Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion
en otro tiempo[35]; después, tierra adentro, al Nordeste, Antípatris, que formaba, según los talmudistas, el límite septentrional de Judea en esta dirección.
En la montaña llamada real, a la que el Talmud, con la exageración que acostumbra, atribuye proporciones casi gigantescas, habrían existido desde el siglo que precedió a la Era Cristiana «sesenta miríadas de ciudades», conteniendo cada una de estas ciudades «un número de almas igual al de los hebreos cuando salieron de Egipto»[36]. A esta extraña aserción respondía irónicamente cierto rabino: «Yo he visto esta región y apenas he hallado sitio para sesenta miríadas de cañas.» Pero al menos había en el macizo montañoso de Judea poblaciones importantes. Además de Jerusalén, que merece descripción aparte, se hallaba, al Sur, Hebrón, que existía ya en tiempo de Abraham, y que se honra todavía con poseer su sepulcro[37]; más al Norte, Belén, la ciudad de David y, sobre todo, lugar de nacimiento del Mesías; más al Norte todavía, después de haber pasado Jerusalén, se encontraba Betel, donde Jacob tuvo su visión profética, y Silo, donde residió el arca largos años. Al Nordeste de Jerusalén estaba la Nicópolis de los romanos, que una tradición antigua identifica con la Emaús del Evangelio. En fin, en el valle del Jordán, a unos veinticinco kilómetros de la capital, se levantaba Jericó, milagrosamente conquistada por Josué, y considerada, con mucha razón, como la llave de Palestina por el lado del Oriente; por eso los macabeos y los romanos la fortificaban sucesivamente, mientras que Herodes el Grande se complació en embellecerla.
2. Al Norte de Judea, y separada de ella por una línea imaginaria que, de una manera general, pasaba por encima de Antípatris y Silo, comenzaba la provincia de Samaria, cuyo macizo se extendía hasta Djennin, en el ángulo meridional del valle de Esdrelón. Lo que ahora más nos interesa es el carácter particular de su población y la enconada enemistad que había entre ella y los judíos. «Dos pueblos aborrece mi alma —escribía el hijo de Sirac[38]— y un tercero que no es siquiera un pueblo: los que habitan en el monte de Seir, los filisteos y el pueblo insensato de Siquem.» Esta aversión se remonta al tiempo ya lejano en que el rey de Asiria, Sargón, después de haberse apoderado del país y haber deportado gran parte de los habitantes a las provincias orientales de su Imperio, instaló en su lugar, según la bárbara costumbre de la época, otros prisioneros traídos, según leemos en el libro II de los Reyes[39], «de Babilonia y de Cutha, de avoth, de Emath y de Sefarvain». Esta mezcolanza, a la que se juntaron más tarde judíos apóstatas, constituyó gradualmente la nación samaritana, cuya religión, muy abigarrada al principio, adoptó después cierta forma que se aproximaba al judaísmo. Así es que sus adeptos se atrevían a presentarla como el culto del verdadero Dios. La instalación en la cumbre del Garizim de un Templo rival del de Jerusalén inflamó todavía más el odio de los judíos. Tan grande era este aborrecimiento, que consideraban la provincia de Samaria como impura. Por esta causa, en parte, el Talmud no la menciona entre las regiones de Palestina, y de- nomina habitualmente a sus moradores con el infamante epíteto de «Cutheos», gentes venidas de la ciudad pagana de Cutha. Los samaritanos devolvían a los judíos odio por odio, injuria por injuria, tratándolos de idólatras y embusteros. Se vengaban recurriendo a procedimientos enojosos, molestando cuanto podían a los judíos cuando pasaban por su territorio para ir de Judea a Galilea y de Galilea a Judea. Sus actos de violencia llegaron a ser ocasión de muertes[40]. Así es que los galileos, cuando iban en peregrinación a Jerusalén formando grupos, para celebrar allí sus fiestas, preferían muchas veces prolongar la ruta, pasando por la Perea.
La narración evangélica refleja fielmente en varios lugares esta aversión mutua entre los dos pueblos. Ya cuentan que los enemigos del Salvador le lanzan al rostro, como grosera injuria, el nombre de samaritano[41]; ya leeemos que «los judíos no tienen tratos con los samaritanos»[42]; ya vemos también que el Salvador mismo se ve obligado a alejarse del territorio de Samaria dando un rodeo para ir a Jerusalén[43]. Hoy mismo este odio, veinte veces secular, no se ha extinguido. En la ciudad de Naplusa, donde residen los últimos restos del pueblo samaritano —restosreducidos ya a unas 250 almas—, ocurrió no ha mucho el siguiente episodio: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío —decía el gran sacerdote samaritano Salameh Cohen al doctor israelita L. A. Frankl—, vienes a nosotros, los samaritanos, tan despreciados por los judíos?» El mismo día, como el doctor Frankl hubiese contado esta visita a algunas mujeres judías de Naplusa, retrocedieron lanzando gritos de horror: «Toma un baño para purificarte —gritó una de ellas—, pues has estado con los samaritanos».
Manteniéndonos siempre en el punto de vista de la historia de Jesús, sólo tenemos que mencionar aquí unas cuantas localidades samaritanas. Hemos hablado ya de la más importante de todas la antigua Siquem, llamada entonces Neápolis (nombre que se ha cambiado en Naplusa). Estaba admirablemente situada en el estrecho valle que forman a sus pies el Garizim y el Ebal, en el corazón mismo de la provincia. No lejos de allí estaba la aldea de Sicar, hoy El-Askar, en cuyas cercanías ocurrió cerca del pozo de Jacob uno de los episodios más conmovedores del Evangelio. Un poco más al Norte, sobre una pintoresca colina, rodeada de una corona de montañas, se levantaba la antigua capital del reino cismático de las diez tribus, llamada antes Samaria, y Sebaste en tiempo de Jesús. Recientemente se han descubierto sus espléndidas ruinas. En cuanto a la ciudad de Cesarea, edificada a orillas del Mediterráneo, a la altura de Scythópolis, no pertenecía a la Samaria, sino a la Judea. Josefo, el Talmud y los escritores romanos lo dicen expresamente. Después de Jerusalén era la ciudad más importante de Palestina, y habitualmente servía de residencia al procurador que administraba la Judea en nombre del emperador romano. Esta circunstancia, y el gran número de paganos que formaban parte de su población, la hacían doblemente odiosa a los judíos. Los rabinos hablan de ella como de «la ciudad de la abominación y de la blasfemia». Herodes el Grande, a quien había pertenecido, la agrandó y embelleció. Él fue quien, en honor del emperador Augusto, cambió su nombre de Torre de Estratón por el de Cesarea[44].
3. En lo concerniente a la vida de Nuestro Señor, la Galilea es, indudablemente, la provincia más importante y la más digna de estudio de Palestina. La palabra hebrea Galil, que el Antiguo Testamento emplea desde antiguo para designarla, significa «círculo», distrito. En el primer siglo de nuestra Era tenía por límites, poco más o menos, los siguientes, según el historiador Josefo[45]: la cordillera del Carmelo la limitaba por el Sudoeste; al Sudeste se extendía hacia Scythópolis; al Este llegaba hasta el Jordán y el lago de Tiberíades; al Norte, hasta los confines de Tiro; al Nordeste, hasta el pie del Hermón. En suma, ocupaba todo el territorio septentrional de Palestina, partiendo de Engannim, hoy Djennin, ciudad situada, según acabamos de decir, en el extremo Sur de la llanura de Esdrelón. Estaba dividida en dos partes: al Norte, la Galilea superior, que comprendía la región de las montañas más elevadas; al Sur, la Galilea inferior, que fue por excelencia la Galilea de Jesús.
Galilea presenta un aspecto singular, más despejado, más gracioso, más variado, más desigual, que el resto de Palestina. El Hermón y sus contrafuertes, el Tabor, las colinas de Gelboé, la llanura de Esdrelón, el lago de Tiberíades y sus cercanías, la montaña de Safed, no son sus menores ornamentos. Su fertilidad era extraordinaria. Josefo y el Talmud están concordes en ponderarla. «Es más fácil —dice el último[46]— criar una legión (un bosque) de olivos en Galilea que criar un niño en Judea.» Sin embargo, la vid era allí poco abundante; mas, en cambio, el aceite fluía a borbollones. Con el lino, que se cultivaba en gran escala, tejían los galileos una tela de la que hacían vestidos muy finos. El país estaba sumamente poblado, cuenta Josefo[47], quien, exagerando también al modo de los rabinos, afirma que la menor ciudad de Galilea tenía 15.000 habitantes. El mismo autor en varios lugares de sus obras traza de los galileos un retrato que parece fiel, pues está confirmado por otros escritores coetáneos. Eran, dice[48], muy laboriosos, osados y valientes, impulsivos, fáciles a la ira, pendencieros. Ardientes patriotas, soportaban a regañadientes el yugo romano y estaban más dispuestos a los tumultos y sediciones que los judíos de otras comarcas de Palestina. Dos pasajes del Nuevo Testamento confirman este último rasgo[49]. El Talmud[50] añade que los galileos se cuidaban más del honor que del dinero.
Aunque la población fuese judía en su mayor parte, sin embargo, por la situación de la provincia —abierta por el Norte y vecina de Fenicia y Siria—, vivía en inevitable