Las mil y una noches personistas. VV AA

Las mil y una noches personistas - VV AA


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qué cocinan tanto pollo si ella solo come las alitas.

      —Juan y Silvina vienen a cenar.

      —Ah, la cheta –sonríe la madre con picardía.

      Eva piensa en los olvidos de la madre, en los exabruptos, en esas frases inconexas que vocifera de golpe y sin razón. Piensa en el cheque que les pasa el hermano a fin de mes, que no alcanza para consultar con un buen médico, con alguno que les aclare cómo tratarla, qué hacer cuando pierde el hilo de los tiempos.

      Eva va inundando la casa con olor a comida, impregna el comedor con aroma a cebolla y a morrón. La madre quiere hundir el pan en la salsa pero Eva la reta como si fuese una nena. La madre hace pucheros y María le guiña un ojo. Cuando la hermana no la ve levanta la tapa del wok y deja que la madre se dé el gusto. Abre una botella de vino y sirve un poco para cada una.

      —Brindemos –dice–, porque estamos juntas y conservamos esta casa con perfume a laurel y a jazmín.

      María va a preparar la ensalada de frutas, le pide a la madre que haga jugo de naranjas. Ella se lleva unos gajos a la boca, se chorrea el brazo, se chupa los dedos. Parte del jugo mancha el delantal. Frota la tela amarilla con un repasador, María limpia el enchastre y la besa con ternura. Eva resopla.

      —No la soporto más.

      —Tita votó –grita la madre–. Tita votó y yo no.

      Y por enésima vez repite que Eva le rompió la libreta cívica, que primero se la mamarrachó con las pinturitas y ella no pudo votar.

      —Tita votó y yo no –repite indignada.

      Las hermanas ruegan que venga Juan, el mayor, que las ayude. Temen que las deje otra vez plantadas.

      —Si no viene, decidimos nosotras –dice Eva.

      —¿Viene Juancito? –se ilusiona la madre.

      —Juancito tiene cincuenta años, mamá –le dice, brutal, Eva.

      —Y sí, esperemos que esta vez nos haga el honor, y también Silvina.

      La madre ríe cuando oye el nombre de Silvina.

      —¡Silvina! Entonces guardemos el mate, preparemos té de Ceilán –se burla.

      II

      La mesa está puesta con el mantel blanco bordado en punto cruz, las copas del juego, los platos de loza con florcitas rococó y el hilo dorado en los bordes. La comida empieza a enfriarse. Eva y María están sentadas con las piernas estiradas, la madre va y viene por el comedor con el guardapolvo colgando de una manga.

      —Su padre fue un cobarde. Fue un traidor.

      Eva y María la miran, incrédulas.

      —No hables así de papá –se enoja Eva.

      —Vos callate, que me rompiste la libreta cívica. Tita votó y yo no.

      —Basta con eso, mamá –Eva pierde la paciencia.

      María le acaricia el brazo. La hermana sonríe con amargura. La madre agarra un cuchillo de la mesa, quiere cortar el pan. Eva se lo saca de la mano.

      —Dejala, tiene hambre –dice María.

      —Si se corta, la llevás vos a la guardia. El año pasado pasamos la Nochebuena en el hospital. Dale que dale con el abrelatas.

      —Era de platino –dice la madre–. ¿Dónde quedó?

      —Sí, el abrelatas era de platino, ahora el abrelatas era de platino –refunfuña Eva.

      María se ríe, abraza a la madre y le pega una suave patadita a la hermana por debajo de la mesa. Eva trae de la cocina un sifón. Levanta la tapa del wok, huele con placer.

      Lo bueno de esto es que metés todo adentro y se cocina solo.

      La madre juega a que es un pato:

      –Wok, wok, wok –grazna divertida–. Ahora todo es wok, no hay ollas. Tu padre trabajaba en La Bernalesa argentina, menaje de aluminio, baterías de cocina, ollas con tapas de colores. Gracias a La Bernalesa compramos esta casa, con el crédito del Banco Hipotecario. Veinticinco años nos dieron para pagarlo.

      —¿Te das cuenta, Eva? Está más conectada que vos y yo juntas. No hay de qué preocuparse. A comer.

      —Hay que guardarle pollo a Juancito –dice la madre.

      —A Juancito le vamos a hacer un enema de pollo con las sobras –dice María. Eva se ríe.

      La madre va a la cocina y empieza a revolver las alacenas.

      —¿Tiraron las ollas de aluminio? Su padre se va a enojar cuando vuelva de la fábrica.

      Eva mira a María con aprensión. María le pide con un gesto que se calle.

      —Manijas de baquelita, tapas rojas, verdes y amarillas, bien torneadas, perfectas. Claro que conservar ese trabajo no fue moco de pavo –dice la madre.

      —Ya empieza –dice Eva.

      —¿Dónde están? –grita la madre.

      —No desordenes, mamá. Después tengo que juntar yo.

      —Las tiraron, son capaces –las mira amenazante–. Todo plástico, no respetan nada, wok, wok, wok.

      María la sienta suavemente a la mesa. Empieza a servir la comida con amargura. La madre recita:

      —“Siempre sonríe en sus retratos porque su sueño se cumplió, miles de escuelas para niños y el pueblo fiel, trabajador” –toma un sorbo de vino, se lleva un trozo de pollo a la boca–. “Siempre sonríe en los retratos…” –se adormece con la comida en la boca.

      Eva se levanta y enciende la radio, sintoniza un tango y sacude el brazo de la madre para que se despierte. La madre se sobresalta. Al cabo de unos instantes empieza a cantar sobre la voz de Julio Sosa. Se levanta, da unos pasos. Se vuelve a sentar.

      —¿Qué estaba haciendo yo? –pregunta.

      —Saboreando el pollito que preparó Eva.

      —¿No esperamos a papá?

      —Mamá, papá falleció hace muchos años, lo sabés, no te hagas la loca.

      —Renunció al partido, cobarde.

      —Mamá, comé por favor, se enfría.

      —No pusieron el nailon, se va a ensuciar el mantel –grita la madre–. Los chicos manchan todo. Lo bordó la abuela de ustedes. Ni luz había y ella bordaba junto a la lámpara de querosén. Y ahora los chicos lo van a estropear todo.

      —¿Qué chicos?

      —Juancito, Eva, María.

      —Juancito ya es un hombre, mamá.

      —Un turro. Eva está acá. ¿La ves? Y yo soy María –la toma de los brazos y le acerca la cara, las narices casi se tocan–. María, tu hija menor.

      —Ya sé –la empuja–. ¿Qué soy, boluda yo?

      La madre se mira el guardapolvo como si en ese momento se diera cuenta de que lo tiene puesto; trata de sacárselo, María la ayuda.

      —A mí me gustaba enseñar a leer y a escribir a los niños –dice suavemente.

      —Era hermoso ser maestra, ¿no?

      —Oír sus vocecitas, verlos juntar las palabras, descubrir las frases –recuerda la madre.

      —Mi libro de lectura tenía un conejo en la tapa –dice María.

      —El conejo Pon pon –se alegra la madre.

      —Mi ma-má me mi-ma –dice Eva como si estuviera leyendo.

      —To-ma


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