El arte de la fuga. Vicente Valero

El arte de la fuga - Vicente Valero


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      LARGO RECORRIDO, 80

      Vicente Valero

      EL ARTE DE LA FUGA

      EDITORIAL PERIFÉRICA

      PRIMERA EDICIÓN: marzo de 2015

      DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

      MAQUETACIÓN: Grafime

      © Vicente Valero, 2015

      © de esta edición, Editorial Periférica, 2014

      Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

       [email protected]

       www.editorialperiferica.com

      ISBN: 978-84-18264-39-9

      El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

      Mundo, entérate bien: se desvanece la plata de las estrellas.

      WALT WHITMAN

      VEN, HERMANA MÍA ESPOSA

      En verdad ninguno de los frailes apiñados en aquella celdilla fría y oscura consiguió ver que el alma saliera de su boca, sólo puntos amarillos de saliva expulsados de la lengua llagada, cuando el estertor se transformó en un suspiro último, negro como el crujido de un álamo en la noche de invierno. Así pues, pensaron todos entonces, el alma de los santos enamorados también era invisible; es decir, que se escurría como cualquier otra entre los labios resecos, casi azules, sin ser vista ni oída, para buscar inmediatamente después, ansiosa, la frente ungida con los óleos y poder de esta manera tomar impulso hacia lo más alto, deslizarse por fin hacia una paz definitiva. Hubieran dado todo cuanto poseían —aunque esto es, por supuesto, sólo un decir, pues nada poseían aquellos pobres rezadores— por contemplar el cuerpo moreno y entregado de la Amada, incluso sospechando que aquel deseo pudiera ser impuro, como tantos otros deseos del hombre, si bien las sagradas escrituras nada decían sobre aquel asunto. Pero Juan acababa de morir, se trataba ya de un hecho indiscutible, y en aquella covacha desnuda ni los descalzos de Úbeda ni aquellos otros llegados de Baeza y La Peñuela habían conseguido vislumbrar el vuelo último del alma, aunque Dios ya andaba por todas partes en aquella hora nocturna, nadie podía dudarlo, Dios era un olor bendito que emanaba de la carne podrida y de sus vapores todavía cálidos, una luz húmeda, casi irrespirable. Hacinados e inquietos, aquellos hombres flacos y devotos de la Virgen del Carmen se habían asomado a la boca del moribundo con la esperanza de ver. Allí buscaron, con los ojos bien abiertos, emocionados, unidos en el mirar, un último rescoldo, una sombra palpitante, la mariposa de la fe. El poeta, el santo, el místico, aquel fraile distraído y un poco loco —¿cuál de todos ellos era entonces o a cuál se le esperaba más allá de la vida y la muerte?— se había consumido entre estertores, después de haber escuchado una vez más las preciosas margaritas de Salomón, el canto perfecto del amor perfecto, y sus ojos empezaban a divisar una oscuridad nueva, todas las llagas de su cuerpo ardían como antorchas en la noche —¿a qué esperaba entonces el Amado?—, mientras los frailes besaban sus manos y sus pies, esperaban la salida fulgurante de la esposa.

      Dejaremos dicho aquí para empezar que durante aquel largo otoño andaluz del año 1591 hubo sol y hubo tormentas, después de los últimos sudores empezaron a caer las hojas de los árboles, llegó por fin un día la nieve a las cimas serranas, el cielo se llenó de nubes grises. Nadie sabe cómo serán sus últimos días, si hará frío o calor, si lloverá y los ríos inundarán calles y sembrados, si habrá sequía y enfermarán los animales, o si la luz del sol, como una mano de madre imperecedera, acariciará una a una todas las palabras de la despedida. Puede que Juan supiera, sin embargo, cuando escogió Úbeda y no quiso ir a Baeza ni a Linares, como le suplicaron los frailes campesinos de La Peñuela —aquel lugar silvestre donde comenzaron sus heridas—, que en su morir habría cielos de otoño cada vez más fríos y solitarios, como los que su alma deseaba, pero el abrazo también de los hermanos descalzos y la fe no menos cálida de los vecinos que nada sabían de él, que nunca habían oído hablar de sus canciones, y que su cuerpo imploraba tal vez como el de un niño desamparado. Durante aquellos casi ochenta días últimos que pasó Juan en el convento ubetense, las noches fueron haciéndose cada vez más largas y oscuras, como el dolor de la carne y la soledad del sacrificio, pero no por ello la dulzura del otoño estuvo ausente en aquella celdilla con su plenitud de estación profunda y generosa. Así, durante aquellos días, hubo pájaros también en la ciudad, estorninos y petirrojos, grullas de paso, zorzales y codornices. Hubo un repetido runrún de aguas sobre las piedras de las murallas y de las iglesias, que Juan podía oír tendido en su camastro, tal vez con cierto placer, o al menos con el alivio que la lluvia concede siempre a los sedientos, y un viento que soplaba y batía las ramas de chopos y naranjos. Pudo beber el zumo rojo de la granada, morder la carne amarga del membrillo. Y por el estrecho ventanuco es posible que entraran alguna vez también el aroma de los limoneros y la ráfaga candente del relámpago.

