La librería ambulante. Christopher Morley
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LARGO RECORRIDO, 32
Christopher Morley
LA LIBRERÍA AMBULANTE
TRADUCCIÓN DE
JUAN SEBASTIÁN CÁRDENAS
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: enero de 2012
SEXTA REIMPRESIÓN: marzo de 2014
TÍTULO ORIGINAL: Parnassus on Wheels
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
MAQUETACIÓN: Grafime
© de la traducción, Juan Sebastián Cárdenas, 2012
© de esta edición, Editorial Periférica, 2012
Apartado de Correos 293. Cáceres 10001
ISBN: 978-84-18264-42-9
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
CARTA DIRIGIDA AL Señor David Grayson DE HEMPFIELD, EE.UU.
Apreciado señor:
Aunque mi nombre aparezca en la portada, el verdadero autor de este libro es la señorita Helen McGill (ahora esposa de Roger Mifflin), quien me contó su historia con una vivacidad inimitable. Y en su nombre quiero hacerle llegar estas palabras de agradecimiento.
La señora Mifflin, no hace falta que lo diga, es una persona poco dotada para el arte de la autoría: éste es su primer libro y dudo que vuelva a escribir alguno más.
Creo que a duras penas es consciente de lo mucho que le debe a sus deliciosos escritos. Solía haber un ejemplar muy manoseado de Aventuras en el bienestar sobre su mesa, en Sabine Farm. Cuántas veces la habré visto coger el libro, después de un largo día en la cocina, leerlo entre risas de complicidad y decir que la historia de Harriet le recordaba a su propia historia con Andrew.
Mascullaba no sé qué cosas sobre Aventuras en el bienestar y se preguntaba por qué nunca se había contado la historia desde el punto de vista de Harriet. Y cuando le acaeció su propia historia y sintió la necesidad de ponerla por escrito, creo que inconscientemente adoptó algo del estilo y los temas de los que usted se había apropiado con justicia.
¡Estoy seguro de que no repudiará tan inocente homenaje! En cualquier caso, la señorita Harriet Grayson, cuyas formidables cualidades hemos podido admirar durante tanto tiempo, hallará en la señora Mifflin un alma gemela.
De no haber sido porque ha perdido todo contacto con su editor y sus folios, la señora Mifflin se lo hubiera dicho ella misma con su peculiar y tajante estilo. El Profesor y ella se encuentran en su Parnaso, en algún lugar de las rutas de montaña, felizmente dedicados a la diversión más celestial conocida por el hombre: vender libros. Y me atrevo a decir que no habrá volúmenes que recomienden con mayor placer que los estimulantes y saludables libros que llevan su nombre.
Créame, señor Grayson.
Con sincero afecto,
CHRISTOPHER MORLEY
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Me pregunto si no hay un montón de creencias bobas alrededor de la educación superior. Nunca he conocido a nadie que por ser hábil con los logaritmos y otras formas de poesía fuera más ducho lavando platos o zurciendo calcetines. He leído todo lo que he podido y me niego a «admitir impedimentos» para amar los libros; asimismo, he conocido a muchas personas buenas y razonables echadas a perder por un exceso de letra impresa. Por otro lado, leer sonetos siempre me ha provocado hipo.
¡Nunca quise ser escritora! Y, sin embargo, creo que hay algunos detalles divertidos en mi historia con Andrew, la historia de cómo los libros acabaron con nuestra apacible vida.
Cuando John Gutenberg, cuyo verdadero nombre era, según el profesor, John Gooseflesh, pidió prestado un dinero para montar su imprenta arrojó al mundo un montón de problemas.
Andrew y yo éramos extraordinariamente felices en nuestra granja, hasta que él se convirtió en autor. Si hubiera podido prever todas las molestias que sus escritos nos causarían, habría quemado, desde luego, el primer manuscrito en la estufa de la cocina.
Andrew McGill, el autor de esos libros que todo el mundo lee, es mi hermano. En otras palabras, yo soy su hermana, diez años más joven. Hace mucho tiempo Andrew era un hombre de negocios, pero tuvo problemas de salud y, como le pasa a mucha gente en los libros, se refugió en el campo o, como él lo llamaba, el Seno de la Naturaleza. Él y yo éramos los únicos supervivientes de una familia poco exitosa. Yo estaba condenada a perecer lentamente como institutriz en la región de Brownstone, Nueva York. Él me rescató, y combinando nuestros ahorros compramos la granja. Nos convertimos en auténticos granjeros, de los que madrugan y se acuestan cuando se pone el sol. Andrew usaba mono y una camisa liviana, y con el tiempo se le curtió la piel y se hizo un hombre recio. Yo tenía las manos amoratadas y rojas por el jabón y la escarcha. No veía un anuncio de Redfern sino de año en año y mi cocina se convirtió en un campo de batalla donde me hice fuerte y aprendí a amar el trabajo duro. Nuestra literatura se reducía a informes agrícolas del gobierno, almanaques de las patentes medicinales, folletos de los semilleros y catálogos de Sears Roebuck. Nos suscribimos a Granja & Hogar y leíamos en voz alta las historias por entregas. De vez en cuando, buscando emociones más fuertes, leíamos fragmentos extraídos al azar del Viejo Testamento: el optimista libro de Jeremías, por ejemplo, que tanto le gustaba a Andrew. La granja acabó prosperando en poco tiempo. Andrew solía pasear por los pastizales al atardecer y con sólo observar el modo en que ardía su pipa podía saber qué tiempo tendríamos al día siguiente.
Como ya he dicho, éramos tremendamente felices. Hasta que Andrew tuvo la nefasta idea de contarle al mundo lo felices que éramos. Siento tener que admitir que él siempre había sido un tanto libresco. En sus días de estudiante fue editor de la revista de la universidad y en ocasiones, cuando se hartaba de leer Granja & Hogar, sacaba sus propios periódicos y me leía algunos de sus poemas y cuentos de juventud, a la vez que fantaseaba vagamente con la idea de escribir algo en el futuro. Yo estaba más preocupada por el ritmo al que ponían las gallinas que por el de los sonetos. Y debo decir que nunca me tomé sus amenazas muy en serio. Tendría que haber sido más severa.
Por aquel entonces murió el tío Philip y su colección de libros fue a parar a nuestras manos. El tío Philip había sido profesor universitario y años atrás, cuando Andrew era niño, le tenía mucho cariño. De hecho, fue él quien lo llevó a la universidad. Nosotros éramos sus únicos familiares cercanos, así que un buen día todos esos libros llegaron a nuestra granja. Ése fue el comienzo del fin. Si lo hubiera sabido… Andrew se lo pasó en grande fabricando las estanterías en las paredes de nuestro salón. No contento con ello, transformó el viejo gallinero en un estudio, instaló una estufa dentro y empezó a encerrarse allí cada noche después de que yo me hubiera ido a la cama. Lo primero que supe es que había bautizado el lugar como Sabine Farm* (aunque durante años se hubiera llamado el Barrizal de las gallinas) porque le pareció que sería más literario. Solía llevar un libro cada vez que iba a Redfield a buscar provisiones. A veces regresaba dos horas más tarde de lo normal, con el viejo Ben retozando entre las varas del carro y Andrew perdido en su lectura.
Nunca le di demasiada importancia a todo esto. Soy una mujer tolerante, y mientras Andrew mantenía la granja en marcha yo tenía demasiadas cosas pendientes en mi propio costal. Pan caliente y café, huevos y conservas para el desayuno. Sopa y carne, vegetales, dumplings, ternera en salsa, pan integral, pan blanco, pudín de arándanos, pastel de chocolate y suero para la comida. Magdalenas, té, salchichas, moras, nata y donuts para la cena. Ésa es la clase de menú que había estado preparado tres veces al día durante años. No tenía tiempo para andarme preocupando por cosas que no fueran