No te daré mi voto. Miguel Ángel Martínez López
de darse cuenta de su presencia.
−No, a mí nada, fue un par de coches más atrás, pero tuve que pararme a ayudar. Afortunadamente no pasó nada grave. Chapa, cristales y el susto. Se llevaron a una chica al hospital para mirarle la espalda, pero no parecía nada serio.
–Pero, ¿tú estás bien?
–Sí, yo estoy perfectamente.
−Menos mal. Ten cuidado. Esa carretera va a darnos un día un disgusto.
A media frase Gema ya se separaba de su amigo y subía rápido las escaleras con un par de libros gruesos apretados al pecho.
−Luego nos vemos… −alcanzó a responderle Arturo como despedida, mientras ambos buscaban sus respectivas clases, repletas de alumnos totalmente indiferentes a sus esfuerzos.
Noviembre, 2005
El día amaneció lluvioso, empapado por el agua que corría por la pendiente de las calles, entre las gentes incómodas que se encogían dentro de sus paraguas. Los autobuses, con sus cristales empañados, se inclinaban ligeramente al subir y bajar los viajeros, que luchaban por abrir y cerrar los paraguas en el último y preciso momento. Los chavales se apresuraban hacia el colegio con su colorido de impermeables y mochilas. El tráfico se colapsaba a la puerta del centro escolar mientras un policía municipal se esforzaba por luchar contra las madres, celosas de dejar lo más cerca posible a sus hijos, y las rotondas de las avenidas se llenaban de conductores nerviosos, como si les fuera la vida en ganarle un minuto a la mañana. La ciudad se despertaba con una polifonía de prisas y carreras para que todo el mundo estuviera en su puesto lo antes posible.
Moisés contemplaba el jaleo de coches en la calle, mientras los cristales de la sucursal lloraban desconsoladamente con las lágrimas prestadas por la lluvia, y pensaba en el lugar de cada uno, el hueco que cada uno tiene en nuestra moderna sociedad, en la multitud de relaciones que hacen que todos corran a la vez, en direcciones totalmente diversas y repartidas, para estar junto al teléfono que va a sonar, o tras el mostrador que va a recibir a un cliente, o en el aula en la que dos generaciones se pasan el testigo del saber. Pensaba Moisés en cómo sería la historia de todos los que se bajaban del autobús y se esparcían por la acera buscando cada uno su camino, cuál sería su empleo, cómo lo encontrarían, dónde almorzarían, a qué casa volverían… y no pudo evitar pensar en qué sería de él a comienzos del año próximo, cuando (de eso tenía un extraña e infundada certeza) él estuviera buscando su nuevo lugar, su nuevo engranaje, en esta compleja máquina de seres humanos que conocemos como sociedad.
Fernando y Arturo tomaban un café en la sala de profesores.
−¿Qué tal va tu casita? −preguntó Fernando.
−De maravilla. No sabes lo que he disfrutado este verano con el jardín. He construido unos bordillos para elevar los arriates con tierra buena y les he puesto un nuevo sistema de riego.
−Eres un manitas.
−Me relaja un montón −continuó Arturo−, ya sabes que siempre tengo que estar liado con algo.
−¿Y qué tal los vecinos?
Arturo torció el gesto ante la pregunta de Fernando.
−Ahí hay de todo. La verdad es que en las urbanizaciones, en general, la gente es algo reacia al trato, por no decir que son una manada de insociables. Es algo que me ha sorprendido desde el principio. Como si la independencia de las casas fuera un signo del individualismo más atroz y cada uno se sintiera amenazado por la presencia de los otros. No sé cómo explicarte. Hay gente que se encierra en su castillo y ya no quiere saber nada de nadie. O peor… ¿No te he contado lo de mi vecino de al lado?
−No −respondió Fernando.
−Me ha prohibido aparcar en su fachada. En la parte de la calle que linda con su valla. No sé si recuerdas, justo donde da la sombra −Fernando le miraba con asombro−. Este verano, una tarde, fue Gema a visitarme y aparcó ahí, en el único pedacito de sombra que hay en la calle a esa hora. Eran las cinco de la tarde y el sol caía con justicia. Luego, me contó que, al marcharse, se encontró un papelito en el limpiaparabrisas que ponía: “Por favor, no aparque en esta acera”. ¿Qué te parece?
–¿Pero, obstruía su puerta o le impedía el paso?
–Nada. Que como la sombra la hace su casa, se cree que es suya.
–Pero, es en la calle, ¿no? ¿Se cree que la calle es suya?
–Pues eso le dije yo, que la acera y la calle son del ayuntamiento, que si se la quiere reservar, que pague un vado permanente.
–Increíble.
Rieron la anécdota. Fernando preguntó:
–Y ¿qué tal con Gema? Veo que sois más que amigos.
Arturo negaba con la cabeza.
–Sólo buenos amigos –respondió Arturo–. Nos hemos visto varias veces este verano y nos llevamos muy bien, no te lo niego.
–Venga, Arturo, cuéntame la verdad, que tú y yo somos buenos amigos.
–Esa es la verdad. Esa chica me gusta y nos llevamos muy bien, pero, más de una vez, de diversas maneras, ha marcado claramente las distancias como diciendo: solo amigos.
–¿Te lo ha dicho o lo has interpretado tú?
–Hay cosas que se entienden muy bien.
Moisés completaba el expediente de una solicitud de hipoteca que había que enviar a la dirección provincial. Dos compañeros se pararon a su lado.
−He oído rumores −dijo uno de ellos.
−Cuenta, cuenta −dijo el otro−, que aquí nadie suelta prenda. Como si no fuera con nosotros esto. Nadie tiene la decencia de informar a los más interesados.
Rápidamente se arremolinaron unos cuantos alrededor.
−Dicen que la lista la sacan el primero de diciembre. Que ahora está en sindicatos para que la revisen.
Moisés se volvió, interesado en el tema, y preguntó:
−Y, ¿qué es lo que van a revisar?
−Pues que no están sus amigos, supongo.
−Hace ya un mes que terminaron las entrevistas en la zona centro. La verdad es que prisas parece que no tienen −completó el otro compañero.
El trabajo se hacía cada vez más tortuoso. Los corros, comentando los escasos detalles que se conocían del proceso de selección, eran como agujeros negros que absorbían a la mayoría de los empleados y cada vez durante más tiempo. La desgana para sacar adelante el trabajo era cada día mayor.
−Espero que esto acabe cuanto antes porque el ambiente está insoportable −Moisés intentó volver a concentrarse en su formulario cuando entró en la oficina Menéndez, el director, que regresaba de una reunión de la dirección provincial.
−¿Alguna noticia? −preguntó uno de los que estaban aún con Moisés.
−Nada −respondió Menéndez−. Que no nos preocupemos, que si trabajamos bien no tenemos que preocuparnos, eso me han dicho.
En ese momento no había clientes en la oficina y todos se arremolinaron en torno a Menéndez, que intentaba hacer un resumen de lo que le habían transmitido:
−Me han explicado que la empresa está orgullosa de todos sus empleados y todo esto es en beneficio de la empresa. Que el que trabaje bien no tiene de qué preocuparse y que el que trabaje mal debe estar preocupado ahora y siempre. Que tal vez algunos deban modificar sus perspectivas profesionales, pero que, para los que no le tengan miedo al cambio, se abre un increíble mundo de oportunidades nuevas que deben saber aprovechar.
−Nos toman por idiotas −le murmuró uno de los compañeros a Moisés.
Menéndez seguía con su discurso: