La Adivinadora del Circo. Barbara Cartland

La Adivinadora del Circo - Barbara Cartland


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      Capítulo 1

       1814

      CUANDO el carruaje giró hacia una calle muy poblada, se escuchó el sonido de música en la distancia. Odella Wayne, que viajaba en el asiento trasero, se inclinó para ver si podía adivinar de dónde provenía.

      Cuando vio lo que sucedía a lo lejos y que la gente se movía con rapidez para dejar libre la calle, lanzó una exclamación:

      —¡Es un circo!

      Su Doncella, que ocupaba un asiento frente a ella, aplaudió:

      —¡Qué emocionante, señorita Odella!

      El conductor, un hombre de edad que servía al vicario desde hacía muchos años, condujo el caballo hacia una calle lateral.

      —Tendremos que esperar aquí, señorita Odella —dijo por encima de su hombro—. Habrá que aguardar que pasen.

      —Es una buena idea, Thompson —asintió Odella—. Así podremos verlos de cerca.

      Se dio cuenta de que Emily se estiraba para poder contemplar el desfile.

      Ven a sentarte junto a mí, Emily —le dijo con amabilidad Odella—. Podrás ver mejor desde este lado.

      —Oh, gracias, señorita Odella —repuso Emily—. Desde que era pequeña, me han enloquecido los circos.

      Odella sonrió, ya que sabía que aquello no se remontaba a muchos años.

      Cuando decidió que, ya que su padre se hallaba ausente, podía ir de compras a Portsmouth, ordenó el carruaje que el vicario solía usar cuando viajaba.

      Sugirió al ama de llaves, la señora Barnet, que fuera con ella, pero la vieja mujer respondió:

      —Debo negarme, señorita Odella, ya que tengo mucho que hacer. Cuando el amo se ausenta, es mi única oportunidad de limpiar su estudio. Ya sabe cómo se pone si alguien toca sus libros cuando está en casa.

      Odella sonrió.

      —Tiene razón y debe aprovechar la oportunidad. Papá se molesta mucho cuando le mueven sus libros, en especial los que consulta para sus investigaciones.

      El vicario estaba escribiendo una historia de la aldea de Nettleway, que era su parroquia. Como necesitaba muchos libros de referencias, se amontonaban éstos sobre las mesas del estudio, e incluso en algunos rincones del piso.

      Odella podía entender el deseo de la señora Barnet de limpiar la habitación cuando tenía oportunidad para ello.

      —Hay varias cosas que deseo hacer en Portsmouth —dijo Odella—. Así que me llevaré a Emily conmigo. Sé que a Papá no le gustaría que fuera sola.

      —¡Por supuesto! —afirmó la señora Barnet—. La madre de usted, a quien Dios tenga en su seno, jamás le permitiría tampoco hacerlo.

      No cabía duda de que así era, ya que el Portsmouth del momento era muy diferente al Portsmouth de antes de la guerra. Ahora la situación parecía haberse vuelto en contra de Napoleón y Wellington enviaba a casa todos los día alentadores informes de sus progresos.

      La gente se mostraba mucho más alegre que el año anterior. Durante la primavera y el verano anteriores, los caminos a Portsmouth y a Plymouth habían estado llenos de tropas. Entre ellas, los regimientos de caballería, con sus esplendidas monturas. También, las batallones de reserva, que marchaban para relevar a los soldados que para entonces ya eran veteranos de la guerra continental.

      Cruzaban las aldeas haciendo sonar sus tambores, y los niños, entusiasmados, corrían tras ellos. Las amas de casa acudían a las puertas o ventanas de sus casas para verlos pasar. Las mujeres de edad se lamentaban de que aquellos jóvenes corderos, probablemente, iban al matadero. Los viejos y quienes habían regresado heridos a Inglaterra les compadecían entre dientes.

      Odella y su padre, con frecuencia, comentaban el viaje que les esperaba al cruzar el mar. Se preguntaban lo que los soldados pensarían cuando vieran por primera vez las playas del continente.

