Medianoche absoluta. Clive Barker
puede que sea necesario responder por las decisiones que hemos tomado: este interrogatorio, los campos… todo. —Miraba hacia abajo, hacia sus garras—. Si esto sale mal necesitarán cuellos para las sogas, y serán los nuestros. Deberían ser los nuestros. Todos sabíamos lo que hacíamos cuando empezamos con esto.
—Temes por tu pellejo, ¿verdad, Jimothi? —dijo Zuprek.
—No —contestó Jimothi—. Temo por mi alma, Zuprek. Tengo miedo de que vaya a perderla porque estaba demasiado ocupado construyendo campos para los purasangre.
Zuprek profirió un chirrido y procedió a levantarse de la mesa con las manos convertidas en puños.
—No, Zuprek —dijo Nyritta Maku—, esta reunión se ha terminado. —Se dirigió a Candy en un aparte—. Vete, muchacha. ¡Puedes marcharte!
—¡No he terminado con ella! —gritó Zuprek.
—¡Pero el comité sí! —dijo Maku. En esta ocasión empujó a Candy en dirección a la puerta—. ¡Vete!
Ya estaba abierta. Candy se volvió para mirar a Jimothi, agradecida por todo lo que había hecho. Después se alejó a través de la puerta mientras los gritos de Zuprek rebotaban por las paredes de la Sala:
—¡Será nuestra muerte!
Capítulo 3
La sabiduría de la muchedumbre
Candy encontró a Malingo esperándola fuera de la Sala del Consejo entre la multitud. La mirada de alivio que inundó su rostro cuando la vio salir casi hacía que el disgusto de tener que pasar por una entrevista tan desagradable mereciera la pena. Le explicó lo mejor que pudo todo lo que había tenido que aguantar.
—¿Pero te han dejado marcharte? —preguntó cuando Candy hubo terminado.
—Sí —contestó ella—. ¿Pensabas que iban a mandarme a la cárcel?
—Se me había pasado por la mente. No aprecian el Más Allá, eso está claro. Solo con escuchar a la gente que pasa por la calle…
—Y lo peor está aún por llegar —dijo Candy.
—¿Otra guerra?
—Eso es lo que piensa el Consejo.
—¿Abarat contra el Más Allá? ¿O la Noche contra el Día?
Candy percibió unas cuantas miradas de desconfianza dirigidas a ella.
—Creo que será mejor que sigamos con esta conversación en otra parte —dijo—. No quiero más interrogatorios.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó Malingo.
—A cualquier sitio, siempre y cuando esté lejos de aquí —contestó Candy—. No quiero que me hagan más preguntas hasta que tenga todas las respuestas.
—¿Y cómo piensas lograr eso?
Candy le lanzó a Malingo una mirada incómoda.
—Dilo —pidió él—. Sea lo que sea lo que esté cruzando por tu mente.
—Tengo a una princesa metida en la cabeza, Malingo. Y ahora sé que lleva ahí desde el día en que nací. Eso cambia las cosas. Pensaba que era Candy Quackenbush de Chickentown, Minnesota, y de algún modo lo era. Por fuera llevaba una vida normal, pero por dentro, aquí —dijo mientras se señalaba la sien con el dedo—, estaba aprendiendo lo que ella sabía. Esa es la única explicación que tiene sentido. Boa aprendió a hacer magia de Carroña. Y después yo se la arrebaté a ella y la escondí.
—Pero eso lo estás diciendo en voz alta ahora mismo.
—Porque ahora ella ya lo sabe. A ninguna de las dos nos sirve de nada jugar al escondite. Ella está dentro de mí y yo lo sé. Y yo sé todo lo que ella ha aprendido del Abarataraba. Y lo sabe.
«Yo habría hecho lo mismo, no me cabe duda», dijo Boa. «Pero creo que ha llegado la hora de que nos separemos».
—Estoy de acuerdo.
—¿Con qué? —preguntó Malingo.
—Estaba hablando con Boa. Quiere recuperar su libertad.
—No puedo culparla —dijo Malingo.
—Yo no la culpo —dijo Candy—. Es solo que no sé por dónde empezar.
«Pídele al geshrat que te hable de Laguna Munn».
—¿Conoces a alguien que se llama Laguna Munn?
—Personalmente no —dijo Malingo—. Pero había unos versos en uno de los libros de Wolfswinkel que hablaban de la mujer.
—¿Los recuerdas?
Malingo se quedó pensativo durante un instante. Entonces recitó:
Laguna Munn
tenía un hijo
perfecto en todos los sentidos.
Un placer verlo trabajar,
¡y un gozo verlo jugando!
Pero, oh, ¿cómo dio con él?
¡No me atrevo a expresarlo!
—¿Ya está?
—Sí. Supuestamente, uno de sus hijos estaba hecho de todas las bondades que había en ella, pero era un niño aburrido. Tan aburrido que no quería tener nada que ver con él. De manera que creó otro hijo…
—Déjame adivinarlo: ¿hecho de todo el mal que había en ella?
—Bueno, quienquiera que compusiera las rimas no se atrevía a decirlo, pero sí, creo que eso es lo que se supone que debemos pensar.
«Es una mujer muy poderosa», dijo Boa. «Y se la conoce por usar sus poderes para ayudar a la gente, si está de humor». Candy se lo transmitió a Malingo. Después Boa añadió: «Está loca, por supuesto».
—¿Por qué siempre hay una trampa? —dijo Candy en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Malingo.
—Boa dice que Laguna Munn está loca.
—¿Y qué? ¿Es que tú eres Candy, la dama de la cordura? No lo creo.
—Buena observación.
—Que los locos encuentren sabiduría en la locura para los cuerdos y que los cuerdos se sientan agradecidos.
—¿Eso es un refrán conocido?
—Quizá sí, si lo digo lo suficiente.
«El geshrat dice muchas cosas con sentido… para ser un geshrat».
—¿Qué ha dicho? —le preguntó Malingo a Candy.
—¿Cómo sabes que ha dicho algo?
—Empiezo a notártelo en la cara.
—Ha dicho que eres muy inteligente.
—Sí, seguro —replicó Malingo sin parecer muy convencido.
Su camino los llevó de vuelta al puerto a través de una selección de calles mucho más pequeñas que por las que habían ascendido hacia la Sala del Consejo. Había un halo de inquietud en esos estrechos callejones y pequeños patios. La gente se ocupaba de sus asuntos de forma ansiosa y furtiva. Era como si todo el mundo estuviera haciendo planes sobre lo que hacer por si las cosas no salieran bien, pensó Candy. Incluso vislumbró a través de las puertas entreabiertas que daban acceso a los interiores sombríos a gente preparando las maletas para una huida apresurada. Claramente, Malingo interpretó lo que veían del mismo modo que Candy, porque le preguntó:
—¿Dijo algo el Consejo sobre evacuar la Gran Cabeza?