Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros

Sobre las ruinas de la ciudad rebelde - Carlos Barros


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una visita. Luis no estaba en casa y el personal de servicio se mostró bastante reticente a dejarle entrar, pero valiéndose de su autoridad como sacerdote logró alcanzar su objetivo. Al entrar en su cuarto se encontró al muchacho sumamente concentrado, sentado en su escritorio rodeado de libros con la mirada perdida. Le agradó comprobar que no había perdido del todo las buenas costumbres.

      Salvador se sorprendió un poco al verlo entrar allí, era la última visita que esperaba recibir aquel día en su casa. Pero de la sorpresa pasó a la alegría en cuestión de segundos, de hecho hacía días que ardía en deseos de mantener una reunión a solas con él. Quería pedirle disculpas por haber tenido que abandonar de aquella manera tan abrupta sus clases.

      —Lo comprendo Salvador, no hay por qué disculparse —le interrumpió zanjando por completo el asunto.

      —Lo echo de menos —le dijo mientras él se sentaba a su lado.

      —¿El qué, hijo mío?

      —Las clases, las discusiones,… el aprendizaje nunca me aburría, esto sí, y mucho.

      —Me alegra mucho oír eso. Lo contrario habría sido una total decepción para mí —le dijo él complacido.

      —Ya, pero lo malo es que no puedo hacer otra cosa si no quiero decepcionar a mi padre.

      —¿Te ha prohibido que estudies? —le preguntó.

      —No exactamente, pero para él lo importante ahora son otras cosas, lo considera bastante secundario.

      —Bueno, pero entonces no está todo perdido.

      Salvador no compartía tanto optimismo.

      —Pero me ha prohibido recibir clases de usted.

      —¿Y de otra persona?

      —¿A qué se refiere? ¿Acaso hay otro lugar en Valencia que pueda rivalizar con su escuela de matemáticas? —le preguntó Salvador confundido.

      —Quizás puedas convencerle de que prolongar tus estudios es una buena idea, la sabiduría siempre es aplicable a cualquier ámbito de la vida, por supuesto también a los negocios y asuntos más mundanos que tanto le preocupan.

      —Ya, me gustaría ser capaz de convencerle de eso —dijo Salvador denotando su poco convencimiento.

      —¿Has pensado en ingresar en la universidad? No tendrías ningún problema en acceder a una plaza, y yo podría tratar de hablar con tu padre para convencerle si es necesario.

      —No lo sé, creo que es bastante difícil que le parezca una buena idea.

      —Sé lo importante que es para ti complacer a tu padre y eso te honra, eres un muchacho muy noble y responsable, como corresponde a tu posición. Pero ya empiezas a ser un hombre hecho y derecho que debe tomar sus propias decisiones. Sé que eres perfectamente capaz de consolidar tus estudios y acometer las responsabilidades propias del heredero del condado —le dijo su maestro firmemente convencido.

      —Dicho así suena muy convincente padre, haré todo lo posible, créame, pero no le prometo nada.

      —Piénsalo bien hijo, sería una pena desperdiciar un talento como el tuyo.

      La visita del padre Tosca no fue ni mucho menos en vano, causó exactamente el impacto que él deseaba. La idea de iniciar sus estudios en la universidad le estuvo rondando la cabeza durante mucho tiempo, y cada vez estaba más convencido de llevarla a cabo costara lo que costara.

      Unas semanas más tarde, acudió de visita a la casa familiar de Benimaclet como hacía con su tío cada domingo. Seguía disfrutando de una agradable velada en familia y del ambiente tranquilo de La Huerta, pero no tanto como antes. No obstante, en esta ocasión su padre le tenía reservada una sorpresa, quería hacerle partícipe de una importante noticia. Para contársela se lo llevó todo el día de caza a la Albufera, una actividad que su padre adoraba y Salvador detestaba. La jornada transcurrió como de costumbre, para variar su padre abatió varias presas y él no dio ni una a derechas. Ni con la ayuda de los lacayos consiguió acertar un solo tiro con la escopeta. No era capaz de entender cómo un hombre podía obtener placer de una actividad tan tosca y brutal.

