Retóricas del cine de no ficción en la era de la posverdad. Alejandro Cock Peláez

Retóricas del cine de no ficción en la era de la posverdad - Alejandro Cock Peláez


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que en el régimen de la historia del cine clásico no aparece la mirada a cámara, lo que produce un eficaz efecto de sentido al borrar al sujeto y propiciar un realismo que el dispositivo cinematográfico ayuda a consolidar. Por el contrario, si el actor mirara a cámara, este se posicionaría como un “yo” y el espectador como un “tú”, con lo cual el texto se inclina por un régimen del discurso.

      El cine de no ficción posee unas características propias que impiden aplicar directamente este análisis de Metz al cine clásico, empezando porque es muy difícil encontrar una película de no ficción que no tenga elementos que la liguen al régimen del discurso. No obstante, podemos observar cómo en buena parte del documental expositivo, periodístico y observacional se puede constatar este régimen de la historia en el que se intenta borrar la enunciación. En el documental expositivo, la cámara se comporta de manera semejante al cine clásico: se mantiene alejada y fuera de la mirada de los participantes. En los testimoniales, la cámara está un poco más próxima, pero con ciertas reglas que garantizan que no se rompa la “debida distancia objetiva” con los entrevistados. En el cine directo, la cámara es cercana, pero intenta pasar desapercibida, ocultando las marcas de enunciación. En estos tres casos, herederos del realismo, tanto desde la cámara como desde el sonido y la voz que se dirige al público, subyace la voz distanciada de la tercera persona, que ha sido criticada desde diversas instancias.

      Es conocida, y los documentales cinematográficos lo saben mejor que nadie, la sensación de distanciamiento y por lo tanto de visión objetiva que confiere la narración en tercera persona. El narrador no desaparece en ella, pero se esconde tras la construcción de una magnifica visión divina que en su omnipresencia se revela capaz de penetrar incluso en la mente de cada uno de los personajes y da, por lo tanto, la impresión de no pertenecer a ninguno de ellos, ni a nadie en concreto. Se trata, por supuesto, de una visión nada realista que, si bien puede engañar a los lectores, obliga al escritor a enfrentarse constantemente, durante su tarea, con la magnitud del engaño. Pero el problema no es tanto teológico (a menos que regresemos a lo dicho sobre los orígenes psicoideológicos del espacio newtoniano) como estético: lo que convierte a la novela realista del siglo xix en imposiblemente objetiva es el hecho de que acarrea consigo el lastre de la imaginación teatral, como luego le sucedería al cine: es el intento de reproducir una escena teatral lo que no le deja ni avanzar en pos de un espacio propio, ni cumplir las expectativas que en ella tiene puesta la imaginación positivista al uso. El escritor realista utiliza la visión omnipresente que le otorga la tercera persona porque intenta describir una escena teatral imaginada desde el punto de vista de un espectador de la misma, ello le hace retroceder de hecho a posiciones idealistas que en nada favorecen sus pretensiones de objetividad (Català, 2001: 147 - 148).

      Pero, aunque predomina en este cine la ausencia de miradas a cámara, esta no es tan imperativa como en el cine de ficción clásico. La trasparencia realista en la enunciación ha sido quebrantada por algunas películas clásicas, incluida la paradigmática Nanook of the North, en la cual, siguiendo la tradición del retrato fotográfico, los protagonistas miran en silencio varios segundos a cámara, revelando con sus gestos una perspectiva humanista sobre las comunidades nativas, diferente a la extremadamente colonialista que se daba en el cine de viajes.1 Pero en el cine clásico la mirada a cámara de los protagonistas es una excepción. La “norma” en el documental clásico es que la cámara capture a las personas realizando sus actividades, “haciendo como si la cámara no existiese”, o si hablan a cámara, que su mirada se encuentre a tres cuartos para favorecer una mayor sensación de objetividad, como se encuentra en varios manuales de estilo de cadenas periodísticas.

      Otra excepción que se da en el cine clásico y periodístico es la de los mediadores (presentadores, periodistas, aventureros, científicos…) que, siguiendo las retóricas comerciales de no ficción —primero del cine y luego de la televisión—, han utilizado estilos conversacionales que se dirigen directamente a la cámara para generar la sensación de proximidad o para delegar el poder enunciativo de la cámara en el sujeto que aparece en pantalla. Sin embargo, la distancia de estos mediadores con el tema y con el público es muy semejante a la de la “voz de Dios” de aquellos que no la utilizan. La autoridad epistémica de quien habla y una retórica de la objetividad han caracterizado a este cine.

