Las mil y una noches personistas. VV AA

Las mil y una noches personistas - VV AA


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      Papá había dicho que no cenaba, que cenaran sin él. Le dolía mucho la cabeza y se había tirado en un sillón. Estaba acurrucado como un bebé con frío.

      Pepi le dijo a su hermana que iba a pasar el recreo con amigas, que había encontrado una que se sabía, Ay país, que iban a cantarla juntas y que no se preocupara. Apenas Cata se dio vuelta para jugar al elástico, ella salió por la puerta de hierro negro sin mirar a nadie. Pensó que así nadie la miraría a ella, y así fue.

      Corrió por la avenida hasta la calle en círculo, las casas anchas, el aire frío. Imaginaba el lazo blanco de Florence adelante, como las miguitas de Hansel y Gretel, como la cola del corcel encantado que le decía por dónde ir. Reconoció la casa de los pizarrones verdes. Tocó el timbre de campana. La señora igual a la portera de la escuela la abrazó, le secó las lágrimas, le apartó el pelo húmedo de la frente, escuchó todo lo que tenía para contarle. Cuando, llegado el momento, Pepi le pidió el favor de subir al cuarto de la copa, la dejó pasar. Y cuando le dijo que necesitaba ver las letras un segundo, la señora, tranquila, callada y armoniosamente, también dio vuelta a la llave del mueble y lo abrió con el suave clic.

      Esa noche mamá tampoco cenó. Les dejó unas milanesas cortadas y un puré con grumos y se fue a seguir envolviendo. Cada tanto le llevaba un té a la cama a papá. Y después puso la máquina de escribir en una caja y la cerró con cinta. Recubrió los vasos con papel de diario. Bajó libros de la biblioteca y los apiló en el piso, cerca de las valijas.

      Cuando todos se acostaron, Pepi la escuchó llorar otra vez, bajito. Golpeó la puerta del dormitorio. Entró. Mamá tenía el codo apoyado en la mesa de luz y la cara sobre ese codo. La levantó y la miró. Le sonrió. Pepi se acercó y le dio lo que guardaba para ella desde la tarde. Una por una le fue alcanzando, primero la P, después la E, la R, la O, la N. Mamá las acomodó sobre el vidrio de la mesa de luz. Le acarició la cabeza. Le dijo sí. Sí, mi amor, sí.

      Escuditos,

      por Jorge Alemán

      a Gustavo Abrevaya

      Siendo un niño encontré en casa una cajita llena de escuditos, escondida en un placard. Así fue que hallé una de esas insignias que los mayores llevaban en el ojal. Pero esas insignias, por razones extrañas a mi entendimiento, no eran inocentes. Estaban ocultas desde hacía tiempo, nunca las había visto antes.

      Entonces pregunté a Madre por su significado y, antes de terminar la pregunta, me respondió:

      —Están prohibidas.

      Aquí mi asombro se demoró en el brillo huidizo que me observaba desde el escudito. Nunca había tenido en mis manos un objeto tan mínimo, casi insignificante, y que a la vez participara de lo prohibido. Madre había sido concluyente: prohibidos.

      Y pude sentir su temor cuando pronunciaba esa palabra. ¿Qué representaban? ¿Qué bizarra pertenencia señalaban?

      —No sé si Padre podrá explicarte esto a tu edad. Que lo haga él porque a mí siempre me gustó Evita –¿Había escuchado antes el nombre de Evita?–. Que él te diga algo porque eso va a volver…

      Un pequeño objeto, con colores familiares en el caleidoscopio de una patria perdida en la infancia del hijo de un peronista, se presentaba por primera vez como el talismán de un mito siempre a descifrar.

      Cora volvió a trabajar,

      por Celeste Abrevaya

      Francisca se miró la bombacha limpia y frunció el ceño.

      —Mamá, mamá, vení, quiero agua, salí del baño. Mamá, dale.

      Los hijos siempre golpeaban a la puerta, ese reclamo de cada día, lleno de amor, seguro, pero implacable.

      Terminó lo suyo y salió.

