Medianoche absoluta. Clive Barker
las lecturas de las pantallas que rodeaban la cabina. Centenares de cámaras diminutas, como bancos de peces de un solo ojo cuyo movimiento e iridiscencia se habían diseñado para hacer salir de la oscuridad a todas las criaturas misteriosas que cazaban en las opresivas profundidades, rodeaban la columna descendente por la que bajaría el batiscafo.
—¿Qué ocurrirá si no regresa? —preguntó una voz melancólica.
Voorzangler apartó la mirada de las pantallas.
Era el Niño el que había hablado. Por primera vez, la sonrisa lo había abandonado. Observó el descenso del batiscafo con la expresión de un niño verdaderamente desamparado.
—Debemos rezar para que lo haga —dijo Voorzangler.
—Pero yo siempre le he rezado a él —contestó el Niño.
—Entonces, mi pequeño, te sugiero que pienses en otro dios tan pronto como puedas.
—¿Por qué? —preguntó el Niño con un leve tinte de histeria en la voz—. ¿Crees que papá morirá ahí abajo?
—¿Acaso pensaría yo eso? —dijo Voorzangler sin resultar convincente.
—Os oí hablar a los dos de unas cosas que viven en las oscuras profundidades. Se llaman recogacks, ¿verdad?
—No son cosas sino personas, muchacho —dijo Voorzangler—. Ellos se llaman los requiax.
—¡Ja! —dijo el Niño como si hubiera pillado a Voorzangler diciendo una mentira—. Entonces existen.
—Esa es una de las cosas que ha bajado a averiguar tu padre, si existen o no.
—No es justo. Él es mío. Si baja a la oscuridad y nunca vuelve a subir, ¿qué haré yo? Me suicidaré. ¡Eso es lo que haré!
—No, no lo harás.
—¡Sí lo haré! ¡Ya verás como sí lo hago!
—Tu padre es un hombre muy especial. Un genio. Siempre va a estar buscando nuevos sitios que explorar y nuevas cosas que construir.
—Bueno, ¡pues lo odio! —dijo el Niño. Sacó su tirachinas, lo cargó con una piedra y apuntó con él a la pantalla más grande. Era imposible que fallara. La pantalla se hizo añicos cuando la piedra la golpeó y explotó en una lluvia de chispas blancas y fragmentos de Cristal Patentado de Commexo.
—¡Deja eso inmediatamente! —dijo Voorzangler.
Pero el Niño ya había vuelto a cargar su tirachinas y estaba disparando. Una segunda pantalla se hizo pedazos.
—Tendré que llamar a los guardias si no te…
No hizo falta que terminara. El Niño acababa de ver algo en las pantallas que le hizo olvidarse del tirachinas. Las cámaras espías apuntaban a una chica: una chica a la que el Niño conocía, al menos de vista, porque su padre había evocado su imagen para él la noche que había vuelto de Martillobobo, donde la había conocido.
—Se llama Candy Quackenbush, mi pequeño —dijo el Niño, imitando a la perfección la voz de su creador.
Ver a Candy hizo que toda la rabia que el Niño sentía contra Pixler desapareciera de su mente. Ahora lo consumía la curiosidad.
—¿A dónde te diriges, Candy Quackenbush? —dijo en una voz tan baja que Voorzangler no pudo oírlo—. ¿Por qué no vienes a la ciudad y nos hacemos amigos? Necesito un amigo.
Se dirigió a la pantalla más baja que mostraba su imagen y, tras extender la mano, la colocó suavemente sobre su cara.
—Por favor, ven —murmuró—. No me importa esperar, estaré aquí. Pero ven. Por favor.
Capítulo 5
Remanentes de maldad
Unas tres semanas después de que las aguas del mar de Izabella hubieran traspasado el umbral entre Abarat y el Más Allá, hubieran inundado muchas de las calles de Chickentown y demolido con su fuerza y su furia los edificios antiguos más bonitos del pueblo, junto con el juzgado, la iglesia y la biblioteca pública Henry Murkitt, el padre de Candy, Bill Quackenbush, empezó a dar paseos nocturnos por el pueblo.
