Trilogía del norte. Vanesa Cotroneo
Trilogía del Norte
La ruta de las sierras
Vanesa Cotroneo
Cotroneo, Vanesa
Trilogía del Norte / Vanesa Cotroneo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2020.
34 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-987-4116-39-0
1. Novelas. 2. Novelas de Aventuras. 3. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
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ISBN 978-987-4116-39-0
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Impreso en Argentina.
I. Un nuevo rumbo
–¿Cómo que te vas? –le preguntó su papá.
Tuvo miedo. Tuvo miedo de decirle que no era feliz, porque sabía que se angustiaría. Él, que había hecho todo lo posible para hacer de su nena una reina, la mejor de todas y la más bella. Eso era ella para él.
No alcanzaba. Luna necesitaba otros ojos. Tomó su mano, la mano que por vergüenza poco había tomado últimamente y la apretó entre las suyas con afecto y, sin decir una palabra, todos sus pensamientos lingüísticos y prelingüísticos estuvieron manifiestos en ese acto. Afortunadamente, fue ella la que tomó y soltó la mano cuando lo necesitó y creyó conveniente, y no él.
Papá no entendía. Papá ofrecía llevarla hasta la estación de trenes o Retiro… ¿De dónde saldrás?, ¿dónde te hospedarás?, ¿con quiénes? Le agradeció profundamente su propuesta, pero iría a pie, sola.
Mientras caminaba, se acordaba de los destinos de la infancia, imágenes de Esquel, la Costa Atlántica, Córdoba, Entre Ríos. ¿A cuál iría? A uno conocido, tomando precauciones para no perderse. Córdoba no estaba tan lejos. Podía tomar un micro y llegar en diez horas. ¿Hay diez horas hasta Córdoba?
Compraría un boleto (el del primer micro que partiera rumbo a Córdoba); iría al valle. Había que crecer, había que viajar.
¡Qué extraña se sintió cuando le ofrecieron ayudarla con el equipaje! Dijo que no… solo tenía una valija y un bolso de mano.
Deseaba que en la ventanilla de la empresa de turismo no estuviera ese señor malhumorado y con cara de farsante, que solo podía inventar respuestas cuando se le preguntaba por el horario de llegada al valle:
–Creemos que estará llegando a las 23 horas…Estimamos la llegada antes de medianoche...
–¿Cómo? ¿No saben a qué hora llega? –inquirió una madre joven con un niño en brazos. Fue la primera en notar y evidenciar que el hombre no solo no sabía, sino que además improvisaba la información en el momento. –Está inventando –exclamó con intenciones de exponerlo frente a los demás pasajeros.
A Luna se le repitió en la mente la frase “Está inventando”, y pensó en cuántas cosas habría inventado antes ese hombre para conformar a la gente. Pensó en frases como “Yo también te quiero”, “Gracias”, “Bienvenidos”, y comprendió que algunos inventos pueden ordenarnos, como el tiempo.
–Pero si son las dos de la tarde, hombre. ¡Qué va a llegar a las once! –comentó otro pasajero con una tonada como canto.
Luna imaginó que esa tonada cordobesa también podía ser un invento, y practicó en voz baja: “¡Eso! ¡Qué va a llegar a las once!”, varias veces y cada vez más fuerte, hasta que algunos la pudieron oír. El hombre de la ventanilla se rio; el nene la imitó repitiendo la frase y la mamá le tapó la boca al tiempo que le hacía un “Shhh”. Entonces el empleado le preguntó si viajaba sola, porque en ese caso, podía venderle un único asiento disponible en el micro que estaba por salir. Luna respondió con monosílabos, por miedo a perder el acento y desilusionar al niño, a su madre y al auditorio completo.
