Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion
es el triste personaje llamado Herodes el Grande. Su historia arroja siniestra luz sobre la situación del pueblo judío en los tiempos inmediatamente anteriores al nacimiento del Mesías, el manso, el pacífico y verdadero rey de Israel.
Herodes había otorgado tres testamentos. Por el último, que anulaba los dos anteriores, repartía sus Estados entre tres de sus hijos: al mayor, Arquelao, legaba la Judea y Samaria, con el título de rey; a Antipas, la Galilea y Perea; a Filipo, los distritos del Nordeste, es decir, la Batanea, Auranítide, Traconítide y el territorio de Paneas. Sin embargo, este testamento, para ser válido, necesitaba la confirmación de Augusto. Así los tres herederos se pusieron sucesivamente en camino para Roma, a fin de hacer valer sus derechos y obtener pronto el consentimiento del emperador. Lo obtuvieron, en efecto; pero, en vez de la dignidad real, Arquelao sólo obtuvo el título de etnarca; sus dos hermanos fueron nombrados tetrarcas[4]. No obstante, según nos enseñan los relatos evangélicos, el lenguaje popular, que no siempre se preocupa de matices y que más que disminuir gusta de ampliar los títulos honoríficos, aplicó el título de rey a Arquelao y a Antipas, y probablemente también a Filipo.
Inmediatamente después de la muerte de su padre, y antes de partir para Roma, Arquelao tuvo que reprimir una sedición que estalló en Jerusalén. Sus soldados, cumpliendo órdenes suyas, mataron sin compasión a tres mil judíos, algunos de los cuales eran peregrinos llegados para celebrar la Pascua. Esta barbarie produjo tristísima impresión, por lo que los habitantes de la Ciudad Santa enviaron a Roma, en cuanto el príncipe hubo partido, una delegación de personas notables para conjurar al emperador que no les impusiera tal rey.
Durante la ausencia de los tres herederos de Herodes se produjeron también desórdenes mucho más graves, no sólo en Jerusalén, sino en toda Palestina. Dioles ocasión la llegada de un procurador romano llamado Sabino, enviado por el procónsul de Siria para tomar bajo su salvaguardia las propiedades y tesoros particulares del rey difunto, hasta que la cuestión de la herencia quedase definitivamente arreglada. El mismo procónsul, el famoso Varo, que años más tarde fue vencido por Arminio en los desfiladeros de Teutberg (9 después de J. C.), hubo de ir a Jerusalén, a fin de examinar las cosas por sí mismo. Cuando partió dejó a disposición de Sabino una legión entera. Esta injerencia de los romanos irritó a los judíos hasta más no poder. Llegó entretanto la fiesta de Pentecostés y entre los israelitas patriotas y los legionarios se trabaron violentos combates en el vestíbulo mismo del Templo, cuya techumbre, de madera de cedro, fue incendiada. Habiéndose atrevido entonces Sabino a tomar cuatrocientos talentos del tesoro del santuario, la muchedumbre le sitió en el palacio de Herodes, donde se había encerrado con sus tropas. Fue la señal de sublevación en todo el país. Hombres fogosos, que odiaban igualmente a Herodes y a Roma, predicaron la insurrección y se pusieron al frente de bandas numerosas en Jericó, en Perea, en la Judea meridional y, sobre todo, en Galilea. La represión fue espantosa. Acudió de nuevo Varo, al frente esta vez de todo su ejército, y triunfó sin gran trabajo, primero en Galilea, después en Judea y en Jerusalén, a aquellos hombres mal organizados e imperfectamente armados. Muchos judíos fueron vendidos como esclavos o crucificados. Varo no volvió a Siria sino después de haber restablecido la calma por completo.
A su vuelta de Roma, Arquelao, a quien Herodes había tenido de la samaritana Malthace, no consiguió disminuir las antipatías que desde el principio había inspirado a sus súbditos. Además del testimonio de Josefo, tenemos sobre este punto el de San Mateo[5]. Aunque el soberano pontificado era de ordinario vitalicio entre los judíos, no reparó el nuevo monarca en deponer a varios sumos sacerdotes durante su breve administración. Fuera de esto, en vida de su mujer, casó con la viuda de su hermano Alejandro, que ya antes se había vuelto a casar con el famoso Juba, rey de Mauritania. No cesó de ejecutar muchos actos de tan odiosa tiranía, que sus súbditos le acusaron por segunda vez ante Augusto. Desterrado por el Emperador a Viena, murió tiempo después en las Galias (el año 6 de nuestra Era).