      Los hombres que regresaban solían acudir a contarle al vicario sus experiencias, con la sensación de que era la única persona en la aldea que los entendería. Solían describirle de forma muy elocuente el hedor de Lisboa. Lo que sintieron mientras marchaban por las altas montañas hacia la frontera entre Portugal y España.

      Algunos de sus relatos habían hecho a Odella sentir deseos de llorar. Otros, en cambio, eran muy divertidos. Uno de los jóvenes que había regresado a casa herido de no mucha gravedad, el hijo del doctor, se llamaba Tim Howland. Le describió al vicario, a quien conocía desde pequeño, lo que sus compañeros y él experimentaron. Picados por los insectos, con los pies lastimados y polvorientos, finalmente se encontraron con los alegres y endurecidos veteranos que serían sus camaradas.

      —Fue entonces cuando nuestra educación empezó —dijo Tim

      El vicario enarcó una ceja y Tim prosiguió:

      —A mí y a muchos otros compañeros el Mayor O'Hara nos condujo a una elevación desde donde podíamos ver al enemigo en la planicie. "¡Esos son los franceses!", —gritó con su potente voz de mando. "Deben matarlos y no permitir que ellos los maten a ustedes. Deben aprender a protegerse como puedan. ¡Recuerden, reclutas! Vienen aquí a matar, no a morir. Mantengan esto en la mente: si ustedes no matan a los franceses, ellos los matarán a ustedes".

      —Eso sí que es hablar claro —comentó el vicario.

      —Eso pensamos —respondió Tim—. Pero resultó muy cierto, como comprobaríamos por nosotros mismos.

      Después de escuchar con frecuencia relatos similares, Odella rezaba siempre por cada contingente de tropas que llegaba. Marchando detrás de los tambores, era evidente que disfrutaban de los vítores de la multitud. Apreciaban mucho que las jovencitas corrieran a entregarles flores o a darles un beso.

      Se preguntaba cuántos regresarían y cuántos quedarían sepultados en tumbas sin identificación.

      De hecho, desde el inicio de su gran ofensiva en mayo de 1813, Wellington había tenido bajo su mando más de cincuenta mil soldados ingleses y unos treinta mil portugueses. Ahora, desde el pasado febrero, Wellington tenía el paso abierto a través de los Pirineos en el Sudeste de Francia y los españoles se habían vuelto amistosos.

      —¡Oh, Señorita, mire! —gritó Emily.

      La música que se elevaba no era la de los tambores que con tanta frecuencia escuchaba Odella. Se inclinó para mirar hacia la calle. No se sorprendió de que Emily estuviera entusiasmada. Un colorido desfile avanzaba hacia ellas. Lo conducía un hombre ataviado de chaqueta roja y sombrero de copa negro, el cual alzaba intermitentemente como saludo hacia las mujeres que agitaban la mano a su paso. Cabalgaba en un fino caballo negro.

      Detrás de él marchaban cuatro caballos más, montados por lindas jovencitas que vestían faldas de ballet que dejaban ver sus bien formadas piernas. Sobre la cabeza llevaban fulgurantes coronas con ondulantes plumas y lo que parecían ser resplandecientes joyas. Emily se emocionó tanto, que no pudo evitar incorporarse. Se puso de rodillas sobre el asiento de enfrente, desde el cual podía contemplar mejor el espectáculo.

      A cada momento se acercaban más.

      Ahora Odella podía observar que la banda de música iba sobre la carreta tirada por dos caballos blancos. Los conducía un hombre vestido con la piel de un tigre. Resonaban los timbales ruidosamente y un gran tambor hacía las delicias de la gente.Todos los músicos de la banda llevaban uniformes muy vistosos.

      A esa carreta le seguían algunos payasos que gastaban bromas a los paseantes y agitaban frente a los niños enormes globos de colores, los cuales retiraban antes de que los pequeños pudieran apoderarse de ellos.

      Con sus rostros pintados de blanco, exagerados labios rojos y extraños pantalones, era imposible no reírse al verlos. Cada movimiento que hacían y cada palabra que decían provocaba oleadas de risas de cuantos caminaban por la calle.

      En otra carreta cubierta, no roja escarlata como las otras, sino de llamativo tono plateado, se veía una figura espectacular.


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