Sangre Pirata. Eugenio Pochini

Sangre Pirata - Eugenio Pochini


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pesar de la notable diferencia física entre los dos, Husani dio unos pasos por atrás, aparentemente asustado por esa reacción brutal y repentina. «Bueno… tengo miedo que pueda ser… el Queen Anne’s Revenge

      Como si tuviera al diablo en los talones, Rogers agarró las botas y salió corriendo descalzo afuera de la cabina. Salió al puente, el resto de la tripulación estaba corriendo por todos lados como tantas hormigas enloquecidas. O’Hara se le acercó y trató de preguntarle qué estaba sucediendo. Él lo ignoró: se inclinó hacia afuera, en la parte del barco que daba frente a la ensenada.

      Lo que vio lo dejó congelado.

      Desde Fort Charles salía un denso, humo aceitoso. La pared sur estaba totalmente envuelta en llamas y amenazaba con colapsar. Los cañones eran inutilizables, destruidos o inútiles, ardientes a causa del fuego que los envolvía. También la torre estaba empezando a ser envuelta por las llamas.

      «¡Capitán!» Alguien indicó algo que se encontraba lejos. «¡Mire allá!»

      Rogers volvió la mirada y sobresaltó. A pesar del mal tiempo, sobre la superficie negra del mar se podía ver claramente un barco que se movía como una sombra entre las sombras. Parecía inmóvil, no había ninguna linterna encendida que permitiera ver alguna maniobra. La única fuente de luz provenía del resplandor pálido de la luna y desde los cañones posicionados entre el puente de cubierta y los que estaban más abajo. No necesitaba contarlos: sabía que la Queen Anne’s Revenge tenía unos cuarenta por lado. Una cifra impresionante, en comparación con la mitad que poseía la Delicia.

      «Teach» dijo, haciendo una sonrisa sarcástica y llevando su mano hasta la mejilla desfigurada.

      Se escucharon otras explosiones.

      En el viento, las bolas de cañón silbaban, detonando cerca de la costa. Algunas terminaron en el agua, elevando grandes salpicaduras en el cielo. Luego vino un fugaz silencio, después una segunda lluvia de balas de cañón cayó esta vez cerca de la fortaleza.

      “Están arreglando el tiro” pensó Rogers.

      «¡Adelante!» gritó después. «Tráeme el catalejo.»

      Detrás de él apareció un marinero, llevando el instrumento con él. Se lo arrancó de las manos y comenzó a mirar hacia el horizonte. De no haber sido por los cañones, podría pensar que el barco estaba desierto. En el puente vio figuras diminutas que aparecían y desaparecían como fantasmas, siguiendo el relámpago. Buscó tanto en popa como en proa. No había rastro de Barbanegra. Una duda lo atacó. Giró el telescopio hacia abajo y vio varias líneas en el agua, una señal del paso de algunas chalupas.

      Y allí estaban mientras viajaban en silencio, dirigiéndose al este del fuerte, donde la costa era baja y arenosa y más cercana a la ciudad.

      «Bajen los botes» ordenó, corriendo a babor. «¡Con prisa, malditos idiotas!»

      Una bola llegó muy cerca a la Delicia, estrellándose contra una pared rocosa cercana. Se extendió un polvo alrededor y el mismo aire pareció vibrar.

      “Se están moviendo” pensó con horror Rogers. “Quieren bloquear la bahía y hacer fuego sobre la dársena.”

      «Cuáles son las ordenes, ¡mi capitán!» gritó un marinero.

      «Bajen las chalupas, les dije» insistió él.

      «Nos están disparando» contestó el otro.

      «Aquí estaremos más seguros.» Rogers no estaba acostumbrado a tener miedo, pero en ese momento tuvo que aceptarlo. «Si saliéramos al mar, nos harían pedazos. La entrada es demasiado estrecha para realizar maniobras evasivas.»

      Inmediatamente un gran caos comenzó a animar el barco. Las chalupas se deslizaron fuera de la borda. El corsario se puso sus botas y subió al frente, continuando dando órdenes por todas partes. O’Hara estaba con él.