La tormenta que se aproximaba los últimos días terminó por desatarse aquella tarde y entre tanta lluvia infernal, Luna imaginó que el micro partiría con retraso. No estuvo errada, pues hacía ya dos horas había llegado a la terminal y aún no habían anunciado el transporte en el que viajaría. El dolor de cabeza que le generaba la espera se comparaba con las más feroces etapas de ansiedad en que, atomizada por los pensamientos fútiles, no podía progresar y las cosas no eran más que estancamientos. Detestaba estar detenida sobre el nivel del suelo. Quería moverse, circular, elevarse: por eso buscaba mesas como asientos, monumentos o ruinas. Estaba en un macetero frente a la plataforma veinte, cuando súbitamente arribó un micro naranja. Ese es, pensó al instante. Intentó descifrar la cara del conductor y del acompañante. Supo que el conductor sería algo gordo, fruto de la paradojal falta de movimiento: él no se desplazaba, simplemente apretaba un pedal. Entonces, ella hizo un esfuerzo por dirigir sus ojos al asiento 03, el suyo. ¡Qué genial que esté en el piso superior! Definitivamente, le gustaban las alturas. Contempló el ómnibus a sabiendas de encontrarse ante un paso determinante. Lo contempló y se imaginó a sí misma como holograma, proyectada en otras visiones. Luego, seleccionó una música tejana, como la de los héroes cinematográficos reversionados en las películas; chasqueó la lengua y caminó hacia el micro, con el boleto en la mano. Al llegar a la puerta, ofreció el ticket a uno de los responsables, quien lo cortó por la mitad y le permitió acercarse a la sección de equipaje. Allí había un chico de barba que le recordó a su ex. ¿Dónde estaba él ahora? Hacía tiempo que no lo veía; tal vez, se estaba alejando de esa etapa y llegaría una nueva. Necesitaba gente amable, gente con la que pudiera dialogar de modo amigable, tratarse bien, respetarse y cuidarse; gente que la quiera por lo que era y valía. Quería sentirse plena porque esa aura, esa autenticidad de la simpleza, estaba volviendo de a poco. No había que acelerar. Había que ir despacio y sin fingir, siendo auténtica diciendo lo que se piensa y percibiendo su entorno con todos los sentidos.
Cuando le dieron el pasaje, subió al micro y partió. Con la vista al frente y la sensación de que todo su cuerpo iba hacia adelante, sintió vértigo. Por un momento, le pareció que no estaba preparada, que hubiera sido mejor esperar unos años o haber buscado a alguien más con quien hacer el viaje. Tales fueron su temor y arrepentimiento durante los primeros kilómetros que pensó en bajarse y volver a su casa. Sin embargo, algo interno se lo impidió, algo de su propio cuerpo, que sí se animaba. Y ella lo escuchó. Recordó que su cabeza siempre le decía las cosas correctas, pero esta vez supo que su cuerpo también habló. En su cabeza se prometió cuidarlo y llevarlo a descubrir nuevas tierras, donde el sol tuviera que atravesar las sierras para llegar hasta su piel.
Iba a conocer nuevos caminos, nuevos paisajes. Al principio, había creído que el universo era la casa materna y el barrio la vio crecer, pero luego intuyó que más allá había algo. Siempre quiso avanzar, descubrir, como si con lo que la rodeaba no fuera suficiente. Había tantas cosas nuevas, únicas, grandiosas y, también, acechantes. No estaba segura de que lo que fuera a llegar sea realmente bueno. Sus amigos, su familia, la escuela… todo lo conocido quedaría atrás. Algo nuevo iba a operar en su vida. Abrió los ojos anhelantes, imaginando ciudades y algas, como mirando desde el mar una costa exótica, como deseando llegar.
–Señorita, ¿un caramelo, café? –le preguntaron.
Aceptó un café sin azúcar. Y eligió un caramelo de menta y chocolate… entre tanta variedad había que elegir bien. Siempre pasaba eso, siempre había que elegir bien. El pasaje, la forma de dirigirse al empleado de oficina, la manera de seleccionar un caramelo entre ¿cuarenta?, ¿cincuenta? Tras algunas reflexiones, la práctica venció a la idealidad: el caramelo que tomó estaba partido. Claro que el sabor sería el mismo, sin embargo, siendo una persona considerablemente prolija, Luna pensó que esa mala elección era una señal.
Se ve que era necesario darse más tiempo aún.