      Su padre era sin duda un gran tirador, habilidad que había perfeccionado en su juventud como militar. Cuando sujetaba la escopeta subido a un montículo o agazapado tras un matorral, parecía deleitarse hasta el extremo de evadirse por completo de la realidad. Fijaba la vista en el infinito y por un instante parecía no existir nada más a su alrededor. Solo él, su presa, y sus propias cavilaciones. La cojera no le impedía tener un pulso de acero y un tronco sumamente robusto dotado para el manejo de este tipo de armas. El extremo opuesto era ver a Salvador tratando de disparar. Nunca sabía cómo debía colocarse ni la posición más adecuada para sujetar el cañón. Su pulso temblaba como el de un anciano enfermo y sus delicadas manos apenas tenían fuerza suficiente para coordinarlo todo con la rigidez necesaria. Su padre sacudía la cabeza con pesar cada vez que le veía hacer un nuevo intento, había desistido incluso de hacerle alguna corrección. Una más a añadir a la lista de decepciones.

      Pero a pesar de sus nulas aptitudes, su padre estaba extrañamente de buen humor. Aprovechó un momento de descanso a la sombra de un pinar para empezar a contarle lo que le tenía que decir.

      —¿Qué opinas de tu prima Magdalena? —le soltó así de golpe.

      —¿Cómo que qué opino? ¿A qué se refiere padre? —contestó Salvador con estupor.

      —Es guapa, ¿verdad?

      —Sí.

      —¿Te gusta? —le preguntó pillándole de nuevo desprevenido.

      —¿En qué sentido?

      Salvador no sabía a dónde demonios querría ir a parar con aquel interrogatorio sobre su prima.

      —En el sentido que a un hombre le gusta una mujer.

      A Salvador la pregunta le pareció totalmente fuera de lugar y le hizo sentir cierta vergüenza, pero era evidente que su padre esperaba que le diera una respuesta.

      —Supongo, no sé, nunca me lo había planteado.

      —Bien, quiero que sepas una cosa hijo, una estupenda noticia que te garantizará un futuro dichoso y lleno de prosperidad.

      —¿De qué se trata? —preguntó Salvador desconcertado.

      —Tu tío Miguel y yo hemos acordado vuestro compromiso.

      Salvador se tomó unos segundos para asimilar lo que acababa de escuchar.

      —Compromiso de… ¡matrimonio! —exclamó con estupor.

      —Sí, y es de esperar que tú lo aceptes, por supuesto.

      —Pero padre si apenas la conozco, ¿cómo voy a saber si quiero casarme con ella?

      —Simplemente porque es lo más conveniente, porque debes obedecer a tu padre y acabas de decir que te gusta. ¿Qué más razones quieres?

      —Lo más conveniente para quién padre, ¿para ti? —le reprochó Salvador.

      —En absoluto, yo ya he colmado todas las aspiraciones que podía tener en la vida, como te dije estoy hablando de tu prosperidad, de tu felicidad. Es un buen acuerdo, créeme, es heredera de unas excelentes tierras de Alboraya que lindan con las nuestras, la decisión no se ha tomado al azar.

      —Pero… se ha tomado sin consultarme. ¡Y soy el principal implicado! ¿Qué hay de mis estudios? —continuó Salvador presa de la indignación.

      —¿Cómo dices?

      —Aún no te lo había dicho padre, pero he estado pensando mucho en ello últimamente, quiero ingresar en la universidad el año que viene.

      —Pensaba que ya habíamos zanjado ese asunto —le dijo su padre con gran decepción.

      —Escúchame padre, voy a tener que aceptar que sigas dirigiendo mi vida en muchos aspectos como estás haciendo.


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