Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos. Emilia Pardo Bazan
la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, á quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Sena.
La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano, aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano, renovó las duras penitencias de edades más fervorosas.
Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama dos quilmas sin paja; su ropa interior un burdo tejido de Cilicia, que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba á orar, en las noches de Enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca.
Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas,—y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde á cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces.
Como Catalina de Sena, más de una vez se vió asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada á la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció su victoria en la paz que descendía á su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron á los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada.
Llegó la Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena, acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles.
Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vió á un precioso Niño; una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y á quien la monja recibió enajenada en ellos.
—Esta noche—dijo el Niño amorosamente—he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado.
Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí; el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño.
—Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma... concédeme lo que voy á pedirte. ¡Ah! Es cosa grande y difícil,—pero si tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos... y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado... El corazón de mi padre, Orso Amadei.
Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza.
—¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos, los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan á mi cuello las víboras y cómo trepan por mis piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre!
Al oir la promesa del Niño, Lucía experimentó tan subido gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vió el huerto amortajado en nieve.
A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas y en que la presencia de las damas, incitando á la galantería, contuviese á la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, á que sólo asistían sus capitanes semi-bandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa.
Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio á los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa de cazar á una joven muy linda, ¡peor para ella si andaba á tales horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo á carcajadas, ordenó que trajesen á la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa.
Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro... y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza.
—Soltad á esa mujer—gritó Orso.—Que la acompañen á su casa con el mayor respeto. Que nadie la haga daño... ¡Ay del que toque á un cabello de su cabeza! Que se la trate como á mi persona...
Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fué traído á la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra á uno de éstos, á quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle á la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y, cuando iba á engullirlo sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía.
El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió un plato de asado, humeante, y una copa de Lácrima; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos, que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual.
—Que suelten á éste—mandó Orso.—Antes dadle bien de comer, cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino á discreción... Que se le trate como á mi persona... ¿lo oís? ¡como á mi persona!
Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos:—«Piedad, gran señor—exclamaba,—piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, á quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo.»—Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba á atravesar la garganta del pequeño... pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía, cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez.—Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el pecho empezó á acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel á su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal...
A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había espirado á las doce en punto de la noche.
El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad pidiendo perdón á los habitantes