La chica del milagro. Cecilia Fanti
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Fanti, Cecilia
La chica del milagro / Cecilia Fanti. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Rosa Iceberg, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-46474-3-6
1. Autobiografías. I. Título.
CDD A863
Dirección editorial: Emilia Erbetta, Marina Yuszczuk y Tamara Tenenbaum
Diseño y maquetación: Matías Duarte
Foto de cubierta: Anita Bugni
© Cecilia Fanti
© 2017, 2020, Rosa Iceberg
Rosa Iceberg, Buenos Aires, Argentina
ISBN 978-987-46474-3-6
Edición en formato digital: junio de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sin permiso por escrito de la autora y/o editorial.
Cecilia Fanti
La chica del milagro
A Agustín Mango
“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”.
Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas
“Solo la vida real tiene tanta fantasía”.
Svetlana Alexiévich, La guerra no tiene rostro de mujer
1
Di vueltas en la cama hasta dormirme. Dije que había sido la comida. Haber comido todo el fin de semana sin parar. Haber comido pan con dulce, con manteca, con chimichurri, con carne, pan solo, pan antes, pan después, pan durante, pan de campo, crujiente, pan con todo. Con los niños, los pájaros y los perros. Con los dueños de casa y alrededor del fuego. Pan con pan. La comida de zonzo mientras dábamos una vuelta al sol. Vimos las ovejas en el pasto, sobre el pasto, comiendo el pasto, una vegetación marrón, ocre, seca, helada, lo que dejó la escarcha. Las ovejas con lana, sin esquilar, negras, blancas, grises, café con leche, enormes. Caramelo, le digo. Esa de ahí es color caramelo. Después la lana la tiñen, me dice él. Los colores naturales no existen, sigue. Pero mirá el cielo, mirá mis manos, mirá el color del cielo y el de mis manos. El color de las ovejas. Los colores más allá, en ese fuego. Vamos para ahí. Hay gente y hay calor. Un horno de barro, ahí cocinan el pan, los niños esperan que salga. Calentito. El pan quema y entonces lo soplan. Yo también quiero pan y lo soplo. El frío se cura con pan, nuestros desacuerdos también. Después vas a llorar, me dice. Llorás, fumás y comés pan. Lloro porque siempre me ganás al ping pong, me gusta fumar y comer pan. Me gusta el perro lanudo y gigante que nos sigue a todas partes. Me gustan los canales de cable que miramos a la noche, acá, antes de dormir, para no hablar. Atentos, solo miramos películas viejas, con publicidades en el medio, publicidades en las que el volumen sube y entonces parece que algo explota, pero enseguida él agarra el control remoto y todo vuelve al silencio, a la normalidad. En el medio de la nada. El medio de la nada no existe, me dice. Estamos a menos de cien kilómetros de la capital, el lugar está lleno de familias con niños pequeños y medianos. Estamos en el medio de las familias con hijos, de la señora que cocina y de las conversaciones que iniciamos y dejamos por la mitad. En el medio del comedor veo las hornallas, los puntos de ebullición, las cucharas colgantes, las ollas que usan para cocinar, la familia cocinera, el servicio que viene con las habitaciones y el cuarto de juegos y algunas bicicletas y paseos en caballo y la piscina en verano. Miro el fuego, miro a la mujer comer al lado del fogón, sola, con dos de sus ayudantes y los platos sobre la falda, sobre el delantal que les cubre la falda. Comen antes, antes que nosotros, prueban esa comida casera, degustan y comprueban. Hoy hay bifes a la portuguesa, pero primero sopa, con pan, del mismo que comimos durante todo el día, de nuevo crocante, tostado, el rulo de manteca, el rulo adentro de la cofia, la mujer que me mira y me dice que en quince minutos comemos. Mi mano intrusa pide disculpas, no quise interrumpir, hambre no tengo, solo miraba la cocina, me atrajo el olor, todo huele muy bien y entonces un niño