      Que al padre Crisóstomo, prior del convento, no le viniera nadie con monsergas de milagros ni de versos, él era un hombre de púlpito y de tratados gruesos. No había visto nunca a un santo, pero sí a muchos extraviados que se decían poetas, incluso a algunos herejes alumbrados que habían merecido el castigo riguroso pero justo de Roma. Lo mejor era hablar poco con el enfermo y, a ser posible, que nadie supiera que estaba allí con ellos. No era este prior, a decir verdad, un hombre envidioso, pero sí un fraile asustadizo, cumplidor y obediente, que maldecía la hora en la que a Juan se le había ocurrido ir a morirse a su convento. Cuando lo vio llegar, aquel anochecer caluroso de septiembre, a lomos de un burro fatigado, ya se temió lo peor. Y lo peor era entonces solamente que aquel hombre a quien su propia orden había perseguido, encarcelado y ahora también desterrado, cuyas cartas habían sembrado las clausuras de palabras dudosas y de sofocos místicos, llegara ahora a Úbeda para repartir rimas y milagros. Se prometió entonces a sí mismo, mientras Juan se bajaba con dificultad del pollino, que no se lo permitiría y, sobre todo, que no se dejaría engañar por él, por su hábito raído y sucio, por su ya célebre jerigonza de nadas y desiertos, y menos aún por sus jaculatorias contra incendios y tormentas. Qué había venido a buscar exactamente el perseguido, sin embargo, lo sabría el prior muy pronto, cuando Juan cayó desmayado en la puerta del convento, con sus llagas y sus calenturas, porque aquella debilidad tan cierta —con aquel rostro suplicante y famélico, con aquel temblor de piernas— le dio a entender que el enfermo lo había elegido precisamente a él para que guiara su alma por el sendero último de la noche y se compadeciera de su cuerpo en los dolores terribles, y con ello tal vez para ser seducido también, oh Virgen piadosa, por aquellas métricas italianas del demonio.

      Para los hermanos aquellas heridas inmensas y aquel morir en la celda más oscura del convento pronto se transformaron en pura alegría, una gracia especial del Amado, la música presentida y tantas veces solicitada. Se lloraba por los pasillos y, a hurtadillas del prior, cantaban las canciones de Juan, se abrazaban y se besaban; la felicidad era entonces aquello, un ir y venir entre lágrimas incontenibles, traer las vendas limpias y dar a lavar las sucias, lamer las sucias por el camino, llevarse a la boca el pus, la sangre negra, la saliva del poeta, agradecerle a Dios aquellos líquidos, aquel enfermo único. Una y otra vez por los pasillos se oían las canciones del alma y el esposo, que tan bien se sabían todos, aprendidas en otros conventos lúgubres —tan oscuros y fríos como aquella mazmorra toledana donde habían sido compuestas casi quince años atrás—, dichas y repetidas muchas veces, calladas también otras muchas, según soplara el viento de la regla o del prior, favorable u hostil a la música amatoria y al cantor de Ávila, pero siempre luminosas en el corazón secreto de los humildes. Ah, el coro de descalzos, voces olvidadas por el mundo, rezadores de la vieja ciudad de Úbeda: Bartolomé de San Basilio, dulce y generoso, antiguo discípulo de Juan; Alonso de la Madre de Dios, inteligente y agradecido, lector de salmos y profecías; Bernardo de la Virgen, hermano lego, de día y de noche a los pies del moribundo, siempre el perro más fiel; Diego Pablo de Jesús, modesto y pequeño como un jilguero de la vega, bondadoso; Pedro de San José, mundano y alegre como un vino nuevo de aldea. Coro insospechado de servidores, adoradores de llagas putrefactas, moscas benditas.

      Todo


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