Sangre Pirata. Eugenio Pochini
solicitud de Barbanegra catapultó a Rogers en un estado de profundo asombro. Su llegada a Port Royal estaba relacionada con la ejecución del francés. Sobre esto, no había duda. Si era el mapa que estaba buscando, ciertamente no lo iba a encontrar sobre un cadáver. Se preguntó para qué le podía servir esa información. Con movimientos lentos y cuidadosos se deslizó detrás de un barril. Hacerse descubrir quería decir ser condenado a muerte. Apoyó la espalda contra los listones y prestó más atención.
«Adelante, padre» le insistió otra vez Teach. «Aunque la noche es muy larga, no tengo tiempo para controlar cada tumba.»
Mckenzie desvió la mirada, y esto fue suficiente para que el pirata estallara en una risa ruidosa.
«Está bien» dijo. «Mientras que usted piensa, yo les explicaré las reglas de este juego.» Ordenó a la tripulación de cerrarse alrededor de los soldados. Luego agregó: «De hecho, las reglas son bastante simples. Tienes tres minutos de tiempo, a partir de ahora.» Sacó un reloj de bolsillo y lo miró con avidez. «Si me dirá dónde está enterrado Wynne, mis hombres les dispararán a los soldados. De lo contrario, yo le dispararé a usted. ¿Qué elije hacer? ¿Salvar las vidas de estas personas, sacrificando la suya? O…»
«Usted es un monstruo» el sacerdote, llorando tuvo el valor de interrumpirlo.
«Más que nada podemos decir que soy un hombre práctico» contestó él. «Y como quiera, tiene solamente dos minutos a su disposición.»
Los guardias comenzaron a gritar en contra de Mckenzie, argumentando que tenía la obligación de salvar sus vidas. El cura estaba llorando, y se veía muy pequeño en su traje oscuro. Parecía una cucaracha a punto de ser aplastada. Sobre todos dominaba la imponente figura de Barbanegra.
«Un minuto» declaró el pirata.
“¿Dónde están?” Rogers empezó a morderse los labios. La tensión lo estaba matando. Por un momento incluso pensó de intervenir directamente él mismo.
«El tiempo se está acabando» avisó Teach.
Otra vez, el pánico.
Un soldado intentó escapar. Logró moverse unos pasos, pero fue alcanzado por la parte trasera de un mosquete. Se derrumbó en el piso. De nada sirvieron sus suplicas. Alguien le disparó. El ruido fue extrañamente ensordecedor y el desgraciado se quedó inmóvil en un enorme charco de sangre que se alargaba debajo de él.
«Quedan treinta segundos, padre» confirmó Barbanegra y comenzó a contar hacia atrás, pronunciando cada número solamente, para aumentar la tensión que ya impregnaba la situación.
«¡Hay un túmulo de piedras!» confesó Mckenzie, de repente. «Allí está enterrado, enseguida de la capilla.» Indicó temblando, el fondo de un callejón. «El cementerio se encuentra por allá.»
El público se quedó en silencio. Incluso Rogers contuvo el aliento. Solo Teach había cambiado su expresión: las mechas atadas a su tricornio se estaban apagando, reduciendo la niebla. En su rostro se podía notar una mirada famélica.
«Muy bien» comentó y empezó a mirar a los hombres de su tripulación. La orden fue llevada a cabo sin necesidad de agregar nada más.
Una lluvia de balas centró a los soldados, acribillándolos como si fueran palmeras bajo la rabia de una tormenta violenta. El aire se impregnó con el aroma intenso de la pólvora, un olor penetrante y muy agudo que contrastaba completamente con el perfume húmedo de la lluvia.
«Por lo que tiene que ver con usted» continuó diciendo Barbanegra, moviendo su dedo con un gesto pedante, «No se olvide que yo siempre cumplo mis promesas. El único problema es que usted prefirió sacrificar la vida de otras personas, nada más para salvar la suya. Y usted sabe muy bien cuánto odio a los cobardes.»
Mckenzie se encontró con la pistola del pirata a pocos centímetros de su cara. Empezó a temblar moviendo la boca como si fuera un pescado.
«Que tenga un excelente viaje» sentenció Edward Teach y oprimió el gatillo.