      La llamaban la puta. Seco, impiadoso. “Ahí viene la puta”, decían cuando ella pasaba. Esos pantalones, el cigarrillo que fumaba hasta en la calle, hasta en la calle ¿te das cuenta?, es increíble, y la cascada de rulos negros que le llegaba a la cintura, para el barrio eran suficientes argumentos. Los muchachos del Atalaya en Isidro Casanova le comían el culo con los ojos cada vez que salía a hacer los mandados. Un culo redondo y parado que movía como Tita Merello. “Mirá ese pan dulce, por favor, querido”, decían sin disimulo desde la mesa del bar, junto a la ventana. “Cuando viene es una gloria, pero cuando se va, mi Dios, me arruina el día”. Y también: “A esta le gusta que la miren, lo único que quiere es tener un macho encima”.

      Algunas vecinas la despreciaban y tampoco ocultaban su opinión: “Ay señora, cuide a su marido, los hombres son cabeza fresca y a estas putitas se le van al humo”.

      Sin embargo, otras, las menos, la admiraban en secreto. Quizás porque entendían que Francisca era lo que ellas hubieran querido ser, pero no se habían animado. Mientras baldeaban la vereda cuchicheaban sobre el último novio de Francisca y comentaban ese andar soberbio que tenía, esa seducción desfachatada que ellas habían perdido por tener que lavar calzones. ¿Qué no hubieran dado por ser como ella, aunque más no hubiera sido por un momento? La admiración las desgarraba. Y tenían el coraje de admitirlo.

      Elena y Nilda se la cruzaron en la verdulería y rompieron el hielo. Caminaron juntas. Entre risitas nerviosas, como una travesura, le pidieron un Derby. Ella les convidó. Tosieron la tos del primer cigarrillo.

      —¿Qué me diste, Francisca? Me da todo vueltas.

      Francisca se encogió de hombros.

      —Es la costumbre, cuando se te pasa el mareo, empezás a disfrutar y entonces entendés para qué fumás.

      — ¿Y para qué fumás?

      —Mirá, después de dormir a los nenes, salgo al patio, prendo un cigarrillo y ya tenerlo entre mis dedos me cambia el día. No parece mucho, ¿no? Pero yo lo veo como los negros cuando abolieron la esclavitud. Una vez que probaste eso, es un camino de ida.

      Entonces, con la premura de lo nunca dicho, hablaron de la vida doméstica, del ahogo que sentían. Se decía que del trabajo a casa y de casa al trabajo, pero para Elena y para Nilda el trabajo y la casa eran lo mismo.

      Francisca había tenido que conseguirse una changa cuando su marido se fue, dos años atrás. Hacía la manicura en la peluquería de Teresa. Juntaba unos mangos, mantenía a los hijos, que eran tres, dos nenas y un varón.

      —Se fue con otra, Elisa. Supe que armó una familia nueva. Yo ya hice eso del matrimonio y la verdad es que no me gustó. No me enganchan más. Ya sé que en el barrio me llaman puta, que digan lo que quieran. A Evita también le dicen puta.

      — ¿No lo extrañas?

      —Al principio, un poco. Pero un día me di cuenta de que hacía mucho que estaba harta de esa vida, y entonces me alivié, así que, en secreto, le agradecí al turro ese por su traición y decidí seguir sola. Mis hijos lo extrañan, y tienen razón, pobrecitos, el tipo no les da ni cinco de bola. Pero estamos inventado una familia sin un pelotudo en camiseta que se tira pedos y que en lo único que piensa es en Boca. Yo me divierto y no lo tengo ahí diciéndome “Francisca, ¿qué hiciste todo el día? ¡Esta casa es una pocilga!”. Igual, les digo, alguna cosa linda tenía Antonio, en primavera mi casa siempre olía a jazmines que él me traía. Pero ahora huele a Derby, qué se le va a hacer. Y me encanta. José duerme conmigo dos veces por semana, el tipo me cumple, eso me gusta, arregla la cortina cada vez que se traba y encima cocina un pastel de papas para chuparse los dedos. No necesito que me dé un techo, ya tengo uno. Y si alguna vez se borra, entonces, chicas, al carajo con José. No necesitás ser un macho para cambiar una lamparita.

      Hubo escandalizadas risas femeninas.

      —¿Y cómo es estar con otros hombres? –preguntó Nilda, tenía la excitación a la vista–. Yo solo conocí a


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