Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros
aquella primera clase asombrado como el que presencia un raro espectáculo por primera vez en su vida. No es que aquello le pareciera especialmente gracioso, pero el cateto tenía razón, aquel chico era un petulante de mucho cuidado.
La mayoría de las clases de Fermín versaban sobre cuestiones teológico-filosóficas de este tipo, como la indivisibilidad de cuerpo y alma, la omnipotencia de Dios o el camino recto del hombre hacia la virtud. Su otro tema preferido era el misticismo y toda su recua de seguidores, una suerte de alucinados que vivían en permanente estado de trance, o “éxtasis” cuasi-divino como ellos preferían llamarlo. A Salvador siempre le pareció que había una línea muy estrecha entre estos comportamientos y otros más propios de la locura, pero claro, no era lo mismo ver a Dios que imaginarse dragones de siete cabezas.
Pronto se dio cuenta de que el tema era lo de menos, la conclusión era siempre la misma: la clase nunca avanzaba. La mitad de los alumnos no entendía ni jota de lo que estaba diciendo y la otra mitad se conformaban con no dormirse, la pedantería de Serafín terminaba aburriendo hasta al propio Fermín. Si de algo le sirvieron esas lecciones fue para perfeccionar su lectura y comprensión de textos densos e ininteligibles. Leían mucho, a todas horas, sobre todo versículos de la Biblia y todo tipo de textos religiosos en latín. No es que Salvador fuera mal estudiante, pero tampoco parecía destacar en nada, podría decirse que tenía la motivación suficiente para cumplir el expediente, sin más. Claro que eso fue antes de conocer al padre Tosca.
El feliz encuentro se produjo gracias a la obsesiva fijación suya por las estrellas. Puesto que el padre Fermín no parecía muy proclive a tratar ese tipo de materias, un buen día decidió hacer una visita a la biblioteca del colegio. Pensó que tal vez allí encontraría alguna clase de respuesta a sus preguntas.
Los jesuitas tenían una de las mejores bibliotecas de la ciudad, en una sala rectangular enorme guardaban toda clase de libros meticulosamente clasificados en formidables estanterías que llegaban hasta el techo. El problema era que no sabía muy bien por dónde buscar, puesto que las materias sobre las que trataban eran muy diversas y algunos pesados volúmenes parecían llevar allí cientos de años acumulando polvo. Rebuscar entre ellos uno a uno iba a ser una tarea descomunal, pero eso no le arredró, siguió buscando hasta que sus pasos se cruzaron con los de un cura que estaba colocando algunos libros en una de las estanterías.
A simple vista parecía un sacerdote más, llevaba la misma sotana larga y negra, en su caso cubierta por una capa también negra para protegerse del frío, y su perfil largo y esbelto contrastaba con las formas redondas y achatadas del padre Fermín. Su piel cetrina, sumamente tersa, revelaba que posiblemente fuera uno de aquellos profesores que pasaban largas horas encerrados entre sus libros. Sin embargo su mirada de grandes ojos oscuros era muy viva, y esa perilla perfectamente recortada en su rostro fino y alargado de frente despejada, le confería un aire muy particular.
—¿Puedo ayudarte jovencito? ¿Buscabas algún libro en particular? —le preguntó.
Dudó por un momento qué respuesta darle, pero la familiaridad con la que había hablado le incitó a revelarle su verdadero propósito.
—Busco un libro que hable sobre las estrellas.
—¿Por qué buscas entre los volúmenes de teología?
—¿Acaso no son las estrellas una obra de Dios? —le soltó Salvador.
La obviedad pareció resultarle algo cómica, pues sus labios amagaron una fugaz sonrisa
—Por supuesto. Sí, los textos sagrados están llenos de respuestas e importantes revelaciones. Pero creo que tu curiosidad va mucho más allá de los hechos irrefutables.
Salvador permaneció en silencio mientras el cura escrutaba sus ojos con la mirada. ¿A dónde demonios quería llegar? ¿Iba a ayudarle o no?