El cráneo del religioso explotó como un frasco de arcilla, cientos de fragmentos rodaron en el aire desde el involucro que antes había sido su cabeza. Se envolvió sobre sí mismo, todavía mirando a Barbanegra con una expresión llena de incredulidad.
«En serio eres un hombre con un gran sentido del honor, mi capitán.»
El comentario sarcástico surgió de repente desde un desconocido, escondido en la penumbra que dominaba un espacio entre dos casas. Los piratas se movieron rápidamente, sacando las armas. Incluso Rogers se quedó sorprendido: esa voz cristalina lo había tomado totalmente desprevenido.
«¡Hardraker!» exclamó Barbanegra. «¡Caramba! Regresaste del mundo de los muertos.»
Al momento de escuchar su nombre, el hombre apareció bajo la luz de un poste que estaba allí cerca. Estaba sonriendo El resplandor dorado de un par de dientes brilló a través de sus labios estrechos.
«No ha sido sencillo salir de Fort Charles» comenzó a explicar. Movió los brazos de arriba hasta abajo, enfatizando sus condiciones físicas. Un corte vertical cruzaba la manga izquierda de su chaqueta, apretada por una venda debajo de su codo. A través de la venda se podía notar una mancha de sangre seca. Una de las botas tenía la punta destruida. Desde el agujero, se veía el dedo gordo. «Los soldados de Port Royal son el orgullo de la Armada británica, estaban demasiado ocupados a domar el fuego para preocuparse de mí.»
Todos empezaron a reírse.
Teach, al contrario, guardó su pistola todavía caliente y se dirigió hacia el recién llegado. «Llévate algunos hombres y corre al cementerio. Encuentra la tumba de Wynne.» Luego comentó, con tono muy serio: «Quiero que me traigas su ojo. Por mientras yo regresaré sobre la Queen Anne’s Revenge. Tengo que planear la ruta para la isla de los Kalinago.» Puso su brazo alrededor de los hombros de su compañero y se rio. «Esta vez es la buena, mi estimado Victor.»
“Ese debe ser el primero oficial” evaluó Rogers. Lo había deducido del tono confidencial con el que Barbanera se dirigía a él. Desafortunadamente ese intercambio de bromas, no disipaba las demasiadas cuestiones que no lograba entender. ¿Por qué Teach quería saber la ubicación de la tumba de Wynne? ¿Para qué le servía el ojo de un hombre muerto? Por un momento creyó de haber entendido mal, pero cuando vio ese tal Hardraker desaparecer en la dirección indicada por Mckenzie, se dio cuenta de que la situación estaba cambiando demasiado rápido.
Se dio cuenta que ya no podía esperar.
Sus sentidos eran tan agudos que aún podía sentir el penetrante aroma de la pólvora. A esto se sumaba el ritmo de su aliento y el murmullo continuo de la sangre en sus venas.
Una vez, alguien le había dicho que incluso la batalla más corta parecía ser muy larga para los que participaban en ella. El tiempo se volvía elástico; se estiraba hasta desaparecer. No recordaba quién se lo había comentado, no había entendido exactamente a qué se refería. Tuvo que esperar unos años para aprender la lección.
Al mando de una fragata, había recibido la orden de vigilar las rutas de los buques comerciales británicos frente a las costas de Cuba. Durante un día particularmente bochornoso había interceptado el Queen Anne’s Revenge. A esto había seguido un abordaje. Emocionado por el frenesí de la pelea, se había lanzado sobre el puente del barco enemigo con un solo objetivo: eliminar a Barbanegra. Los dos se habían enfrentado en un duelo que le pareció infinito. Al contrario, solo pasaron unos minutos. Al final, Teach le había disparado en la cara. Solo el instinto natural de Rogers lo había salvado de una muerte segura. Se había movido unos pocos centímetros de la trayectoria de la bala, pero como quiera lo había alcanzado, destruyéndole una gran porción de mejilla.
Se acordaba muy bien del dolor, el enojo, el miedo… y también ahora esas eran las únicas emociones que lograba probar.
«Edward Teach!» gritó, saliendo detrás de un bote. «En nombre de Su Majestad, estás bajo arresto. Tira las