Las mil y una noches personistas. VV AA

Las mil y una noches personistas - VV AA


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hablar con Perón, Cata, papá se va a poner contento…

      —Very well then –Florence dispuso las letras sobre una mesita de madera redonda–, ¿cuál es el nombre del señor Perón?

      —Juan Domingo –dijo Cata y sintió que se paraba más derecha.

      —Pongan los dedos –indicó Florence y una vez que lo hicieron cerró los ojos y recitó: si el espíritu del señor Juan Domingo Perón se encuentra presente en la sala, que se manifieste a través de la copa.

      —Haced que compadezca... –agregó Carol.

      —Sí, haced que compadezca delante de..., no, que comparezca...

      —No, que compadezca…

      —¡Queremos hablar con Perón! –dijo Pepi.

      La copa se movió.

      Pareció que flotaba sobre esa madera casi negra y suave. Sin que la forzaran de ningún modo fue de letra en letra. Primero a la L, después I, después B. Se miraron.

      –Liberación –dijo Cata–. Liberación o dependencia. –Lo había escuchado varias veces.

      —No way! –dijo Florence.

      —¿Entonces qué?

      La copa frenó un segundo y retomó hasta la R y después la O. ¿Libro? Y después M, A, D, R, E. Y después volvió al centro y se quedó totalmente quieta.

      —Libro madre no es nada. Libro madre...

      —Cuando entramos tu mamá estaba leyendo un libro –se acordó Cata.

      Carol bajó las escaleras corriendo. Volvió y dijo que su madre estaba leyendo The hound of the Baskervilles y que lo había escrito sir Arthur Conan Doyle y que por lo tanto estaban hablando con él.

      —No puede ser. ¡Llamamos a Perón!

      —Excuse me pero me parece mucho más interesante –dijo Florence y empezó a hablar en inglés con la copa.

      Cata y Pepi no volvieron a poner los dedos, agarraron sus portafolios y se fueron sin saludar. Cuando la señora igual a la portera de la escuela fue a abrirles Pepi la abrazó y lloró. Ella no dijo nada. Solo le acarició la cabeza con una mano callosa, despacio, hasta que se calmó, hasta que se le pasaron la rabia y el llanto, y pudieron irse y caminar las treinta cuadras que había entre su casa y ese lugar.

      Tomaban una sopa de letras. Pepi juntó con la cuchara, la P, la E, la R. Nadie hablaba. Papá no tocaba la guitarra. Mamá lo miraba y cada tanto le daba la mano, le sacudía un poco el brazo.

      —Hay que avisarle al Negro, Héctor.

      Hay que avisarle al Negro era lo único que decía, en voz muy baja. Solo después, horas más tarde, cuando Cata se despertó en medio de la noche y cruzó el pasillo de baldosas frías para ir al baño, escuchó llorar a mamá.

      La directora daba discursos cada vez más largos. Se había triunfado, decía, sobre los enemigos de la nación. Y llevaba los hombros hacia atrás, erguía más el pecho, levantaba más el mentón y taconeaba por los pasillos. Su rodete era cada vez más tirante.

      —Nosotras tenemos que hacer algo –le dijo Pepi a Cata en el recreo, mientras caminaba alrededor de ella en círculos porque ninguno de sus compañeros, ni ella misma esta vez, habían querido cantar La Luis Burela.

      —Tenemos que hacer algo.

      Desde el otro lado del patio Florence las miraba, sentada con su pelo dorado en trenzas, con el lazo del delantal reposando a su lado. Subía y bajaba los ojos del libro de terciopelo rojo con letras doradas. No creían que lo estuviera leyendo. Más bien parecía que lo había llevado para molestarlas.

      Esa noche sonó el teléfono y mamá escuchó un rato largo.

      —Está bien, yo aviso –dijo–. Héctor no... no sé... no está bien... desde lo de Alicia y el Negro.

      Cata miró a papá que a su vez miraba algo inexistente, como si esperara, como si vigilara, como si quisiera atrapar ruidos con los ojos.

      —Vamos a jugar de nuevo –les dijeron entonces a las inglesas–. El juego del primo de ustedes.

      Florence se hacía la distraída, aunque Carol ya estaba diciendo yes, yes.

      —Y si quieren pueden tratar de hablar con Perón otra vez.

      —Sí, con Perón queremos hablar. ¿Les parece esta tarde?

      Volvieron a recorrer las calles en círculo, las casas con plantas en las paredes, el aire frío y pesado, los árboles que oscurecían el cielo, la punta brillante del lazo del delantal de Florence.

      Esta vez no se veía a Iudora frente al fuego y nadie leía el libro del señor ese, así que pensaron que todo iba a ser más fácil.

      Carol arrimó la mesita oscura de tres patas y Florence apoyó una por una las letras. De un armario lleno de cristales y adornos sacó la copa. Lo cerró con un clic suave y una vuelta de llave. Pasó una franela verde a la copa, la puso boca abajo en el centro de la mesa, posó el índice en la base y, well, pongan los dedos ustedes también.

      —Perón, te pedimos por favor que vengas y ayudes a papá y a mamá –dijo Pepi.

      Y las inglesas:

      —Dear God, ¡así no es!

      Pero ella lo repitió, lo repitió unas tres o cuatro veces, frunciendo los labios finitos, haciendo fuerza con los ojos sobre la copa, hasta que empezó a deslizarse y todas sintieron un golpe seco en la panza, como si hubiera arrancado un auto. Se miraron. Y después a las letras.

      I–T–S –pausa– C–A–M–I–L–L–A.

      —Camilla. Perón está enfermo. Está en una camilla, Cata, por eso estamos así.

      —Así ¿cómo? –dijo Florence.

      —No sé –dijo Pepi–, así.

      —Tristes –dijo Cata–. Con miedo –y le sostuvo la mirada.

      La copa volvió a moverse.

      CAMILLA – FROM – BARLEY–FIELD.

      —Camilla... ¡la nena del camión silo! –Florence y Carol se agarraron las manos–. Es una nena… –les dijeron–, era una nena... murió en el campo de su padre... era como nosotras...

      —Como ustedes cómo.

      —Como nosotras, así como somos nosotras, pero fue al campo y habló con los peones. No saben por qué fue y habló con los peones. Y a la noche la encontraron en un camión silo.

      —¿Un camión qué?

      —Un camión silo... –Carol pensó...

      —...Grain storage lorry –dijo Florence, y Cata quiso preguntarle a esa nena si sabía algo, si los peones le habían hablado de Perón.

      —¿Vos entendés lo que dice?

      —Obvio que entiendo, entiendo todo, ella fue al campo y los peones la metieron en un camión silo y le tiraron los granos encima a propósito y la ahogaron.

      —La mataron –completó Carol.

      —¿Cómo sabés que fueron los peones? –Cata se levantó tan fuerte que golpeó la mesa con las rodillas. La copa se inclinó un segundo, después volvió a su lugar–. A lo mejor ni sabían que ella se había metido ahí. A lo mejor se metió sola, por ser una nena inglesa tonta que no entiende nada.

      —¿Qué decís? Fueron los peones. La mataron, right, Camilla? –Florence siguió hablando en inglés.

      Carol lloraba y decía “poor Camilla” y ellas agarraron los portafolios de nuevo y se fueron corriendo de ahí.

      A


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