Bill nunca había sentido ningún entusiasmo por el ejercicio hasta entonces. Siempre se había sentido más feliz con una vida sedentaria, desplomado en su trono de cuero sintético frente al televisor con una cerveza, una pizza fría y un mando a distancia al alcance de la mano. Pero ya no veía la televisión. A última hora de la tarde se sentaba en su silla, se emborrachaba con una docena de latas de cerveza, fumaba hasta que el cenicero estaba hasta arriba y de vez en cuando comía rebanadas de pan blanco. A medida que las horas avanzaban lentamente, los miembros de la familia se iban yendo a la cama y ni siquiera su mujer, Melissa, se molestaba en darle las buenas noches.
Solo cuando la casa estaba por fin en silencio, normalmente un poco pasada la medianoche, Bill se dirigía a la cocina, se hacía un café bien fuerte para despejarse y se preparaba para la caminata poniéndose sus viejas botas de trabajo, que aún tenían incrustada la sangre reseca de los pollos, y su cazadora azul oscuro. El tiempo era cada vez más impredecible a medida que el otoño iba avanzando. Algunas noches había ráfagas de lluvia desde el norte e incluso aguanieve en un par de ocasiones. Pero no permitía que el descenso de las temperaturas cambiara sus costumbres.
Necesitaba hacer algo en las calles del pueblo en el que había vivido toda la vida: un trabajo importante que su torpe mente intentaba comprender día tras día mientras estaba sentado frente a la pantalla vacía de la televisión, con las cortinas cubriendo el cielo de octubre; un trabajo que exigía que dejara la comodidad de su butacón y se aventurara a deambular por el pueblo, aunque no tenía ni idea de por qué, o qué, estaba buscando. Todo lo que tenía como brújula era la convicción profundamente arraigada de que una noche daría la vuelta a la esquina en alguna parte del pueblo y encontraría delante de él la solución a aquel misterio.
Pero cada noche se repetía la misma historia: agotamiento y decepción. Justo antes del amanecer volvía a su oscura y silenciosa casa con las manos vacías y el corazón doliéndole como nunca lo había hecho: no de pena, ni de remordimiento, y desde luego nunca por amor.
Esa noche, sin embargo, tenía una extraña sensación que le hacía estar tan ansioso por empezar la búsqueda que se había internado en la noche tan pronto como escuchó a Melissa apagar la lámpara junto a la cama en la que una vez habían dormido como marido y mujer.
Con las prisas por salir de la casa, no solo se había olvidado de hacer el café, sino también de ponerse la cazadora. No importaba. Un mal evitaba el otro: el frío era tan vigorizante que difícilmente podría haber estado más despierto, más vivo. Aunque los dedos se le quedaron entumecidos con rapidez y le dolían las cuencas de los ojos, la anticipación del júbilo y el júbilo de la anticipación eran tan fuertes que siguió adelante sin que le preocupara su bienestar, dejando que sus pies eligieran girar en calles que él nunca habría elegido o tal vez ni hubiera visto antes de esa noche.
Finalmente, sus andanzas le llevaron a un pequeño callejón sin salida llamado Caleb Place. Las aguas del Izabella habían tenido un efecto sumamente devastador allí. Atrapadas en el fondo del callejón sin salida, habían arrojado su potencia destructiva en torno al anillo de casas, arrasando por completo varias de ellas y dejando solo tres con esperanzas de poder ser reconstruidas. El edificio que estaba menos deteriorado era el que atraía a Bill Quackenbush. Estaba muy bien acordonado con una cinta ancha de plástico en la que se repetía la advertencia:
ESTRUCTURA PELIGROSA. NO PASAR.
Bill ignoró la advertencia, por supuesto. Se agachó para pasar por debajo de la cinta y escaló con dificultad por encima de los escombros, abriéndose paso hacia el interior de la casa. La luna brillaba lo suficiente como para filtrarse por el tejado destrozado e iluminar el interior con un manto plateado.
Se detuvo un buen rato en la puerta principal, escuchando. Podía oír un