Los argonautas. Blasco Ibáñez Vicente

Los argonautas - Blasco Ibáñez Vicente


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ocupado en seguir las evoluciones de los pequeños buzos, sintió de pronto que le tocaban en un hombro y alguien venía a acodarse en la baranda junto a él.

      –Pero ¿usted no ha querido bajar a tierra?…

      Maltrana levantó los hombros. ¿Para qué?… Habían salido a primera hora algunos vaporcitos llenos de pasajeros: familias mareadas aún por el balanceo de la noche y ávidas de asentar el pie en suelo firme; damas rubias que soñaban con excursiones al interior, olvidando que el buque sólo iba a detenerse el tiempo necesario hacer carbón: unas cuatro horas. Hasta un señor alemán que todos llamaban «doktor», sin saber ciertamente el porqué del título le había preguntado, al enterarse de que Tenerife era isla española, si tendría tiempo para presenciar una corrida de toros. Y Maltrana reía pensando en la posibilidad de una corrida imaginaria a las siete de la mañana, organizada a toda prisa para dar gusto al «doktor». Nadie le había invitado a bajar a tierra, y él deseaba evitarse gastos. El amigo Fernando estaba enterado del poco dinero con que emprendía su viaje. En fuerza de importunar a los amigos que tenía en los periódicos de Madrid, había podido conseguir un billete de favor, un pasaje de primera clase pagando lo que pagaban los de tercera.

      –En justicia yo debía ir abajo comiendo rancho con ese rebaño de judíos y cristianos, rusos, alemanes, turcos, españoles y… ¡demonios coronados!, pues aquí vienen gentes de todos los países. Pero soy lo que llaman un pobre de levita, y alguna vez había de servir para algo bueno la santa desigualdad social, base, según dicen, del orden y las buenas costumbres.

      De contar con más tiempo para la visita del interior de la isla, no se habría quedado en el buque. ¿Pero para ver la ciudad y sus vecinos?… Bastantes españoles llevaba conocidos en España y sobradas veces había tenido que escribir de asuntos de las Canarias sin haberlas visto nunca. Ahora sólo le interesaban los países nuevos.

      Y Maltrana añadió, mirando la isla:

      –Esto es la portería de Europa. Le hallo cierta semejanza con los perros caseros que surgen al paso de los que salen y los que entran. Cuando creemos estar en el Océano sin límites, aparece la isla ante el buque y lo detiene para husmearlo. Al que se va, le dice: «Anda con Dios, hijo, y no vuelvas por aquí si no traes dinero. Antes que te parta un rayo». Y al americano que viene, lo saluda con amabilidad de portera: «Bien venido sea usted a la casa de su abuelita si trae plata que gastar…». No me interesa esta tierra, que es como el rabo de un mundo que dejamos atrás. Deseo verme cuanto antes en el otro hemisferio, a ver cómo pinta por allá la suerte. Soy lo mismo que esos enfermos que van de balneario en balneario, siempre con la esperanza de que en el próximo les espera la salud.

      Todos en el buque deseaban llegar al término del viaje, Maltrana veía un signo de impaciencia en la rapidez con que los pasajeros cambiaban de vestido, creyendo haber avanzado considerablemente, cuando aún estaban cerca de Europa. Todavía era invierno; pero muchos, ilusionados por la marcha hacia el Sur, habían creído oportuno, al tocar en Tenerife, subir a cubierta con trajes de verano, gorras blancas o sombreros de paja. Las señoras, que en los días anteriores iban por el buque con gruesos paletós hombrunos y envueltas en velos como odaliscas, mostraban ahora la rosada pulpa de su carne a través de los encajes de las blusas.

      –Empieza para nosotros el verano—dijo Maltrana—, y con el verano las ilusiones. Los que venimos por vez primera camino de América, sentimos el mismo prejuicio de los sabios del tiempo de Colón, que afirmaban que sólo podía encontrarse oro allí donde hubiese negros e hiciera mucho calor… Al sentir que el sol nos quema con más fuerza que en Europa, creemos estar menos alejados de la fortuna.

      Permanecieron los dos amigos largo rato en silencio. Llegaban hasta ellos las ondulaciones del gentío al abrir círculo en torno de los vendedores que exhibían nuevas mercaderías. Ojeda se sintió molestado por esta confusión de gritos y empellones. «¿Si nos fuésemos arriba?…» Y por una de las escaleras que arrancaban de la cubierta de paseo, subieron al último piso del buque, llamado en el lenguaje de a bordo «cubierta de botes».