      Es realmente con el Cinéma Vérité como se inaugura la intervención del director en la película como actor, dinamizador o catalizador. Aprueba una cierta “mirada” del director, a través de leves intervenciones, pero manteniendo siempre un pacto que implica una distancia respecto de la ficción o la encarnación de la realidad. Y es que, desde las primeras teorizaciones documentales, la mirada documental se caracteriza por la construcción de una distancia respecto de los objetos representados, para poder seleccionar, ordenar y jerarquizar los elementos de dicha realidad. Y ello genera —quiérase o no— una relación de asimetría entre una instancia enunciadora que posee el conocimiento y una instancia enunciataria dispuesta a adquirir dicho conocimiento. Es lo que Nichols llama la epistefilia o el amor por el conocimiento, que ha impulsado tradicionalmente al documental.

      Es con los procesos poéticos, reflexivos, performativos y ensayísticos como la distancia enunciador - enunciatario se rompe más radicalmente. Se trata de modalidades enunciativas que se enfocan en la subjetividad del sujeto enunciador; se cuestionan por la mirada misma, por el otro y su representación, o en las que el cineasta encarna la realidad dirigiendo su mirada directamente a la cámara. Todos responden en menor o mayor grado a lo que se conoce como la enunciación lírica, que, según Amigo (2003), corresponde a la enunciación audiovisual contemporánea. A diferencia de la enunciación histórica, teórica y pragmática, dirige su relación sujeto - objeto hacia el polo del sujeto; “es decir, el sujeto de enunciación enuncia sobre el sujeto mismo a propósito del objeto enunciado. No busca ejercer una función en la realidad (objeto), sino que se enfoca en la subjetividad del sujeto de enunciación”. Amigo afirma entonces que la diferencia cognitiva fundamental del género lírico con la ficción (y con el documental clásico) no se halla en la realidad o no del objeto, sino en los universos creados o representados por el autor, que, en el caso lírico, se encuentra dentro del campo de experiencia del cineasta, pues lo poético siempre es atribuible —aunque sea en grados variables— a la experiencia sensible vivida por su autor, al contrario de las otras enunciaciones, en las cuales no existen elementos fenomenológicos que permitan identificar a los personajes directamente

      con el autor.

      En paralelo con la enunciación lírica contemporánea (presente desde los inicios del documental y especialmente en la avant garde), se empieza a dar, a partir del documental participativo, una introducción de la cámara, el equipo técnico o incluso el documentalista en el campo del propio documental, como una forma de evidenciar y hacer consciente al público de que el enunciado es producido por una acción técnica y por un enunciador. “Así se inicia un bucle imposible de romper dentro de los esquemas clásicos”, afirma Català (2005a: 151). Y es que, según este autor,

      durante mucho tiempo ha regido, la dicotomía entre la distancia y la inmersión, entre la identificación aristotélica y el distanciamiento brechtiano, dicotomía planteada políticamente, de forma que por el ejercicio distanciador pasaría cualquier posibilidad de conocimiento que fuera realmente desalineado. El film autorreflexivo se sitúa en esta línea y marca a principios de los ochenta, la última frontera de la objetividad productora de conocimiento (129).

      No en vano, Nichols detecta, luego de su entusiasmo por el documental reflexivo, la tendencia performativa caracterizada por su sensibilidad hacia los aspectos subjetivos y emotivos del documental, que antes habían sido ajenos a este (Català, 2005: 129). El mismo Català (148) encuentra una reciprocidad entre la genealogía documental de Nichols y la línea evolutiva hacia una mayor complejidad y subjetividad de los estilos contemporáneos. Así asocia el estilo indirecto con el modo más clásico del documental: el expositivo (figura 1.5), y relaciona la mezcla de estilo directo e indirecto con el modo observacional. En la enunciación subjetiva del documental autorreflexivo, Català sugiere que el documental, por primera vez, se acerca al estilo indirecto libre, uno de los grandes logros de la literatura moderna, que solo empieza a tener sus equivalentes más firmes en el cine de no ficción de las últimas décadas. Català argumenta entonces que el estilo indirecto libre solo se vislumbra


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