      «Escúchame» dijo hablando con Husani, que se había quedado sobre el puente, «afloja las velas pero mantén el ancla en el mar. Debemos estar listos para perseguir la Queen Anne’s Revenge, si es necesario.»

      El africano asintió.

      Las chalupas se alejaron rápidamente. Rogers estaba sentado en la proa y animaba a los remeros para que hicieran ir la embarcación lo más rápido posible.

      «¿Según tu porque vino?» le preguntó de repente O’Hara.

      «Teach nunca atacaría Port Royal» contestó él. «Es un riesgo muy grande.» Titubeó por un momento, los pensamientos se amontonaban entre ellos frenéticamente. «Si eligió venir hasta aquí seguramente hay un buen motivo. A lo mejor supo de Wynne.»

      Las chalupas atravesaron el pañuelo de tierra donde se encontraba la fortaleza. En ese punto, la bahía formaba un ángulo agudo, cubierto de rocas puntiagudas.

      «Hacía allá» ordenó Rogers.

      «Vamos a correr el riesgo de estrellarnos, mi capitán» comentó uno de los remeros. «La corriente es demasiado fuerte. Nos va a arrastrar.»

      «Eso es exactamente lo que quiero. Usaremos el flujo para tomar velocidad y desembarcar en ese punto.» Movió un dedo siguiendo la costa. «Cortaremos a través de los muelles. Las chalupas de Barbanegra ya estarán allí. No podemos perder más tiempo.»

      «¿Una vez que desembarquemos que piensas hacer?» le preguntó O’Hara.

      «Encontrar a ese bastardo y regresarle el favor.» Rogers se tocó una vez más el conjunto de cicatrices que dominaban su cara. Tenía una sonrisa extraña impresa en su rostro.

      Como había ordenado, las chalupas dirigieron la proa hasta el punto establecido. La tripulación estaba a la merced de la corriente, a pesar de eso, los remeros lograron mantener el equilibrio. A su alrededor continuaban silbando los proyectiles. Bajo el fuego enemigo, el fuerte inerme, no se podía defender: la orilla de un bastión fue golpeada y destrozada. Luego tocó a la puerta principal. Explotó en una tormenta de piedras y parte de los escombros cayeron al mar.

      «¡Harás que nos maten!» gritó O’Hara.

      Rogers estaba demasiado concentrado para escucharlo. Ahora ya no tenía dudas: la Queen Anne’s Revenge actuaba para capturar su atención. Con su ataque de fuego, permitiría a los piratas de Barbanegra de actuar sin algún problema. ¿Pero con qué fin?

      «¡Cuidado!» gritó un remero.

      Otro conjunto de proyectiles había golpeado a Fort Charles. Un trozo de la torre cayó por debajo, rodando sobre su eje. Se estrelló contra una de las chalupas, rompiéndola en dos, y los marineros a bordo desaparecieron bajo el agua, arrastrados por la corriente.

      Un silencio absoluto se apoderó de los presentes, evidenciado por el sonido de las explosiones y de los gritos. Una vez que llegaron hasta la ensenada bajaron al suelo. El espectáculo que se presentó a sus ojos era de un terror absoluto: la gente corría hasta los muelles, buscando refugio en los botes que se encontraban en el puerto. Los soldados intentaban contenerlos en vano: algunos fueron atacados y empujados al mar. La zona del puerto cerca de la fortaleza estaba ardiendo.

      «Saquen las armas» Rogers agarró su espada. «Seguramente querrán secuestrar al gobernador.» Miró a su alrededor, señalando un callejón cercano. Quería llegar a la residencia lo antes posible. «¡Por acá!»

      Corrieron por las tortuosas calles del puerto. Dondequiera se veían multitudes de desesperados que estaban intentando huir. Los soldados también estaban muy asustados: probablemente no se esperaban un ataque tan preciso y violento.

      Cuando llegaron a una intersección, se encontraron en una placita, llena de lodo a causa de la lluvia. A pocos pasos de ellos se encontraba la iglesia, una estructura austera hecha completamente de madera. Si el fuego la hubiera alcanzado las llamas, habrían envuelto el área circundante devorando toda la ciudad en unas pocas horas. Sin embargo, no era eso que le preocupaba a Rogers. Con un gesto


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