.

      —Hazme ver.

      Se la mostré, como una autónoma. La gota de sangre resaltaba en la piel blanca. Oscura, negra para mis ojos anómalos. Roja carmín para los suyos, normales.

      Traté de retirar mi mano, pero la tenía apretada con fuerza. Lo observé, sorprendida. Su mirada no abandonaba mi dedo, como si estuviera secuestrado, hipnotizado. Luego, como de costumbre, todo acabó. Su expresión cambió, al punto que no sabría descifrarla. Pareció tener náuseas y retiró su mirada deprisa y corriendo. Mi mano quedó libre, y me llevé el dedo a la boca, para chuparme la sangre.

      Giró su cabeza de nuevo en mi dirección, como guiado por una fuerza


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