      Nadie. Los ojos, habituados a la suavidad de los tabiques blancos del piso inferior, a su penumbra ligeramente azul, que le daba el aspecto de un paseo conventual, parpadeaban por exceso de luz en esta cubierta de arriba, donde vastos espacios quedaban a cielo libre, caldeándose las tablas bajo el fulgor solar. Algunos toldos extendían sombras rectangulares y negruzcas sobre el suelo amarillento.

      Por primera vez subía Ojeda a esta cubierta. El frío los había retenido a todos abajo en los días anteriores. Sólo Maltrana, inquieto y curioso por las novedades de la navegación, había ido de un lado a otro, desde el puente del capitán a los profundos sollados, iniciando conversaciones, lo mismo en las salas de los pasajeros de primera clase que en los departamentos de proa y popa donde se hacinaban los emigrantes.

      –Me gusta esta cubierta—dijo con entusiasmo—porque es el único lugar donde uno se entera de que va en un buque. Abajo, salones, comedores, majestuosas escaleras, camareros de corbata blanca, pasillos con habitaciones numeradas: un verdadero hotel. A no ser porque el piso se mueve de vez en cuando, creería uno vivir en un balneario de moda. Hay que levantarse del asiento dar un paseo y asomarse a la barandilla para convencerse de que se está en el mar. Aquí, no: aquí se siente uno marino; puede abarcarse por entero el redondel del Océano, que no termina nunca, y en el que siempre ocupamos el centro, por más que avancemos. Mire usted, Ojeda, qué cosas tan majestuosas lleva en su cabeza el amigo Goethe.

      Y con el orgullo de un descubridor, fue mostrando las maravillas de esta cubierta, por la que había paseado en los días anteriores, cuando el mar era de un tono lívido, el cielo plomizo y un viento cortante soplaba de proa a popa.

      –Fíjese usted en la chimenea: esa torre amarilla y enorme, que vista de cerca casi da miedo. ¡El dinero que expele convertido en humo! Tiene algo de campanario y abajo, en lo más profundo del buque, está el templo, el santuario del fuego, con sus altares inflamados que producen el vapor. ¿Eh?, ¿qué le parece la imagen? Se la brindo para unos versos… Y con ser tan robusta la chimenea, mire cómo está aprisionada y sostenida por varios tirantes, para que no la tumbe el viento. Vea usted esos cuatro ventiladores que la rodean como si fuesen su pollada: cuatro trombones amarillos, con la boca pintada de rojo, por los que podríamos colarnos los dos a la vez. Llevan el aire a las profundidades de las máquinas y los hornos. Digamos que son las ojivas que ventilan esta catedral de acero y hulla.

      Luego, echando la cabeza atrás, remontaba su mirada hasta lo alto de los dos mástiles del buque.

      –¿Distingue usted cuatro hilos que, sujetos a dos trastes, van de un palo a otro? Parecen un cordaje de guitarra y son la red de la telegrafía radiográfica. Los hilos bajan a la casilla del telegrafista, y si se acerca usted oirá un chirrido semejante al de los huevos en aceite: algo así como si el empleado friese los despachos antes de servirlos al público… Y todas esas cajas enormes de cristales deslustrados, esas cúpulas alambradas, son claraboyas que dan luz a salones y escaleras. Vistas de abajo, brillan con dibujos de mosaicos complicados, escudos de naciones, y aquí arriba Parecen estufas opacas como las de los invernáculos… Esta cubierta tiene sus habitantes; es un pueblo aparte, el barrio alto, la Acrópolis donde viven los Arcontes que dirigen nuestra república movible. Mire usted a proa esa manzana de camarotes, con paredes blancas y zócalos grises. Allí están las viviendas del soberano comandante y sus ministros los oficiales. En torno de ellos, los camarotes de la gente rica, la aristocracia, que busca siempre la sombra de la autoridad. Sobre el techo, un pequeño paseo, la última toldilla del buque; en la parte delantera, el puente, algo así como el Ministerio del Interior, donde se vigila día y noche por el mantenimiento del orden; cerca de él, la oficina telegráfica, o sea el Ministerio de Relaciones Exteriores. Insubordínese usted, y sonará un pito en el puente que hará surgir por una escotilla, como diablos de teatro, cuatro rubios forzudos, con anclas azules tatuadas en los bíceps, que le llevarán a dormir en la barra… Que un peligro amenace la estabilidad de nuestro pequeño Estado, y el Poder Ejecutivo lanzará una circular eléctrica a las otras potencias que navegan invisibles, reclamando su pronta intervención.

      Maltrana volvió los ojos hacia la popa, más allá de la chimenea y los ventiladores de las máquinas.

      –Allí


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