Defensa de la belleza. John-Mark L. Miravalle
BELLEZA DE LA NATURALEZA
LA MANIFESTACIÓN MÁS BÁSICA Y MENOS controvertida de la belleza es la belleza del mundo natural. Las puestas de sol, los saltos de agua, los cañones, los desiertos, las vistas panorámicas en la montaña, los claros del bosque, el mar: son imágenes que se nos vienen irreflexivamente a la cabeza como ejemplos de belleza en su estado más crudo y elemental. La apreciación de la majestuosidad de la naturaleza por un lado nos hace sentir pequeños, y por otro «despierta en nosotros, de manera misteriosa, vagas e indeterminadas potencialidades… de ahí la impresión de asombro y también de reto»[1].
Esta es la belleza en la que todos estamos de acuerdo, creyentes y no creyentes. Los científicos declaradamente ateos como Carl Sagan, Richard Dawkins o Steven Hawking hablan apasionadamente de la gloriosa belleza del mundo material. Lo raro es que tienden a acusar a los creyentes de distraer de la apreciación de la belleza natural.
Por el contrario, la Iglesia y la Biblia están repletas de apreciación de la naturaleza. Por ejemplo, dice del mundo natural el Catecismo de la Iglesia católica:
Antes de revelarse al hombre en palabras de verdad, Dios se revela a él, mediante el lenguaje universal de la Creación, obra de su Palabra, de su Sabiduría: el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia, «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5), «pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó» (Sb 13, 3). (2500)
En cuanto a la Biblia, desde el primer capítulo del Génesis se representa a Dios de manera que evoca la imagen del artista que crea de manera inteligente y libre, para Su propio deleite.
El mundo es creado inteligentemente: los tres primeros días de la creación se dedican a la preparación de espacios (día y noche, cielo y mar, tierra), y los tres siguientes a llenar los espacios de habitantes (sol y luna, aves y peces, criaturas terrestres y seres humanos). Hay un plan, una pauta que gobierna el acto creador de Dios.
El mundo es creado libremente. Dios no dice «debemos» antes de cada acto creador. Dice «hagamos». Hagámoslo. Hagámoslo así. ¿Por qué? ¿Y por qué no? Es el Creador: puede hacer lo que quiera.
El mundo es creado para deleite de Dios. Una y otra vez leemos: «Y Dios vio que era bueno». Recordemos que cuando nos deleitamos en percibir la bondad de algo, sabemos que es bello. Los Salmos nos dicen que esta es la experiencia de Dios con el mundo natural: «En sus obras Yahveh se regocije» (Sal 104, 31). Y el Libro de la sabiduría se dirige así a Dios: «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho» (Sb 11, 24).
LA NATURALEZA, ORDENADA Y SORPRENDENTE
Ahora intentaremos comprender el carácter objetivo de la belleza observando la estructura de la naturaleza como obra artística de Dios. Y lo que hallamos al observar la naturaleza es que es a la vez ordenada y sorprendente.
La naturaleza es ordenada: «Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sb 11, 20). El Salmo 104 es un magnífico canto al plan divino de la naturaleza, a la organización divina de todas las cosas: «La hierba haces brotar para el ganado, y las plantas para el uso del hombre… Hizo la luna para marcar los tiempos, conoce el sol su ocaso… ¡Cuán numerosas tus obras, Yahveh! Todas las has hecho con sabiduría, de tus criaturas está llena la tierra» (Sal 104 14, 19, 24).
Stanley Jaki, entre otros, ha señalado repetidas veces que el reconocimiento cristiano de la racionalidad inherente al universo (creado por la Inteligencia divina) fue crucial para el desarrollo de la ciencia experimental:
La historia de la ciencia, con sus diversos abortos y sólo un nacimiento viable, muestra claramente que la única cosmología, o visión del cosmos en su conjunto, capaz de generar la ciencia, fue una visión cuyo principal propagador fue el Evangelio mismo. El Evangelio convirtió en convicción ampliamente compartida la creencia en el Padre, creador de todo lo visible e invisible, que creó todo en el principio y dispuso todo en medida, número y peso, es decir, con rigurosa coherencia y racionalidad[2].
La cuestión es que la naturaleza es entendible: se comporta según pautas coherentes que pueden ser reconocidas y usadas para las predicciones y la tecnología. Si no hubiera pautas coherentes que reconocer en la naturaleza, las predicciones y la tecnología estarían fuera de nuestro alcance, y todos los beneficios que trae la ciencia física serían imposibles.
Como veremos, la belleza siempre implica una pauta: un principio, un tema, una idea que puede ser reconocida por la inteligencia. A esta pauta se la llama a veces «forma». La naturaleza está repleta de pautas, formas y estructuras que pueden verse y comprenderse y, normalmente, expresarse numéricamente. San Agustín describe la magnífica racionalidad presente en el mundo natural:
Hasta es preciso que las armonías locales de los árboles estén precedidas por armonías temporales. Porque no hay entre los vegetales ninguna especie que, siguiendo los espacios de tiempo establecidos en favor de su simiente, no eche raíces y brote, y se alce al viento y despliegue su follaje, y se consolide con vigor y ora produzca su fruto, ora ofrezca de nuevo la fuerza de su semilla gracias a las muy secretas armonías de la propia planta. ¿Cuánto más llenarán este ritmo los cuerpos de los animales, en los que la simetría de sus miembros ofrece en mucho más alto grado a las miradas una regularidad pletórica de armonía?... ¡La tierra que posee, ante todo, la forma general del cuerpo, en la que se pone de manifiesto tanto una cierta unidad de la armonía como el orden![3].
Pero la naturaleza no es sólo ordenada. También es sorprendente.
El concepto de “sorpresa” (también “asombro”, “pasmo”, “admiración”, “maravilla”) es muy difícil de captar. Probemos una definición sencilla: Sorpresa es la respuesta atenta de la mente ante lo que no le resulta obvio. Basándonos en esa definición, podemos decir que hay dos maneras en que algo puede ser sorprendente[4].
Primero, algo puede ser subjetivamente sorprendente. En este sentido, nos sorprendemos siempre que algo excede nuestra comprensión o expectativa personal. Así, por ejemplo, podría sorprendernos la siguiente descripción de un billón:
Si firmases un billete de dólar por segundo, harías mil dólares cada diecisiete minutos. Tras doce días de trabajo sin descanso tendrías tu primer millón. Así, tardarías ciento veinte días en acumular diez millones de dólares, y mil doscientos días (poco más de tres años) en alcanzar cien millones. Pasados 31,7 años, tendrías mil millones. Pero tardarías 31709,8 años en contar el billete número un billón[5].
En este caso, nuestra sorpresa se debe a una falta de familiaridad con los números en general y, en particular, con números tan grandes. Pero en realidad, estas fórmulas en sí mismas nada tienen de sorprendente. Sólo la limitación de nuestra destreza en cálculo mental hace que esto sea menos evidente que el hecho de que dos más dos sean cuatro.
Pero las cosas también pueden ser objetivamente sorprendentes. Algo es sorprendente en sí mismo cuando no tiene por qué ser como es. Si algo es diferente de lo que podría haber sido, entonces la forma en que es no es evidente. Es obvio que un octógono tiene ocho lados, pero no tiene nada de obvio que la señal de Stop sea octogonal. Nuestras señales de Stop podrían haber sido triangulares, o redondas. Entonces podríamos preguntarnos: ¿Por qué hicimos octogonales las señales de Stop?
La naturaleza es sorprendente (maravillosa, admirable, pasmosa, arrebatadora) en ambos sentidos.
Es sorprendente para nosotros porque excede nuestra comprensión y nuestra expectativa. Caminemos por el bosque un día de otoño, y miremos los árboles sin sus hojas. Aunque cada uno de los árboles sigue una pauta coherente (todos comparten una naturaleza común y tienen la misma estructura básica), observemos la expresión abrumadoramente diversa de esa pauta, las formas infinitas que adoptan las ramas, las distintas direcciones que señalan, los distintos dibujos entrecruzados que se ven al mirarlos desde distintas perspectivas. Es tan complicado que llega casi a marear, demasiado para absorberlo todo.
Y sentirse abrumado ante la complejidad