La Judea y Samaria, que constituían sus Estados, quedaron entonces definitivamente bajo el dominio directo de Roma. Solamente que en vez de agregarlas a la provincia proconsular de Siria, fueron colocadas, a causa de las particularidades religiosas y de la levantisca condición de los judíos, bajo la jurisdicción de un gobernador especial, elegido en el orden de los caballeros. Hasta la muerte de Augusto hubo tres de estos gobernadores: Coponio, Marco Ambíbulo y Annio Rufo; después otros dos en el reinado de Tiberio: Valerio Grato (15-26 d. de J. C.) y Poncio Pilato (26-36). Este último nos interesa particularmente. Omitiremos por ahora lo correspondiente al odioso y cobarde oficio que desempeñó en la pasión del Salvador, ciñéndonos a dar ligera idea de los comienzos de su administración y de su carácter.
La mentalidad de los judíos de aquella época hacía extremadamente difícil la tarea de cualquier gobernador romano. Por otra parte, Pilato no poseía ni el tacto, ni la habilidad, ni la flexibilidad necesarias para vencer las dificultades inherentes a su situación[6]. Detestaba a los judíos, y no comprendiendo sus sentimientos religiosos, quería gobernarlos a su gusto, obligándolos a doblegarse ante él en todo y a pesar de todo. Pero tan débil e irresoluto en los trances difíciles como intratable de ordinario, él mismo contribuía a menguar su autoridad; por eso fue vencido en varias ocasiones por aquellos mismos de quienes creyó triunfar fácilmente, estrellándose al fin por completo. Su terquedad y torpeza dieron motivo más de una vez a movimientos de rebelión, que después hubo de ahogar en sangre.
Desde los primeros meses que siguieron a su instalación, hirió en lo más vivo a los habitantes de Jerusalén. Sus predecesores, acomodándose a los escrúpulos religiosos de los judíos, habían retirado de los estandartes del destacamento militar que guarnecía a Jerusalén las imágenes y efigies que podían presentar a los ojos de los israelitas carácter idolátrico. Pilato, por el contrario, quiso que los soldados enviados por él a la Ciudad Santa hiciesen su entrada alzando sus insignias adornadas con todos sus emblemas. Grande fue la indignación de los judíos cuando advirtieron el ultraje. Una muchedumbre se trasladó a Cesarea, donde, según hemos dicho, tenía el gobernador su residencia ordinaria; y durante cinco días protestaron con energía tal que Pilato, después de haber tomado al principio la determinación de hacerlos pasar a cuchillo, se vio obligado a ceder, al ver que todos estaban dispuestos a morir antes que soportar la afrenta[7]. Más tarde, a pesar de esta lección tan humillante, cometió otra falta parecida, mandando colgar en el palacio que le servía de morada mientras residía en Jerusalén, escudos de oro dedicados a Tiberio y que igualmente llevaban inscripciones o símbolos idolátricos. A punto estuvo de estallar una insurrección. Advertido por los judíos, el emperador mismo ordenó quitar lo antes posible la causa del desorden[8]. Más tarde se atrevió a tomar una suma considerable del tesoro sagrado del Templo, para construir un grandioso acueducto que condujese a la capital el agua de los depósitos llamados de Salomón, situados al Sur de Belén. Este empleo del tesoro del santuario era, según el legítimo sentir de los judíos, un verdadero sacrilegio; así es que hubo tumultos violentos que fueron reprimidos con crueldad[9].
Algunos años después de la muerte del Salvador un último acto de Pilato contribuyó a acelerar el instante de su caída. Un grupo de samaritanos, seducidos por cierto impostor, comenzaron a hacer excavaciones en el monte Garizim, cerca de Naplusa, con la esperanza de encontrar los vasos sagrados que Moisés, según se aseguraba, había escondido antes de su muerte; el gobernador los hizo asesinar sin compasión. Los parientes y amigos, exasperados, fueron a quejarse al legado de Siria y éste, comprendiendo que Pilato se había hecho ya insoportable a sus administrados, lo envió a Roma para disculparse ante el emperador. Pero llegó cuando había muerto ya Tiberio. Los últimos hechos de su vida están envueltos entre sombras y oscuridades; por lo demás, pronto los desfiguró la leyenda. Se ignora hasta el lugar y el modo de su muerte. Según Eusebio[10], fue desterrado a Viena, en las Galias, donde, oprimido por el infortunio, se habría dado muerte por su propia mano.
Volvamos ahora la vista a los otros dos herederos de los Estados de Herodes el Grande. Antipas, a quien los Evangelios sólo designan con el nombre patronímico de Herodes, era también hijo de Malthace. Conocemos pocos detalles de su larga administración (4 a. de J. C. hasta 39 d. de J. C.). Tenía las mismas inclinaciones de su padre a fundar nuevas ciudades y agrandar las antiguas. Primeramente construyó y fortificó