No te daré mi voto. Miguel Ángel Martínez López
Pronto empezará el baile, quieren que la gente se endulce el mal trago con el turrón y que las vacaciones hagan olvidar el palo. Pero yo estoy a salvo, ya tengo todo hablado. No puedo decírselo a nadie −había bajado el tono de voz a lo imperceptible y le hablaba en un susurro a su amigo− pero estoy salvado.
−¡Qué gran noticia!
−Estoy muy contento, pero que no salga de nosotros.
−¿Y el resto de tu gente?
−Mira, hay que ser prácticos −Luis se crecía con el uso de la palabra, volvió serio el gesto y empezó a gesticular las manos como si las palabras necesitaran moldearse−, nosotros somos la entidad absorbida en este caso, tenemos asegurada la derrota, sólo queda una salida, pasarse al enemigo. Yo sé que esto es impopular y muy poco romántico, pero para salvar la vida hay que estar del lado del más fuerte.
−Eres una rata inmunda −le dijo Jaime entre risas agasajando a su amigo.
−Soy un hombre práctico.
Aún en diciembre quedaban algunas hojas verdes despistadas, escondidas en las copas de los árboles de la avenida de Europa. El otoño había sido lluvioso, pero suave en temperaturas, hasta hace dos semanas, cuando el frío había llegado de pronto. Las fiestas de primeros de mes hicieron que el reloj corriera más deprisa y las luces navideñas parecían estar puestas este año antes que nunca. Los barrios comerciales empezaban a abarrotarse por las tardes y la televisión bombardeaba con su empacho de burbujas y perfumes. La Navidad venía anunciándose desde hace demasiadas semanas, tantas que la mayoría había olvidado su llegada, sumergida en la vorágine comercial del consumismo. Sólo unos pocos seguían pendientes de su llegada puntual, el veinticinco de diciembre.
En un pequeño local comunitario, con una vieja mesa y varias sillas de resina blanca, cada una de un modelo diferente, el consejo rector de la comunidad de vecinos de la calle Albania treinta y cinco trataba de decidir la ornamentación navideña de la urbanización.
Moisés, como presidente de la comunidad de propietarios, llevaba el peso de la reunión.
−El conserje ha sacado ya todo el material: el árbol, las luces y el belén. El árbol está bastante bien, pero las luces están hechas una pena, no funcionan ni la cuarta parte.
−El año pasado ya discutimos de eso y se decidió cambiarlas este año. Pero, con el arreglo de la valla de la piscina, este verano, ya tuvimos un importante extra, nos vamos a pasar de presupuesto −añadió uno de los vocales.
−El problema es que estamos ya a diez de diciembre y como nos lo pensemos un poco más vamos a poner las luces de navidad en el chiringuito de la piscina −respondió Fernando.
−Pero no estamos hablando de unas lucecitas baratas, las luces actuales iluminan toda la entrada, desde la fachada hasta el portal, incluyendo las dos alas de ascensores y el árbol que preside el fondo del portal. Ah, y el belén a los pies del árbol. Lo que está más viejo es precisamente el cuadro de distribución y las luces de la fachada. Cambiar todo eso puede irse a los dos mil euros, mínimo −explicó otro de los vocales.
−Con los fondos que tendremos, tras cobrar los recibos de diciembre, podríamos llegar −añadió Fernando−. Creo que, si consiguiéramos demorar algún pago a enero, salvábamos el año. Este otoño hemos tenido suerte con el frío y en calefacción hemos gastado menos.
−Los que nos arreglaron las farolas de la piscina el año pasado era gente muy flexible. Seguro que si les proponemos fraccionar el pago lo aceptarían −comentó Moisés.
−El problema es el plazo, nos hemos dormido con esto −contestó Fernando.
−De todas formas, es un gasto significativo, habría que convocar una asamblea −sugirió un vocal.