—Estrellas, estrellas, estoy de acuerdo contigo, son fascinantes —prosiguió—. Me recuerdas mucho a mí cuando tenía tu edad. Si me permites un pequeño consejo, antes de llegar a las estrellas debes empezar por algo más fundamental: la ciencia de Dios.
—¿La ciencia de Dios? —preguntó Salvador con una mezcla de curiosidad y extrañeza.
—Las matemáticas —dijo Tosca categórico.
—Jamás había oído semejante cosa.
El padre Tosca esta vez sí que se rio, parecía estar disfrutando mucho con su desconcierto. Después volvió a su expresión seria habitual y cerró los ojos lentamente.
—Dime qué ves —le preguntó.
Vaya por Dios, pensó Salvador, ya me ha tocado otro de estos curas trastornados que se ponen tan pelmazos.
—Una ventana, una puerta, una habitación, estanterías, libros… —empezó a enumerar con total desgana.
El padre Tosca asentía lentamente con la cabeza tras cada una de ellas, pero cuando Salvador se cansó del estúpido juego, aún no parecía satisfecho con sus respuestas.
—¿Y qué más?
¿Pero cómo que qué más? ¿Quería pasarse la tarde entera así diciendo chorradas?
—No veo dónde quiere llegar, padre —le dijo educadamente.
—Yo veo otras cosas: geometría, aritmética, proporciones,…
A Salvador le pareció estar frente a otro tipo de visionario, algunos decían ver a Dios en todas partes y éste veía figuras matemáticas. El padre Tosca pareció adivinar su escepticismo.
—Solo es necesario abrir un poco la mente, si lo piensas bien lo verás con claridad. Todas las manifestaciones de este mundo material están basadas en unas reglas, en unos principios, ¿de qué otra forma iba a funcionar si no? Las formas de la naturaleza intentan imitar las de los cuerpos perfectos, que como su propio nombre indica solo pueden ser alcanzados por Dios, pero que son inteligibles para la mente de un hombre avezado.
Salvador se quedó pensando en ello durante unos segundos, aquella visión matemática del mundo le parecía sumamente curiosa, pero no entendía cómo iba a llevarle eso a comprender la naturaleza del cosmos.
—Ven, sígueme, te daré el libro que buscas.
El padre Tosca se dirigió lentamente hasta la esquina opuesta de la biblioteca. Allí había un libro que estaba situado en un lugar preferente, a la altura de la vista, de modo que no tuvo que usar las escaleras para alcanzarlo.
—Debes empezar por aquí —le dijo—. Éste es el origen de todo.
Le entregó un ejemplar no muy grande de gruesas tapas marrones. En la primera página podía leerse: “Elementos, de Euclides”.
—¿Un libro griego? —preguntó extrañado.
—Así es, los griegos fueron los primeros en darse cuenta de este hecho, a pesar de su ofuscado paganismo.
Pese a sus recelos iniciales, tras empezar a ojearlo un poco descubrió que estaba lleno de garabatos y dibujitos, fórmulas y demostraciones. Parecía prometedor, al menos le serviría para distraerse de los tostones retóricos que les hacía leerse el padre Fermín.
—Puedes llevártelo, no te preocupes, cuando lo hayas terminado seguiremos con la conversación.
—Muchas gracias, padre —le dijo con una pequeña reverencia.
—Tomás Vicente Tosca, perdona que no me haya presentado —le dijo entonces él divertido.
—Yo me llamo…
—Salvador. Ya lo sé —le cortó.
Y le dio la espalda regresando a sus quehaceres en la biblioteca dejándole allí plantado con el libro en la mano.
Estaba más que demostrado que la mejor forma de aprender era sentir la necesidad de saber. Desde aquella conversación con el padre Tosca, Salvador empezó a sentir cierta obsesión con las formas geométricas y esa curiosa predilección por ellas de la naturaleza. Triángulos,