Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos. Emilia Pardo Bazan
EN LA TIERRA
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Voy á contaros un cuento de la gran Noche, que me refirió un viejo peregrino, cansado ya de recorrer todos los caminos y senderos de este mundo y deseoso únicamente de recostar la cabeza en una piedra y morir olvidado. Si el cuento es algo sombrío, atribuidlo á la fatiga y á las muchas desventuras del que me narró esta especie de sueño.
La noche de Navidad de uno de estos últimos años, habéis de saber que nuestro Señor Jesucristo en persona quiso bajar á la tierra y recorrerla, porque, como nadie ignora si ha leído el texto santo, las delicias de Jesús son morar entre los hijos de los hombres.
Dejó, pues, su trono y su asiento á la diestra del Padre, y ocultando la majestad y belleza de su aspecto bajo forma que no deslumbrase á los ojos mortales y que á veces ni aun fuese visible para ellos, descendió al mundo, deseoso de encontrar piedad, amor y fraternal regocijo. La naturaleza parece asociarse á la solemnidad del día: en el firmamento, claro como una bóveda de cristal, brillan los astros de oro y de esmeralda pálida, titilando cual una mirada cariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partícula de humedad condensada en figura de nubecilla empaña la magnificencia de la hora nocturna.—En el polo, cuando se apoya sobre la helada extensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese súbitamente, como para festejarle, una espléndida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpúreos y anaranjados, colorean la nieve y arrancan de los enormes témpanos centelleo diamantino. Mas ¿qué le importa á Jesús la magia del espectáculo? Lo que Él busca es luz de aurora en los corazones; le atraen los fenómenos del alma, no los juegos de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.—Y pasa adelante.
El primer lugar donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo de un valle que altas montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el suelo, apretados como la mies cuando la tumba la guadaña del segador; pero hombres inmóviles, yertos, crispados, en posiciones violentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de rabia ó de espanto persiste, á despecho de la muerte... Porque son cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un campo de batalla.—Jesús, pensativo, los contempla breves instantes. En los pechos abiertos, las heridas bermejas parecen bocas; en las frentes destrozadas, los negros coágulos de sangre mariposas fúnebres, de esa horrible especie llamada Atropos, que lleva sobre el corselete la figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen en la llanura respiran todavía: prestando oído, se percibe su ronco estertor agónico. Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez á su hijo entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la carnicería y huyendo enloquecido...—Y Jesús sigue, se aleja.
Entra en una ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada, gozando la deliciosa templanza de una noche tan apacible como las primaverales. Voces vinosas entonan cantos desafinados; las guitarras acompañan con su rasgueo procaz coplas equívocas; las panderetas repican insensatamente, y discordes sonidos de rabeles, zambombas, chicharras, carracas de metal, se enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado. La multitud, desparramándose por las calles, se arremolina ante los cafés atestados, sofocantes de calor; á veces un grupo se cuela por la puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara, blasfemias y vaho de aguardiente.
Ante una de estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da cuerda á entrambos; los provoca, los enreda; ellos beben copa tras copa, y disputan. El uno arroja un vaso á la cara del otro: el vaso se hace pedazos, el hombre se incorpora chorreando heces de vino mezcladas con sangre. Los demás bebedores intervienen, amonestan al sano, aplacan al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan á los adversarios á reconciliarse, les incitan á que se abracen riendo; el sano tiende los brazos, con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja, y cae un hombre con el pulmón partido.
Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado, sostenido en columnas de rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la escalera, que reviste densa alfombra y decoran nobles tapices de batallas y cacerías, y penetra en una antecámara de vastas proporciones, donde hacen la guardia criados de calzón corto y armaduras ecuestres auténticas. La antecámara da acceso á un saloncito sin muebles, alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma, aparece un encantador Belén, un Nacimiento para niños millonarios, obra de arte más que de ingenua devoción. Al través de los campos y los oteros imitados con musgo y piedra pómez, salpicados de palmeritas enanas y de sicomoros gentiles y diminutos, se deslizan murmurando riachuelos naturales, que sin duda algún ingenioso mecanismo hidráulico hace correr. De los montes de piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvo blanco remeda la nieve, desciende el torrente Cedrón, y del césped verdadero de los jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos surtidores. Un lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de Jerusalem, el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y los apretados olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la ladera. Los mil pintorescos detalles de los Nacimientos no faltan en éste, sólo que las figuras, perfectamente modeladas, son muñecos primorosos, y desde el grupo de pastores que se arrodilla como en éxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballeros en sus dromedarios, asoman por una garganta salvaje, todo revela la mano de hábil escultor. El prodigio es la gruta; hecha de cristales de roca menudísimos y cristalizaciones de amatista, se irisa con múltiples cambiantes al herirla la luz del foco eléctrico en forma de estrella, que, suspendido de un hilo de perlas, oscila á gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entre un asno y un buey de plata cincelada, la Virgen, de oro, vela al Niño, de oro y esmalte también, con la cabecita de madreperla. Para ostentar dignamente aquel grupo, joya de la orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de Benvenuto Cellini, aquellas efigies en que la riqueza de la materia compite con lo inestimable de la ejecución, se ha armado, sin género de duda, el Belén suntuoso, y han corrido los torrentes y las cascaditas bajo las palmeras y los olivos.—Lo extraño era que no hubiese nadie, nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal maravilla, nadie para acompañar al niño Jesús de oro y piedras, á fin de que no se helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos de la amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y sin embargo, el palacio no debía de estar desierto, sino al contrario, lleno de gente: se notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios tibios que sólo produce el aliento de muchos hombres y mujeres reunidos para una fiesta. Del fondo de una galería llegaba á veces prolongado murmullo, las rotas cadencias de una música alada y sensual, el gorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la galería, bello jardín de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles de remotos climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, cicas y pandanos de complicada estructura semejantes á pagodas y obeliscos de porcelana verde. Esparcidas por el jardín se veían las mesas donde cenaban alegres grupos, mujeres engalanadas, acribilladas de pedrería, hombres que ostentaban sobre la solapa de raso de su frac grana gardenias ya mustias por el calor. La orquesta de cuerda, oculta en un kiosco árabe que revestían floridas enredaderas, acompañaba suavemente el rumor de las conversaciones y de las carcajadas melodiosas, el ticliteo de las transparentes copas que el Champagne orlaba de espuma, y el levísimo choque de los platos, que la destreza de los criados amortiguaba lo posible. Era una lujosa cena de Navidad.—Jesús retrocedió, volvió al salón del Nacimiento, donde se vió otra vez en el establo, niño y solo. El roce de unos pasos sobre el pavimento de incrustaciones de madera se dejó oir, y una mujer, una jovencilla, de ojos azules, de blanco traje apenas escotado, penetró en el saloncito, fue derecha al Belén, y envió una tierna sonrisa al Niño, que contempló despacio con amor. Después, como el que tiene que ocultar una escapatoria, volvió precipitadamente á la galería, donde tal vez la echasen de menos. Era la hija del dueño de la casa. El Niño de oro ya no sentía tanto frío, y Jesús, extendiendo la mano, bendijo á la doncellita, la única que se acordaba del Misterio...