−Yo ya he pedido ofertas y las tengo aquí −Moisés enseño unos folios grapados de dos en dos que detallaban tres ofertas de renovación del alumbrado navideño−, sólo hay que convocar urgentemente la asamblea.
−Imposible −interrumpió Fernando−. No hay tiempo para eso. Lo ideal sería convocar una asamblea para cada decisión, pero si existe esta junta es precisamente para tomar ese tipo de decisiones que, por su urgencia, no permiten convocar una asamblea. Tenemos que decidirlo nosotros. Convocar la asamblea es una forma de decidir que no se renueve la iluminación.
−Los vecinos están orgullosos de la iluminación navideña −añadió Moisés−, es una tradición que honra a esta urbanización. Ya el año pasado no pocos vecinos se quejaron del estado de la instalación y de que, algo que antes les llenaba de orgullo, empezaba a ser un poco vergonzoso. Si convocamos la asamblea para esta misma semana...
−Imposible −comentó el secretario−, los estatutos ordenan quince días para convocar una asamblea extraordinaria y un mes para una ordinaria.
−¿Y si lo aprobamos sin asamblea?− preguntó uno de los vocales.
−Un gasto superior a seiscientos euros debe ser aprobado por más de la mitad de los vecinos, eso también está en los estatutos y todas estas ofertas están por encima −dijo el secretario.
Todos quedaron en silencio unos segundos, conscientes de haber llegado a un callejón sin salida.
Fernando no soportó el impasse.
−¡Esto es absurdo! Nos nombran representantes de los vecinos y no nos dejan decidir. Entonces, ¿qué somos, representantes o administradores del papeleo? Estos estatutos son absurdos, habría que plantearse cambiarlos.
Fernando siguió hablando sobre lo injusto de la situación y lo contradictorio del mandato recibido en la junta de vecinos. Moisés lo miraba fijamente, pero su mente estaba en otro sitio, dándole vueltas a alguna idea.
−Un momento −interrumpió Moisés−, ¿qué dicen los estatutos, que hay que aprobarlo por más de la mitad de los vecinos o que hay que aprobarlo “en asamblea” por más de la mitad de los vecinos?
El secretario sacó los estatutos de su carpeta y buscó el artículo.
−¿Dónde quieres llegar? −preguntó Fernando.
−Quiero saber si es preceptiva la asamblea o se puede consultar a los vecinos directamente −contestó Moisés.
−¿Uno a uno?
La pregunta de Fernando no fue contestada porque el secretario había localizado el artículo y comentó su contenido en voz alta.
−Tal y como está escrito no hace falta asamblea. Si encontramos la manera de consultar a los vecinos, nadie podría impugnar la decisión.
−Mire Menéndez −le comentaba Isidro Jarabo al director de la sucursal−, la dirección provincial quiere comunicar las desvinculaciones el treinta de diciembre, de forma simultánea en todas las oficinas. Eso hace imposible que recursos humanos pueda encargarse.
−Eso significa que me toca a mí el marrón.
−Aquí está el sobre con los finiquitos, fechados en ese día. Debe custodiar este sobre y notificarlo personalmente, empezando a las dos de la tarde, tras el cierre de la oficina.
Menéndez estaba visiblemente incómodo con Jarabo, que seguía dando las instrucciones impasiblemente.
−Ahí tiene la lista. Debe impedir que los interesados estén con día libre o vacaciones. Es cierre de mes y año, cancele los permisos. Si después de la comunicación, el empleado quiere abandonar la oficina, no hay inconveniente, siempre que se lleve todas sus cosas, porque el treinta y uno es sábado y el lunes ya no pertenecerá a la compañía. ¿Alguna duda?
−¿Y si el empleado se resiste? −preguntó Menéndez− Quiero decir, si rechaza el finiquito y se pone violento.
−Usted es el director de la oficina, no tengo que explicarle cómo hacer su trabajo.
Jarabo estaba al tanto del trato de la dirección provincial con Menéndez, pero fingió ignorarlo.