grita. Grita dos veces más. Corre, se cae y grita. ¿Llora? ¿Es otro? De cuántas maneras puede llorar un niño. Choca, se cae, grita de nuevo, me agarra la pierna para levantarse. Quisiera que el niño fuera el perro lanudo que me sigue por el campo pero que tiene prohibido el ingreso al comedor. ¿Por qué comemos rodeados de extraños? ¿Por qué el niño me agarra? Lo miro, tiene la cabeza alzada para encontrarme. Me distingue como alguien que no es su madre pero ahí se queda, agarrado a mi pierna, con sus manos como pinzas, como si quisiera arrancarme el pantalón o gritar esta pierna es mía, un primer deseo de colonización, un ancla de salvación. Una fuerza torpe de niño que se equilibra y desequilibra en mi pierna, ya no grita. ¿De quién es el niño? No lo pregunto y nadie viene. Los extraños se sientan a la mesa, el resto de los niños corre alrededor. Tonto, le dice uno que pasa corriendo. Vuelve y le repite: tonto. El niño grita una sola vez y se deja caer, la cola contra el piso. La amortiguación del pañal, el silencio de la caída, el plástico absorbente y acolchado, seco y suave que protege la cola del niño que no siente dolor, los niños caen sin lastimarse el huesito dulce, su cola está a salvo. El niño no grita por la caída. Grita porque es tonto, como le dijo su hermanito. ¿Es tu hermanito? ¿Los niños entienden lo que uno les pregunta si se les pregunta por primera vez? ¿No tenía más sentido preguntarle al más grande? ¿Al que habla y dice tonto mientras sale corriendo? ¿Sale corriendo o sigue corriendo? El mayor, el mayor de los dos, o tres, todas las familias acá son numerosas. Hablan a los gritos y se hacen amigos enseguida. Confianza y empatía. Yo trabajo en seguros, ¿y vos?; la vida en casa, después de todo no es tan mala, te acostumbrás; si Almeyda no ascendía a River me mudaba de planeta. El ruido de una silla que se arrastra, algunos pasos, un nombre, una voz descolorida que dice que seguro después de este fin de semana voy a demorar la idea de tener un hijo. Cuando logro contacto visual el niño gritón está a upa de una mujer que me sonríe. Le sonrío sin responder y bajo la vista. ¿Demoro la idea o demoro el hijo? No compartimos la mesa con nadie. La panera es toda para mí. Mastico treinta veces cada bocado. La saliva ayuda a la digestión. No hablo durante las comidas. Demoro la conversación, el silencio me ayuda a persistir en la masticación, la salivación, la medicina preventiva, consistente, los litros de jugos gástricos abrazando el pan hasta deshacerlo, el fermento de agua con harina que reciben hambrientos después de que mastico treinta veces. La comida está rica. Sí, mucho. No abundan los temas en común. Lo rico de la comida, lo frío de los pies, lo difícil de mi carácter, el futuro que sabemos no tendremos, la estabilidad que hemos conseguido. Suficiente. Queso y dulce de postre, uno arriba del otro, los unto en un pan, el último de la panera.
No puedo enumerar todo lo que comí, doy vueltas sin dormirme. Me duele la panza de tanto pan, de tantos panes multiplicados, me pregunto cuándo seremos compatibles, los fines de semana sirven para probar la vida conjunta, pequeñas muestras a escala de lo que podemos esperar de nuestra intimidad, de nuestros caracteres. Juntos somos aburridos, ¿no te parece? No hables masticando. Es que no sabés lo rico que es el pan. Somos la pareja sin hijos que habla del pan. Del sabor del pan para no hablar de otra cosa. Saboreo el pan mientras no puedo dormirme, mientras doy vueltas en la cama recordando el regreso en silencio, los otros autos de la autopista, la suerte que nos desearon al despedirnos, el secreto que le conté al perro lanudo después de besuquearle el pelaje y tirarle de las orejas. Antes de fin de mes me separo, Cacho. No voy a separarme antes de fin de mes. Es 22, domingo, en ocho días termina julio. Doy una vuelta más en la